CATÁSTROFES AYUSO
DAVID TORRES
En las películas de catástrofes, glorioso subgénero que empezó a proliferar allá por los lejanos setenta, no suele faltar el personaje que minimiza el riesgo, se ríe de él, mira para otro lado o resulta directamente un imbécil peligrosísimo, mucho más destructivo que la propia catástrofe. En Un pueblo llamado Dante’s Peak, un grupo de concejales se niega a tomar medidas ante la inminencia de una erupción volcánica para no desperdiciar unas inversiones millonarias, dedicándose a marear la perdiz hasta que el volcán peta y el pueblo entero desaparece del mapa. En Tiburón, el alcalde de un pequeño pueblo costero se resiste a provocar el pánico ante la presencia de un enorme escualo por miedo a perder la temporada veraniega. En El coloso en llamas, se descubre que los constructores se han ahorrado unos cuantos dólares en la instalación eléctrica en el momento en que un incendio va chamuscando un rascacielos, a pesar de los esfuerzos conjuntos de un arquitecto y un bombero que luchan por ver cuál de los dos se lleva más primeros planos.
En la catástrofe
que Isabel Díaz Ayuso está rodando en Madrid, con muertos de verdad y sin
necesidad de efectos especiales, nadie rivaliza en quitarle protagonismo,
excepto sus propios subalternos, el vicepresidente Ignacio Aguado, el vice
consejero de Sanidad Antonio Zapatero y las sucesivas directoras generales de
Salud Pública, quienes se van pasando la patata caliente de la incompetencia
como el que se pasa una serpiente de cascabel o un terremoto portátil. Desde
los años setenta, el subgénero fue perfeccionándose desde los trasatlánticos
hundidos y las barbacoas multitudinarias hasta el apocalipsis mundial por culpa
del cambio climático, los asteroides cabrones o las pandemias mortales. Ahora
ya no corre peligro un pueblecito de montaña, un rascacielos con ínfulas o un
diminuto puerto pesquero sino la humanidad al completo: de ahí que la
producción acabe por devorar actores, equipo técnico, guionistas y director,
hasta lograr que la verdadera catástrofe sea la película.
Entre la nula
planificación, la falta de sentido común, el cruzarse de brazos y el echar
balones fuera han ido pasando los meses mientras Ayuso iba culpando a la gente,
los controles de Barajas, a Pablo Iglesias y a Pedro Sánchez. Su tragedia no
sólo es haber confundido la realidad con la ficción sino ni siquiera haber
acertado a elegir el género de la catástrofe. Cree que está protagonizando una
sitcom, un esperpento o un sainete en lugar de una película de desastres en la
que Madrid ha conseguido el record de ser la mayor zona de contagios de Europa.
Desde antes del verano le advirtieron que reforzara el personal sanitario, que
pusiera en marcha equipos de rastreadores, que multiplicara las pruebas
analíticas, que contratara más médicos y más profesores, en definitiva, que
hiciera algo para paliar la que se nos venía encima. Pero Ayuso es una de esas
personas que ve el metro lleno de gente y piensa que para solucionarlo lo mejor
es quitar el último vagón, que es donde va más gente.
He escrito
"Ayuso piensa" y a lo mejor ahí está el problema. No en que no
piense, sino en lo que piensa. En cada rueda de prensa parece que estuviera en
mitad de su sitcom, buscando otro chiste para rematar la faena y que suenen las
risas enlatadas; lo malo es que cada día encuentra un chiste nuevo a costa de
los pobres, los inmigrantes o los gitanos. Al final, Ignacio Aguado le ha
pasado la serpiente de cascabel a Pedro Sánchez, con lo que se demuestra que no
sólo ha fallado el sistema sanitario y el educativo sino también, y sobre todo,
el autonómico. Mire usted, señor presidente, nosotros sólo sabemos desguazar
colegios y vender hospitales por parcelas, pero de privatizar virus no tenemos
la menor idea. Para salvarnos del coronavirus, primero hay que salvarnos de
Ayuso. El tiburón es lo de menos.
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