POR FIN REPARACIÓN Y JUSTICIA
JUAN CARLOS ESCUDIER
Las diferencias entre la ley de Memoria de 2007 y el anteproyecto de la nueva ley de Memoria Democrática que prepara el Gobierno se reducen a una: la primera era un quiero y ni puedo –aunque hay dudas de que se quisiera-, un engendro que saldaba los crímenes de la dictadura con diplomas a los represaliados y permitía al Estado desentenderse de su obligación de buscar a los desaparecidos en las cunetas, y el segundo constituye, con matices, un intento serio de reparación y justicia. Si finalmente sale adelante en su versión actual retratará a quienes, posiblemente con buena intención, parieron en su día una especie de ley de punto y final contra la que se revolvió incluso Amnistía Internacional.
La nueva
formulación hace más incomprensible todavía el pastiche en vigor. No se
entendió nunca que mientras se abrazaba la doctrina de la jurisdicción
universal, se defendía que los crímenes contra la humanidad no prescribieran y
se participaba activamente en la creación de tribunales internacionales, aquí
se creyera imposible anular las sentencias dictadas en los juicios sumarísimos
de los consejos de guerra y se preservaran las del Tribunal de Orden Público o
las del Tribunal Especial de Represión de la Masonería y el Comunismo con el
pretexto de la seguridad jurídica. Era un insulto que, con informes que nunca
llegaron a hacerse públicos, se decidiera que la anulación era imposible porque
implicaba derribar el edificio legal de la dictadura que, para qué engañarnos,
constituía los cimientos de esta democracia nuestra y de la propia jefatura del
Estado. ¿No había seguridad jurídica en Alemania porque se anularon los juicios
del nazismo, sus leyes de esterilización o las que amparaban la solución final
contra los judíos? ¿No la había en Argentina por haber derogado las leyes de
punto final de la dictadura? ¿Tampoco la había en Chile por suprimir la ley de
amnistía de 1978?
Con todos los
respetos, la ley de Memoria de Zapatero con su ilegitimidad del franquismo a
posteriori era una tomadura de pelo para los entonces –hoy serán muchísimos
menos- 95.000 supervivientes a los que se dirigía, según el censo de 2006, y
los descendientes de los miles de asesinados por el dictador. Desamparados por
la norma, el único camino que se les dejó para anular sus condenas fue
enfrentarse individualmente a la Sala Militar del Tribunal Supremo, y demostrar
que no merecían que se les arrancara la piel a tiras o que al abuelo le
vaciaran el cargador en la cabeza, corriendo por supuesto a costa de los
demandantes los gastos de abogado y procurador. Y todo para que, al final, el
Tribunal, como era su costumbre, los mandara a hacer puñetas o, en su defecto,
a freír espárragos.
Hay que aplaudir,
por tanto, que por fin un Gobierno esté decidido a declarar nulos de pleno
derecho estos juicios sin garantías, a establecer que sea el Estado y no los
particulares quien lleve a cabo las exhumaciones de los represaliados creando
además un banco de ADN para facilitar las identificaciones, a reparar a los
‘esclavos’ del franquismo, a suprimir los títulos nobiliarios concedidos por la
dictadura y las medadas y reconocimientos a sus sicarios, a ilegalizar las
fundaciones que más de 40 años después siguen haciendo apología de aquel
régimen, a llevar la memoria democrática a las escuelas, a conceder la
nacionalidad a los descendientes de los brigadistas internacionales, a imponer sanciones económicas a quienes se
pasen la ley por el forro, a resignificar el Valle de los Caídos y a constituir
una fiscalía especial en el Tribunal Supremo que investigue los crímenes de la
dictadura. Este último punto traerá cola porque pone en solfa a la famosa ley
de Amnistía de 1977, en realidad una ley de punto y final que perdonaba a las
víctimas y dejaba impunes a los verdugos.
Por poner un pero a
la futura norma y, pese que se contempla una auditoría de los bienes
incautados, se echa en falta una voluntad firme de ofrecer compensaciones
económicas a los afectados o a sus descendientes por el expolio que sufrieron.
Clama al cielo que mientras partidos y sindicatos se beneficiaron de hasta dos
repartos, los particulares nunca vieran un céntimo de lo que les fue
arrebatado. No puede alegarse falta de información sobre este particular porque
si por algo se distinguió el franquismo fue por la manera tan meticulosa con la
que dejó constancia de sus latrocinios. De hecho, los primeros empleados del
Archivo de Salamanca no fueron bibliotecarios sino guardias civiles, cuya
misión fue recibir el material suministrado por las brigadas de registro, y
además de facilitar información a los tribunales encargados de la represión, levantar acta con la valoración
de todo lo incautado.
El anteproyecto no
es que sea un paso adelante sino un salto gigantesco que llega muy tarde, pero
que llega al fin y al cabo. Acabará, o eso es lo que trata, con la vergüenza de
que España sea el segundo país con mayor número de desapariciones forzadas,
cuyos restos están esparcidos por cunetas y tapias de cementerio, y concederá
un mecanismo efectivo de reparación moral y jurídica a las víctimas de 40 años
de dictadura, a las que se condenó luego al silencio en democracia para no
reabrir no se sabe bien qué heridas de la Guerra Civil. Si pese al tiempo
transcurrido a alguien se le saltan los puntos de la hernia, que vaya pidiendo
cita en Sanitas.
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