lunes, 13 de julio de 2020

SUCEDÁNEOS DE INFORMACIÓN


SUCEDÁNEOS DE INFORMACIÓN
AGUSTIN GAJATE
Ahora que muchos programas de televisión cierran la temporada y la oferta audiovisual se reconduce hacia películas, series, propuestas veraniegas y resúmenes sobre lo mejor y lo peor que ha acontecido durante lo que llevamos de año, quizá sea el momento de analizar lo que hemos visto durante los últimos meses en las pantallas de nuestros hogares, donde se ha incrementado sustancialmente el consumo de televisión a causa del confinamiento generalizado para evitar la expansión de la pandemia de la COVID-19.
Por lo que he podido apreciar, a pesar de los esfuerzos de algunos profesionales de la comunicación y de los servicios informativos de los canales públicos y privados, los televidentes siguen confusos sobre las medidas de precaución que deben adoptar en esta nueva fase mal denominada como 'nueva normalidad'.

Así, en uso de su libertad, hay personas que siguen voluntariamente confinadas, otras que tratan de seguir las recomendaciones de las autoridades sanitarias, otras que tienen criterios propios fruto de la inconsciencia y otras hacen lo que les aconsejan algunos personajes famosos aupados a líderes de opinión, pero que, por sus conocimientos, mínima ética y escasa formación, no deberían de expresar opinión alguna públicamente o circunscribirla al rincón del cuñado en el ámbito familiar o a la esquina del enterado de la barra del bar.

La televisión es un medio de comunicación complejo, en el que prima el entretenimiento por encima de cualquier otra consideración en la mayoría de los grupos privados, lo que de presiona a los canales públicos a seguir por esa vía para tratar de captar audiencia. Desde esta perspectiva, los debates de actualidad tienden más al espectáculo que a tratar de ofrecer información útil y veraz a los ciudadanos.

Basta con recuperar a través de internet algunos de los debates de finales de los 70 y de los 80 para apreciar las diferencias. En aquel entonces, los contertulios se expresaban con corrección, aportaban sus conocimientos, se documentaban sobre la materia a debatir sin acudir a la wikipedia y, sobre todo, mostraban respeto por la opinión fundamentada contraria o no coincidente con la suya, a la que trataban de rebatir con argumentos, no con descalificaciones personales.

Cuando me tropiezo con alguna de esas tertulias que se emiten en los canales actuales sobre cuestiones de interés general y no soy capaz de aguantar tanta insensatez, me propongo mentalmente un juego para que la patética realidad que observo me resulte divertida. El juego consiste en esperar a que quien habla en un momento determinado finalice su turno de intervención, después de múltiples interrupciones, y pronuncie su última palabra para saber si el siguiente basa su réplica en esa última palabra o en el asunto principal del anterior discurso. Como todos los contertulios se conocen, el que interviene lanza una puya final al siguiente y el otro dramáticamente ofuscado se centra en rebatir la puya y no el contenido del mensaje, entrando así en una dinámica perversa y donde la información útil brilla por ausencia y todo pasa a girar en torno a los denominados 'dimes y diretes'.

¿Cómo hemos llegado a esta situación? ¿Por qué se degrada tanto la profesión periodística en estos escenarios? En mi modesta opinión por varios motivos: por el intrusismo profesional, por el transformismo periodístico (quienes independientemente de para quien trabajen están al servicio de una ideología política) y porque los buenos periodistas no participan en debates televisivos, sino que trabajan por ofrecer información de calidad a sus lectores, oyentes o televidentes y cuando elaboran una noticia importante son entrevistados por otros medios y no se exponen a un bochornoso espectáculo.

A buena parte de los empresarios de la comunicación lo que les interesa es obtener beneficios de su inversión, ya sea en este negocio o en otros de diferentes sectores en los que participan, y por eso existen tan pocos proyectos liderados por periodistas que sean rentables. Y para dar espectáculo no se necesitan profesionales cualificados con valores éticos y una sólida formación, sino rostros que sean capaces de transmitir certezas en tiempos de dudas, aunque sean erróneas, mientras sean útiles al propósito mercantil de los propietarios mediáticos.

Lo que ocurre es que esas certezas no son tales y no hay interés en rebatirlas, por lo que van apareciendo otras nuevas sin fundamento que se acumulan a las anteriores, degradan la comunicación y generan toda una magna ceremonia de la confusión, que se retransmite en formatos diferentes en canales públicos y privados, de ámbito nacional, regional y local.

Existe la falsa creencia de que cada medio de comunicación ofrece una versión diferente de la realidad y que si contrastamos cada una de las versiones llegaremos a conocer la esencia de la información. Pero esa es una ardua tarea para cualquier persona que quiera estar bien informada y que debería recibir información veraz por parte de cualquier medio, independientemente de su línea editorial o de su propósito mercantil.

Si lo que ofrece el medio televisivo, que llega a casi el 86 por ciento de los habitantes de este país, son sucedáneos de información en horarios de máxima audiencia y como entretenimiento o propaganda, por mucho que comparemos unos contenidos con otros, nunca vamos a disponer de la información que precisamos para tomar buenas decisiones como ciudadanos individuales ni como una sociedad avanzada

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