¿ Me invitas a un café?
o
El de la guadaña que espere
QUICO
PURRIÑOS
Corría el año 1981, mes de Abril, época de vacaciones de Semana
Santa. Con tal motivo, Martina, una francesa que mi hermano había conocido en
Inglaterra el verano anterior, pasaba con unos compatriotas unos días en
Tenerife, alojados en un Hotel de casi todo incluido del Puerto de la
Cruz. El último día de estancia de los
gabachos fuimos invitados a acompañarles a una discoteca, a la juerga de
despedida. Baile, copas y otras más y les
llevamos, casi amaneciendo, al Hotel
donde les aguardaba la guagua que les conduciría al aeródromo para coger el
avión de vuelta. Intercambio de teléfonos, abrazos y el inevitable ¿Y cuando nos vienen a ver a Francia? A
lo que, sobre la marcha, mirando a mi hermano a los ojos le digo: ¿A que no hay huevos para irnos con ellos
ahora mismo? Fatal pregunta, porque la respuesta del moreno no tardó en
llegar. Bueno, huevos lo que se dice
huevos si que hay, pero hay un problema: no tengo ni un duro. Tranquilo
hermano, que para eso ya trabajo yo, sólo hace falta pasar por mi apartamento,
hacer la mochila y recoger la chequera. En esas fechas no existían cajeros
automáticos y, si los había, a mi la
Caja todavía no me había facilitado el plastiquito ese. Nos
despedimos de los incrédulos franceses prometiéndoles verles en el aeropuerto
para coger el mismo avión que nos llevaría, en plena resaca, a los que en otro
tiempo fueron dominios de Napoleón.
Dejamos el Hotel cuando serían más o menos, las 5,45 horas de la mañana. Subimos
al 127 amarillo y pusimos rumbo a Bajamar, al apartamento de “soltero” en el
que entonces vivía. Mientras hacíamos el petate, cogíamos el pasaporte y
rebuscábamos por las gavetas en busca de algún duro, se oyó como desde la calle alguien gritaba mi nombre.
Era una media novia mía que venía con
unos amigos igualmente de rematar la fiesta y a la que no se le había ocurrido
nada más original que pasarse a esas horas por mi nidito a que la invitara a un
café. Y a por calor supongo. Pues verás, le grité desde el balcón. No va a
poder ser porque acabamos de decidir irnos ahora mismo para Francia, pero no te
vayas que bajo. He de hablar contigo. La que me quería sorprender con la
visita, quedó atónita con la respuesta. Y más aún, cuando al llegar a su lado,
le suelto, y ¿tú no tendrás dinero y me lo prestas que a la vuelta te lo devuelvo?
Como, tras la gestión, ya teníamos diez mil pesetas de la época
en el bolsillo, ya sólo nos faltaban unas cincuenta mil más y con ese
presupuesto nos daría sobradamente para
los billetes y nuestros gastos en los cinco días que habíamos decidido quemar en las tierras de Asterix y Obelix.
Ahora sólo faltaba que la sucursal de la Caja del Aeropuerto estuviera abierta. Después de
pasar un instante por casa de mi hermano, para que recogiera sus cosas, pusimos
rumbo a Tenerife-Sur, donde aterrizamos, siempre a bordo del 127 amarillo, sobre
las 8,30 horas. Habíamos sido raudos, muy raudos. Encontramos en la terminal a
los poco a poco más recuperados franceses, quienes al vernos lanzaron, creo
recordar, un “oh,lala”, (pero con boquita -piñón) que traducido al
español vendría a ser algo así como, “oh
mamá, que va a resultar que estos
cabrones van en serio y se nos plantan en el pueblo hoy mismo”. Pero,
primer inconveniente, siempre los hay en los viajes por muy programados que estos
sean. No sólo no había sucursal bancaria en el aeropuerto sino que somos informados por
un chaqueta roja que, como era Jueves Santo, todos los bancos estaban cerrados.
Tremendo jarro de agua fría. Y ¿ahora
qué, hermano? Déjame pensar, contesté al sofocado Suso. Verás, dije tras un momento de reflexión. Como
me voy convirtiendo poco a poco en abogado de la familia, por tal razón voy
siendo depositario de ciertas confidencias, digámoslo así. Por eso sé que
abuela guarda, en el tercer estante del centro del armario del dormitorio del
fondo, junto a unas sábanas que me ha
expresado su deseo que sirvan para amortajarla cuando reciba la vista del de la
guadaña, un sobre conteniendo cien mil pesetas, para su gastos de entierro,
previsora ella que no quiere ser una carga para nadie el día que falte. Así que
sólo tenemos que ir a Santa Cruz,
convencer a la abuela para que nos haga un préstamo, volver al
aeropuerto y pillar un avión que nos
lleve hasta nuestro destino. Dicho y hecho. Salimos del aeropuerto rumbo a
Santa Cruz, en el intrépido 127 amarillo, arribando a la Capital hacia las 9,45
horas. Yuya, la abuela, se sorprendió al vernos plantados a su puerta en pleno
Jueves Santo, despeinados, con las
camisas por fuera y unas legañas enormes tras la noche sin dormir. Tal y como
habían acordado, tomó Quico la palabra y como quien no quiere la cosa, le
preguntó de sopetón: ¿Yuya, tú piensas
morirte durante los próximos, digamos, siete u ocho días? Por su puesto que
no, contestó de inmediato. Pues bien, entonces
¿ podrías prestarnos cincuenta mil pesetas, de esas que tienes en el fondo
donde solamente tú y yo sabemos, que en una semana te las devolvemos?
Provistos ya de fondos
suficientes para emprender nuestra expedición, volvimos a subirnos en el infatigable
127 amarillo, nuevamente rumbo a Tenerife-Sur, donde lo aparcamos para que se
tomara un merecido descanso, siendo las 11,15 horas, minuto más minuto menos.
Localizamos dos billetes para Madrid en el
vuelo que salía a las 12,00 horas pero en primera, no quedaban ya de clase
turista, ya que estábamos, como se ha dicho, en plena Semana Santa. Sentados por fin en una confortable butaca y
mientras nos atábamos el cinturón, vimos a nuestro lado a un caballero
sesentón, delgado, de aspecto desaliñado, ojos llorosos y dudoso aliento quien
resultó ser un marinero británico al que habían desembarcado en la Isla para que tomara el
primer avión que le devolviera a Albión y pudiera asistir, a tiempo, al funeral
de su padre que, lógicamente , acaba de
morir, porque si estuviera vivo, los hijos de la Gran Bretaña no hubiesen consentido que se le diera sepultura.
Entre la penita que llevaba el inglés, que en primera clase las copas son
gratis y que mi hermano y yo siempre hemos sido muy comprensivos y solidarios
para estas cosas, huelga describir el estado en que los tres desembarcamos en Barajas,
siendo aproximadamente, minuto más minuto menos, las 2,30 hora zulú. +*¿Eeeshso, hora zzzulúú?¡.*+
Ya en la capital de España, surgió otro pequeño problema o inconveniente de
organización en nuestra expedición a la tierra del Tour. Y hasta el pueblo ese
de Martina, que sólo sabemos que está cerca de Pau, ¿cómo llegamos? Pues en
tren, que es lo más económico. Primero hasta Irún. Después a pasar la
frontera y de ahí a llamar a Martina
para que nos rescate y cobije. El trayecto en el ferrocarril se hizo
interminable en aquél sofocante compartimento
de segunda o tercera clase. Sé que eran los asientos más baratos e incómodos,
pues había que estirar el presupuesto. Ya a medio camino nos habíamos quedado,
como no podía ser de otra manera,
profundamente dormidos cuando el “expreso
del norte” se detuvo y un señor vestido de uniforme con una placa en el
pecho en la que se leía “Renfe”, ordenó a los viajeros desalojar el vagón,
porque estaba saliendo un sospechoso e inquietante humo. Suso despierta que el tren está ardiendo. Que despiertes, que arde. Así
hasta no se sabe cuántas veces. Despertose
al fin el moreno y al ver el humo, el muy rebenque va y dice,
pero porqué no me has despertado, no ves que está todo ardiendo y no queda
nadie en el vagón?
Por fin llegamos -tras ni
se sabe cuantas horas- a nuestro pueblo de destino, aunque mejor sería decir caserío
ya que no pasaría de los cincuenta vecinos. Bueno, dos más ahora con nosotros.
Martina nos recibió con una sonrisa. Ya
les he dicho a mis padres que venían. Están encantados de poder alojarles, dijo. Total sólo se están quedando en casa,
además de mis padres y mis hermanos, unos tíos que han venido desde Normandía
con sus siete hijos a pasar el fin de semana. Pero nada, tranquilos que nos apañamos.
Ya les hemos buscado un huequito para que puedan dormir a gusto.
Cuando el padre nos saludó, no entendí bien lo que quería decir
porque se empeñaba en hablar francés y
yo, de la lengua de Edith Piaff, pues rien
de rien. Pero sí que comprendí,
ventajas del lenguaje gestual, la mirada que le lanzó a su hija: ¡Martina, te has salvado porque ya la guillotina
sólo se usa en Francia para ser contemplada en los museos¡
Del resto del viaje sólo
queda decir que fue increíble. Que pasado el primer susto, los franceses nos
acogieron de maravilla derrochando toda su hospitalidad. Que corrió durante
nuestra estancia el vino, el queso y el pernod
y que, difícilmente, se podrá repetir un viaje ni tan bien desorganizado
ni con compañía mejor.
A la vuelta a la
Isla , como la abuela seguía viva, se le reintegró su préstamo
y el dinero volvió al sobre donde
aún tuvo que esperar casi 20 años, entre las sábanas del tercer estante del
centro del armario del dormitorio del fondo, la visita del de la guadaña.
“A
mi hermano Suso, el desinquieto. En memoria de una locura que mereció la pena
compartir”.
Santa
Cruz de Tenerife a 7 de agosto de 2010.-
Quico Purriños
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