CRISIS DE SISTEMA Y REY CANALLA
JOAQUÍN URÍAS
Durante su etapa
como jefe del Estado, el rey Juan Carlos actuó como un canalla mafioso. Las
informaciones que se difunden estos días nos van dibujando un personaje cada
vez más corrupto y siniestro. Mucho me temo, sin embargo, que este afán por
cargar las tintas contra el emérito responde a una estrategia coordinada para
desligar la persona de la institución. Ante una oleada de indignación ciudadana
contra la monarquía, desde el Gobierno y la Casa Real se quiere reforzar el
relato de que se trata de comportamientos personales que no quitan legitimidad
a la institución monárquica en sí.
El Gobierno y la
Casa Real quieren reforzar el relato de que se trata de comportamientos
personales que no quitan legitimidad a la institución monárquica en sí
No sé si colará. Si
no lo hace, España se acabará deslizando hacia una crisis de sistema de
consecuencias imprevisibles. Las dos grandes cuestiones irresueltas que lastran
la configuración de España como Estado son monarquía y territorios. No se
habían logrado resolver en los últimos doscientos años y cada vez se hace más
evidente que tampoco la Constitución de 1978 hizo más que aplazarlas.
La cuestión de la
autonomía de los territorios recorre la historia contemporánea de España sin
encontrar una solución satisfactoria. La Constitución aprobada tras el
franquismo parecía abrir una puerta razonable al federalismo que hubiera podido
calmar las pulsiones separatistas. Se frustró por el empuje reaccionario y
centralista condensado en las decisiones de un Tribunal Constitucional empeñado
en volver a configurar España como un Estado unitario con una descentralización
meramente administrativa. Así se dio alas a que brotaran de nuevo las
cuestiones catalanas y vasca, hasta llegar a este momento de conflicto
permanente y creciente, en el que resulta imposible hacerse una idea de cuál es
la distribución territorial del poder en España.
Por su parte, la
monarquía ha representado en España siempre mucho más que la mera figura del
rey de turno. En el siglo XIX la lucha por la democracia se convirtió en la
lucha por quitarle poderes al rey para dárselas al parlamento y el cuerpo
electoral. Salió tan mal en la Constitución de Cádiz de 1812 que se tardó
décadas en volver a intentarlo seriamente. El rey personificaba unos intereses
que iban mucho más allá de los del monarca: los de la aristocracia económica y
la iglesia. Los poderes de la tradición. En nombre del rey se minoraba el papel
del pueblo para que estos mantuvieran su capacidad de dirección de la sociedad.
Por eso la Segunda República fue vista como el demonio por la iglesia y la
oligarquía. Y por eso Franco dio su golpe de Estado para restaurar la monarquía
y se apresuró a declarar que cedería el poder a un “sucesor a título de rey”. Y
en esas estamos.
La monarquía de la
Constitución de 1978 se presentó como un sistema moderno y democrático capaz de
aunar a todos tras el parlamento. Los sucesivos escándalos reales, la constante
utilización de la institución monárquica para amparar a la España de misas,
desfiles y banquetes y, peor aún, su descarada pérdida de imparcialidad
política a raíz del proceso independentista catalán y al hilo del resurgimiento
de una izquierda social, están poniendo en evidencia que, una vez más, esta es
la monarquía de siempre. Que la monarquía es la manera de asegurar los poderes
de la Iglesia Católica, del ejército, de la aristocracia oligárquica, de los
banqueros, los poderes fácticos madrileños y los grandes especuladores. El
apoyo entusiasta de los partidos neofascistas a la figura del rey y la
complicidad de este con aquéllos debería dar que pensar.
El problema de los
escándalos del rey Juan Carlos es ese: que ponen de manifiesto una institución
monárquica muy poco democrática y que no está al servicio de la sociedad. El
rey roba, cobra comisiones, especula y se enriquece al tiempo que cubre a sus
amigos millonarios para que también se enriquezcan. Es un engranaje de la
corrupción y del poder de quienes siempre han mandado en España más allá de las
mayorías electorales. El rey es uno de ellos y, cuando hace falta, saca pecho
para defenderlos.
Eso es lo que está
quedando al descubierto. Y aunque la estrategia de imagen pase por hundir a
Juan Carlos con filtraciones diarias provenientes sin duda de su entorno más
cercano, el daño al prestigio y la legitimidad de la institución parece
irresoluble.
Las expectativas
que creó la Constitución de 1978 se están viendo defraudadas. La falta de
actualización del texto constitucional ha vuelto a llevar a España por las
trilladas sendas de siempre: el Estado unitario impuesto a la fuerza y una
monarquía en manos de los poderes fácticos antidemocráticos. En estas
circunstancias España se comienza a acercar a un Estado fallido. La
Constitución no resuelve ya los grandes problemas sociales, que se quedan
abiertos y sometidos al conflicto constante. No tenemos un marco común, y ése
es el origen de la crispación política y social.
Entramos en una
crisis de sistema que no parece que se vaya a arreglar debatiendo sobre la
inviolabilidad del rey emérito, ni enviándolo al exilio ni siquiera metiéndolo
en la cárcel. Casi diría uno que, de nuevo, negras tormentas agitan los aires.
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