DE GUARDIANA SAGRADA A
ENTERRADA EN VIDA
ANA SHARIFE
Apenas hay datos
sobre ella. Se sabe que llevaba el cabello recogido en seis trenzas bajo un
velo blanco del que colgaban dos cintas rojas como signo de inviolabilidad. La
túnica que la cubría era blanca y sencilla, con un pasador sujeto al hombro
izquierdo, y portaba una lámpara encendida entre las manos. Su labor era cuidar
del fuego sagrado de Roma.
Según anotó Tito
Livio, en el año 337 a.C., “Minucia fue condenada a ser enterrada viva a la
mano derecha del camino en el campo maldito en la puerta Collina” por incumplir
su voto de castidad, sin más pruebas que las arrancadas a un esclavo mediante
tortura.
A la joven
guardiana se le realizó “un suplicio aterrador”, describen las fuentes. Se la
despojó de sus insignias de prestigio y religiosidad, luego se le maniató a un
tálamo y se la cubrió con un sudario como si fuera un cadáver. Una vez
preparada se le subió a una litera y se la exhibió en procesión. El cortejo
fúnebre salió del templo de Vesta situado en el ángulo sudoeste del Foro
romano, recorriéndolo entero hasta llegar a la puerta Collina, en donde se
encontraba el Campus Sceleratus, cerca de los muros de la ciudad. Los
habitantes no acudieron al acto, cerraron las puertas de sus hogares, lloraron
amargamente por ella y guardaron un riguroso luto. Una vez allí el pontifex
maximus levantó sus manos hacia el cielo y tras exclamar una plegaria se abrió
una lápida en el suelo. Minucia descendió por la escalera hasta una cripta en
la que había una lámpara, algo de pan y agua. Cuando estuvo allí abajo se la
encerró en vida. Apenas tendría 20 años. Tito Livio escribió que la única falta
de Minucia fue vestir de forma elegante.
La sacerdotisa
pertenecía a unas de las instituciones más sagradas y respetadas de Roma: las
vestales. Una orden religiosa donde ingresó como novicia a los seis años, junto
a otras cinco niñas, tras un largo proceso de selección. Fue apartada de sus
padres y llevada al templo de la diosa, donde viviría en una gran morada adyacente
al santuario, como hija de Roma. Ya no podría tener contacto físico con nadie,
ni otra vestal rozar su piel.
Las vestales se
comprometían a permanecer vírgenes durante los 30 años que duraba el servicio.
Si alguna de ellas perdía la pureza, se la condenaba
Desde su entrada al
templo, la pequeña debía llevar una vida discreta en su conducta, y al cumplir
los 16 años cuidar que no se apagase el fuego del templo que simbolizaba el
hogar de todos los romanos (la ciudad y el Estado), pues se creía que si la
llama se apagaba sería el preludio de una gran desgracia.
La castidad
adquiría connotaciones prodigiosas al representar la llama pura de Roma, y su
ausencia hacía peligrar la armonía con los dioses, con lo que las vestales se
comprometían a permanecer vírgenes durante los 30 años que duraba el servicio.
Si alguna de ellas perdía la pureza, se la condenaba por crimen incesti, y el
culpable de que la vestal rompiera sus votos era azotado hasta la muerte. Fue
con Lucio Tarquinio ‘el soberbio’, siglo VI a.C., con quien se impondría como
castigo la lapidación a las vestales.
Una muerte sin
pruebas
Sin embargo, en
once siglos de culto vestal, apenas se tienen datos de doce procesos en los que
la sacerdotisa murió azotada, bajo las llamas o encerrada bajo tierra, como
Oppia, acusada de malos presagios, u Orbinia, por mala conducta. En la mayoría
de los casos, el pontifex se limitaba a amonestarla, como hizo con Postumia,
juzgada porque vestía a la moda y hablaba de forma divertida; exculpada de todo
delito, tan solo se le solicitó desprenderse del humor y el refinamiento. Según
un manuscrito de Valerio Máximo, la joven Tuccia logró demostrar su inocencia,
y Fabia fue absuelta en un caso procesado por Cicerón.
Fue una constante
en las sociedades mediterráneas unir el bienestar de los pueblos con la
castidad de las mujeres. Un símbolo mágico presente en relatos que hablan de
sacrificios de vírgenes por el bien de la comunidad. “La inclusión de María en
los Evangelios se daría por esta influencia grecorromana en la que la
virginidad era considerada una virtud religiosa”, señala el teólogo Fernando
Muñoz. “Tras María se escondería, por tanto, el rostro de una vestal”.
Los sacrificios
solían coincidir con años de profundas tensiones para la sociedad romana,
derrotas militares, crisis políticas o epidemias. La muerte de Minucia, sin
embargo, no se sustenta ni aludiendo a la superstición del pueblo romano, clave
para entender este fenómeno. Cuando la joven vestal fue asesinada, Roma había
salido victoriosa de la Segunda Guerra Latina y la última epidemia de peste
había tenido lugar en el 472 a.C.
Según la
enciclopedia francesa Historia de las Mujeres (vol. 1), las guardianas del
fuego gozaban de enormes privilegios. “Disponían de escolta y herirlas se
castigaba con la muerte. Viajaban en carrozas que tenían derecho de preferencia
de paso, se les reservaba los mejores asientos en los espectáculos de juegos y
obras teatrales, y eran invitadas de honor de los banquetes más suntuosos de la
ciudad ofrecidos por los ciudadanos más ricos de Roma”.
Su palabra en los
juicios se consideraba “verdadera por defecto”. Su veredicto, “decisivo para
decidir sobre la suerte de un gladiador” y tenían la potestad de perdonar a un
condenado a muerte “solo con cruzarse con el reo de forma casual”. Servio
Honorato, el comentarista de Virgilio, relata que detentaban poderes religiosos
tradicionalmente reservados a los hombres y participaban en las ceremonias
oficiales de Estado. Eran las únicas mujeres que podían testar aun viviendo sus
padres, así como disponer de sus bienes y herencia sin necesidad de tutor.
“Debido a la
inviolabilidad de las vestales, los ciudadanos les confiaban sus testamentos
para asegurarse que no serían destruidos ni modificados”. De ahí que
custodiaran “la última voluntad de las personas más importantes” del momento,
como Marco Antonio, cuya lectura fue motivo de guerra, o de Julio César quien,
gracias a una vestal, se salvó de terminar en la lista de proscritos condenados
a morir que Lucio Cornelio Sila había clavado en la puerta del Foro romano.
Hordas cristianas
Gracias a Plutarco
sabemos que el fundador de la orden religiosa de las vestales fue Numa Pompilio
“el piadoso” (716-674 a. C.), un hombre de paz que dedicó sus esfuerzos a
fortalecer la religión romana y a cultivar comportamientos más amables entre
los belicosos romanos primigenios, tales como comportarse humanamente ante los
enemigos y vivir apropiadas vidas respetables.
La irrupción del
cristianismo en Roma supuso el declive de los dioses oficiales. En el año 337
la Iglesia cae en la tentación que los primeros cristianos habían rechazado
durante los tres primeros siglos, y participa “en los reinos de este mundo”. El
emperador Constantino (306-337) logra desplazar a Jesús, con Eusebio a la
cabeza, y vende sus derechos de nacimiento por una pensión fija. La sencillez
evangélica fue sustituida por el poder, la fraternidad por una estructura
jerárquica militar.
Los templos paganos
fueron derribados por las hordas cristianas y sus sacerdotes fueron desahuciados
y torturados hasta la muerte
El clero fue
cortejado y obsequiado y los obispos ascendidos al rango de altos funcionarios
del Estado. “La riqueza de la iglesia aumentó de manera espectacular. Inmensos
recursos fueron destinados a crear edificios religiosos y al sostenimiento de
la vida religiosa que tuvieron efectos adversos importantes en las finanzas
públicas. La paga de los soldados se derrochó en la manutención de multitudes
inútiles de monjas y monjes que alegaban méritos de la abstinencia y la castidad”,
señaló el historiador Edward Gibbon en Historia de la decadencia y caída del
Imperio romano (publicado entre 1776 y 1788).
Los dioses que
habían protegido Roma desaparecieron para darle su lugar al dios cristiano, y
el 7 de marzo del 321 el domingo es declarado día de descanso por primera vez
en la historia. Los templos paganos fueron derribados por las hordas cristianas
y sus sacerdotes fueron desahuciados y torturados hasta la muerte. Entre el año
315 y el siglo VI miles de romanos paganos fueron asesinados. En el año 326
Constantino ordenó la destrucción de todas las imágenes de los antiguos dioses
romanos y, mediante un edicto decretó, además, la quema de la obra Adversus
Christianos, del filósofo neoplatónico griego Porfirio, 15 libros que cuestionaban
la doctrina cristiana.
La operación quedó
cerrada en el año 376 con el edicto del emperador Teodosio “el grande”, quien
tomó la decisión de hacer del cristianismo niceno la religión oficial del
imperio mediante el edicto de Tesalónica, en 380. En el año 394, el emperador
disolvió oficialmente el santuario de las Vestales, un culto que se mantenía
desde el siglo VII a.C., sin imaginar que tras este acto se convertiría en el
último emperador en gobernar todo el mundo romano.
Mientras el
pontifex maximus suba al capitolio acompañado por una vestal, Roma mantendrá su
gloria, había dicho Horacio. Y así fue. Solo 16 años después de disolver a las
sacerdotisas que cuidaban del fuego, “el mundo romano se vio abrumado por una
avalancha de bárbaros”. La ciudad fue saqueada por las hordas de godos de
Alarico en 410 y por los vándalos en 455. Y cayó Roma.
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