NO TENEMOS REMEDIO
JUAN CARLOS ESCUDIER
Ha tenido que venir
a decirnos el Reino Unido, donde por cierto siguen muriendo diario decenas de
súbditos de su graciosa majestad por coronavirus, que estamos surfeando la
segunda ola de contagios muy alocadamente y para que la batiente no les
salpique ha impuesto una cuarentena obligatoria a todos los viajes procedentes
de España. La medida es, como dicen, la puntilla al sector turístico patrio
pero también es el aviso por megafonía y en inglés de que el emperador está
desnudo, algo que se veía a la legua y se trataba de disimular con unos pareos
de mercadillo. La gestión de los rebrotes está siendo un desastre muy español y
mucho español, propio de esta maldición que nos condena a tropezar cientos de veces
en la misma piedra.
Esta vez no hay
excusa posible porque tras doblegar la dichosa curva de infectados a costa de
durísimos sacrificios en vidas y haciendas, decaer el estado de alarma y
recuperar las comunidades autónomas las competencias sanitarias era evidente el
camino a seguir, un senda que pasaba por reforzar los recursos sanitarios,
especialmente la atención primaria, y poner en marcha un eficiente sistema de
rastreo que impidiera la transmisión comunitaria del virus. Como nada de esto
se ha hecho adecuadamente, como seguimos a salto de mata, lo fácil ha sido
culpar a los temporeros inmigrantes y a los jóvenes marchosos. Todo tiene
remedio menos la ineptitud.
La responsabilidad
de lo que está ocurriendo recae directamente en quienes en estos momentos
ejercen las competencias en materia de salud pública, es decir las autonomías,
aunque el encogimiento de hombros del Gobierno resulta entre llamativo e
indignante. Tras la primera fase, la segunda, la tercera y la nueva normalidad,
hemos entrado en la fase surrealista de la pandemia: quienes pedían el fin de
la alarma y atribuían tics autoritarios a Pedro Sánchez exigen ahora al
‘dictador’ que vuelva asumir el mando único; y quienes desde el Ejecutivo
defendían que solo con el estado de alarma podían restringirse derechos
individuales como la libre circulación parecen regocijarse de que tenían razón.
El caso es que las
comunidades han recuperado competencias pero con una mano atada a la espalda y
al albur de decisiones judiciales que han de interpretar si sus medidas se
ajustan o no a legalidad vigente. Era el Gobierno quien debía impulsar los
cambios necesarios en el ordenamiento jurídico para que los territorios
tuvieran la posibilidad de decretar confinamientos que no fueran simples
recomendaciones o cierres perimetrales de localidades y comarcas. En su
defecto, se podía haber optado por mantener un estado de alarma permanente que
atendiera las peticiones puntuales y selectivas de las autoridades autonómicas.
No se ha hecho ni una cosa ni la otra.
De las comunidades
se esperaba la previsión suficiente para atender los rebrotes que estaban por
llegar y que, al reanudarse la actividad económica y social, resultaban
inevitables. Ello requería dedicar fondos y personal a los centros de salud y
no externalizar la vigilancia epidemiológica a teleoperadores de empresas
privadas como ha hecho Cataluña y Madrid. Se explica así que, en muchos casos,
el seguimiento de los contactos de los infectados, imprescindible para evitar
la transmisión comunitaria de la enfermedad, se demore en el tiempo o no pase
de su entorno familiar más inmediato. En un momento en que un amplio porcentaje
de contagiados son asintomáticos, el descontrol en el rastreo es jugar a la
ruleta rusa con el cargador repleto de balas.
Falta personal, sí,
y sentido común, carencia que en el caso de Isabel Díaz Ayuso ya venía de
fábrica. ¿A alguien le parece normal que la presidenta de Madrid anuncie a
bombo y platillo la presentación esta semana de un plan de contingencia frente
al coronavirus con más rastreadores, más pruebas y más material? ¿Pero es que
no existía ningún plan hasta ahora? ¿Alguien sabe cuántos rastreadores hay en
Madrid o por qué esta misión ha sido adjudicada a dedo a Telefónica y a Indra?
¿Es lógico que su vicepresidente Aguado culpe al Gobierno central de no tomar
medidas efectivas en los aeropuertos cuando es Madrid, junto a Canarias, la
única comunidad que no ha impuesto algo tan elemental como la obligatoriedad de
las mascarillas? ¿Es razonable que el único ratio que se esté dispuesto a
cumplir es el del número de confesores por camas hospitalarias?
Es impresentable
también que a estas alturas siga sin funcionar adecuadamente algo tan básico
como es el sistema de notificación de los contagios, por lo que no hay manera
de saber en tiempo de real el curso de la epidemia para decidir lo más
conveniente con la antelación necesaria. El resumen es descorazonador: no se ha
previsto lo evidente, no hay soporte legal -o, cuando menos, es interpretable-
para actuaciones urgentes que impidan el descontrol de los contagios, y no hay
datos fiables sobre la extensión del virus, ya sea porque no se comunican, se
comunican tarde o por eso de que los peores ciegos son los que no quieren ver.
Lo único que nos
preocupa es conseguir que los británicos no paren de venir a beber cerveza
aunque sea a las islas, que en eso los esfuerzos de nuestra diplomacia son
denodados, porque mientras llega la digitalización, la revolución verde y el
nuevo modelo productivo seguimos siendo un país de camareros. Lo dicho: no
tenemos remedio.
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