EL BESO Y EL NÚMERO (relato)
AGUSTIN GAJATE
Cada dos o
tres semanas nos telefoneábamos, nos contábamos las novedades y quedábamos para
almorzar en los siguientes días. Una tarde, cuando la llamé, me dijo que habían
venido unas amigas peninsulares de visita y que podíamos comer todos juntos si
nos parecía bien. Le informé entonces que mi mujer estaba de baja médica con
problemas gastrointestinales y que no tenía el cuerpo para salir fuera, pero
que podían venir todas a casa y que las prepararía algunas delicias de la
cocina tradicional que no hubieran probado todavía en su recorrido por la isla.
Consultó la
propuesta con las amigas y las pareció bien, ya que la vivienda se encontraba
en medio de una finca de las medianías del Norte de Tenerife, con unas vistas
espectaculares al Valle de La Orotava, por lo que la experiencia sería similar
a la de ir a almorzar a un guachinche al aire libre, donde las mesas quedan al
abrigo y bajo la luminosa sombra de frutales y emparrados.
Preparé para
las invitadas un buen puchero y algunos entrantes: champiñones rellenos de
almogrote, croquetas de espinacas, un par de morcillas canarias y queso fresco
ahumado de Benijos a la plancha con mojos y miel de palma, aunque mi mujer tuvo
que conformarse con un poco de arroz blanco, que acabó acompañando con un
plátano y un huevo, ambos fritos. De beber quedaban unos cuantos litros de
tinto de la cosecha obtenida el año anterior, procedente de cepas de listan
negro y negramoll, cuya siguiente generación maduraba ya en la parte de la
finca dedicada al viñedo.
Preparé la
mesa en la terraza acristalada de la entrada, porque la bruma del alisio
llegaba fría cuando subía por la ladera, lo que venía bien para que entrara el
puchero y el vino, pero, cuando se dispersaba, el sol pegaba fuerte y las
moscas se volvían pesadas, por lo que era mejor celebrar aquel encuentro en un
entorno controlado, de manera que corriendo algunos ventanales y dejando las
mosquiteras se podía mantener una temperatura agradable en cada momento, sin
perder de vista el paisaje o los cadenciosos movimientos del mar de nubes.
Cuando
terminé de prepararlo todo, como si estuviéramos sincronizados, llegó mi amiga
conduciendo su coche, acompañada por dos bellas mujeres en toda su madura
plenitud y una adolescente, hija de una de ellas. Nos presentó, nos besamos en
las mejillas y abracé y besé a mi amiga, que de inmediato me abandonó para ir dentro
a saludar mi mujer.
Me quedé
fuera con las tres y las pregunté, como buen anfitrión, si les apetecía beber
algo. Las dos bellezas venían bien aleccionadas por mi amiga y quisieron probar
el vino propio de la bodega, mientras que la adolescente pidió algo de agua
fría. Ninguna quiso entrar, sino que cuando les entregue las copas y el vaso
quisieron dar un paseo por la finca, alegando que llevaban mucho tiempo
sentadas en el coche y querían estirar las piernas.
Estuvimos
dando una vuelta un rato, mientras preguntaban qué era cada árbol que no tenía
fruta en las ramas, se interesaban por las parras y miraban asombradas a las
ovejas pelibuey y cochinos negros que formaban parte de los rebaños de los
vecinos y que destacaban por diferentes entre la mayoría de las cabras que
pastaban al otro lado del barranco.
Me contaron
que vivían en Madrid y que rara vez tenían la oportunidad de recorrer un
entorno rural tan singular para ellas y que sus experiencias entre la
naturaleza se ceñían a alguna visita esporádica de fin de semana a los pinares
de las sierras que separan aquella Comunidad de la provincia de Segovia, de
camino a comer los tradicionales platos de lechazo o cochinillo que eran la
especialidad gastronómica más demandada en los restaurantes de aquellos
parajes.
Cuando el
vino desapareció de las copas regresamos a por más y nos reunimos con mi amiga
y mi mujer, que ya estaban sentadas a la mesa de palique, aunque nos
reprendieron por haber tardado tanto y dejar que se enfriaran los entrantes. No
sabía cuanto tiempo había pasado, pero era verdad que los entrantes estaban
fríos, a pesar de lo cual no quisieron que los calentara, ni que preparara algo
distinto o cortara embutido, y se los comieron igualmente hasta no quedar
ninguno.
El puchero
conservaba su calor dentro de la olla cerrada, así que la abrí y lo serví en
una gran bandeja, separando las carnes, las verduras y las garbanzas, para que
cada cual se sirviera lo que quisiera y hubiera, mientras el vino se seguía
evaporando en las copas. Sin parar de hablar en ningún momento, tanto en
conversaciones comunes como cruzadas, llegamos al postre: una tarta fría
elaborada con nata vegetal de lata, leche condensada 'light', huevo y bizcochos
empapados en el jugo del principal ingrediente: la piña de bote.
Recogí
platos y cubiertos y los dejé sobre el poyo de la cocina, para después sacar la
tarta de la nevera, dejarla sobre la mesa y volver a por los platos de postre y
cucharillas. También aproveché para preparar la cafetera grande y ponerla al
fuego, llevar las tazas para luego servir el café, junto con el azúcar, la
sacarina, la leche condensada y una jarrita con leche semidesnatada calentada
en el microondas. Pregunté si alguna quería un chupito o un copazo con o sin
hielo, pero todas declinaron amablemente la invitación.
Seguimos
conversando un buen rato después de haber terminado con los cafés, hasta que la
invitada más joven preguntó por el baño y me levanté a acompañarla para luego
volver a recoger lo que quedaba sobre la mesa y poner todo lo que había ido
dejando sobre el poyo dentro del lavavajillas. Una a una fueron pasando al baño
como si se tratara de un relevo, para luego salir fuera a dar un paseo por la
finca para seguir hablando y tratar de evadirse de la sensación de saciedad que
presionaba desde dentro del estómago y que se hacía más intensa en posición
sentada.
La madre de
la más joven del grupo se quedó rezagada, al ser la última en salir del baño, y
me propuso ayudarme en la tarea de aclarar los platos y meterlos en el
lavavajillas, lo que rehusé agradecido, pero le pedí que se quedara a hacerme
compañía y darme conversación mientras terminaba con las tareas de recogida y
limpieza de la cocina.
Me comentó
que le parecía asombroso lo que hacía y que yo consideraba de lo más normal,
porque el padre de su hija jamás se había dignado a recoger un plato, vaso o
cubierto de la mesa después de comer. Hablamos de lo complicadas que son las
relaciones de pareja y entre los miembros de una misma familia y me contó que
llevaba más de una década sin pareja y sin relaciones con ningún hombre o mujer
y que ser madre trabajadora era ya bastante estresante como para preocuparse de
la convivencia con otra persona, compartir olores y sonidos y aceptar
costumbres distintas.
Le dije que
no podía creerla, que una mujer tan hermosa como ella debía tener centenares de
pretendientes y poder elegir a un buen compañero. Reconozco que en esos
momentos me picaba la curiosidad y le pregunté de la forma más prudente que
pude si era por falta de deseo, ya que me habían dicho que muchas mujeres
tiempo después del parto no recuperan las ganas de tener sexo y que lo hacen
más por el cariño que le tienen a sus parejas que por interés propio.
Me respondió
con naturalidad que no, que seguía teniendo deseo y que se masturbaba sin
complejos cuando le apetecía. Que se sentía satisfecha y se había vuelto
perezosa a la hora de iniciar una relación e intolerante con las manías ajenas,
que era capaz de detectarlas incluso desde lejos, aunque me confesó que
últimamente lo que más echaba de menos no era precisamente un buen polvo, sino
un buen beso, de esos intensos, con lengua.
Me quedé
perplejo y parcialmente ruborizado, porque me pilló desprevenido haber llegado
a un grado tan alto de intimidad en la conversación, pero desinhibido a merced
del vino no pude dejar de ofrecerme a besarla, a lo que ella accedió acercando
sus labios a los míos y empezando por rozarlos sutilmente como quien quiere
sentir la transpiración de la piel, la respiración y los latidos del corazón a
través de un mínimo contacto.
Después sus
labios comenzaron a morder a los míos y éstos a corresponderlos, hasta que
entró en escena su lengua, primero tímida, humedeciendo mis labios, para luego
mostrarse intensa. Ambas lenguas se encontraron y en ese momento tuve la sensación
de que comenzaron juntas a bailar un tango. Apreté su cuerpo contra el mío por
la cintura, ambos excitados, y ella me abrazó mientras nuestras lenguas seguían
entrelazándose en singular danza arrabalera.
No dudé en
bajar las manos por la espalda hasta llegar a su glorioso culo y apretarlo con
energía hacia mí, mientras las lenguas ejecutaban una coreografía húmeda, con
sus pausas y sus momentos vertiginosos, siempre sincronizadas, como si toda la
vida hubieran estado ensayando para disfrutar de este instante prolongado
indefinidamente en el tiempo, ambas acompasadas a una misma música que sonaba
en nuestros cerebros... Hasta que alcanzamos un punto que no quedaba más
remedio que separarnos para llenar nuestros pulmones de aire, jadeando sutiles desde
el interior, como si fuéramos dos estrellas de 'music hall' en el colofón de un
grandioso espectáculo.
Nos quedamos
mirándonos todavía un rato más, separados a pocos centímetros pero sin llegar a
rozar ninguna parte de nuestras pieles, mientras seguíamos respirando profundo
para tratar de recuperarnos física y psicológicamente de aquella vibrante
experiencia. Fue entonces cuando entró por la puerta de fuera su amiga y nos
vio, y continuó acercándose hacia nosotros sin inmutarse.
Pasó a
nuestro lado, nos sonrió y nos comentó que tenía que ir de nuevo al baño. La
devolvimos la sonrisa ya más serenos y nos separamos un poco más, yo para
seguir con la limpieza de la cocina y ella para mirarme en excitado silencio
apoyada en el borde de la encimera. Yo la miraba a ráfagas y sus ojos y su
belleza parecían que por momentos envenenaban saludablemente mi cuerpo, hasta
que volvió del baño la amiga y la preguntó si quería ir con ella a la finca. La
respondió que sí, pero que la esperara, que ella también quería ir de nuevo al
baño.
El momento
resultó incómodo, porque no sabía si esta amiga había presenciado el beso, pero
salí del paso preguntándole qué le había parecido la comida, lo que derivó en
una conversación intrascendente, que concluyó cuando regresó del baño mi
efímera compañera del baile de lenguas y se fueron ambas en dirección a la
finca.
Cuando
terminé las tareas de recogida y limpieza fui al baño a orinar y allí me
encontré con una nueva sorpresa: sobre el espejo, en una esquina, había pintado
con carmín un número telefónico. Reconozco que actué sin pensar y mi instinto
me llevó adonde reposaba mi teléfono móvil, con el que regresé para tomar una
fotografía del número, para luego tratar de borrarlo del espejo con papel
higiénico y toallitas húmedas sin llegar a conseguirlo, por lo que acabé
recurriendo a una bayeta impregnada con lejía jabonosa para eliminar todo
rastro de escritura sobre aquella superficie.
Después de
hacer mis necesidades en el baño, salí de la casa y me sumé al grupo en la
finca, conversando amigablemente hasta que nos despedimos un par de horas
después. Nunca olvidé ese beso y nunca conseguí repetirlo con mi mujer. Me
impactó tanto, que aparece de forma recurrente en mis sueños y ese recuerdo
semiinconsciente me produce una agradable sensación de placer y nostalgia.
La imagen
con el número permaneció en el archivo de mi móvil durante varios meses y la
miraba con cierta frecuencia, hasta que un día tuve que viajar a Madrid por
trabajo. No sabía qué quería hacer: si sólo verla, volver a repetir aquel beso
o intentar compartir algo más... Hasta que al final me armé de valor para
marcar el número. Cuando contestó reconocí de inmediato la voz, pero corté la
comunicación. No era mi pareja de aquel beso de tango, sino su amiga.
No hay comentarios:
Publicar un comentario