¿LE PASA ALGO A LA UNIVERSIDAD ESPAÑOLA?
PAU MARÍ-KLOSE / JUAN RAMÓN
BARRADA
Vista
del aula magna de la Facultad de Odontología de la
Universidad
Complutense. EFE
La
pregunta es retórica. Obviamente, a la Universidad española le pasan cosas, y
muchas merecen atención. La Universidad española adolece de múltiples
problemas. Se ha hecho habitual señalar que los más importantes derivan de sus
estructuras de gobernanza, que conducen al clientelismo y la endogamia. No
seremos nosotros, que alguna vez hemos padecido en carne propia las
consecuencias de esas prácticas, quienes quitemos razón a los que lo
argumentan.
Pero
en el mapa de problemas del sistema universitario español hay muchos otros
sobre los que posar la mirada. Hay analistas que apuntan a la falta de recursos
para investigar, o para enseñar (grupos-aula demasiado grandes para ofrecer
atención personalizada, ausencia de profesores asistentes). Otros observadores
destacan la falta de incentivos. La Universidad no atrae talento, claman en
algunas banderías. O lo expulsa. O lo quema, asfixiado por la carga de trabajo
burocrático. Están los que destacan los graves problemas de dualización laboral
de las plantillas, fragmentadas entre profesores estables y bien pagados y
otros con carreras laborales precarias. También están los que creen que el
problema es la desconexión entre las enseñanzas que los estudiantes reciben en
la universidad y las demandas del mercado de trabajo.
Elijan
el relato que quieran, o varios y combínenlos. Elíjanlos todos si quieren,
recorten las puntas, salpimenten con anécdotas. Seguro que la radiografía
resultante merecerá ser atendida. La Universidad está aquejada de muchos
problemas, y son muchas las posibilidades de poner el foco selectivamente en
los que más nos perturben o encajen en nuestras premisas ideológicas.
Al
ser tantos y tan diversos son en buena medida insolubles de una tacada con
reformas, por muy buena intención que tengan los reformadores. Las
instituciones siguen inercias, se mueven dentro de la senda, y no se dejan
cambiar radicalmente de un día para otro. Los grandes proyectos de
transformación son generalmente inviables o provocan efectos colaterales no
previstos. Sigamos avanzando incrementalmente.
Pero
si hay un problema que a nuestro juicio es secundario es que no tengamos
universidades entre las 200 mejores del mundo según el Academic Ranking of
World Universities, habitualmente conocido como ranking de Shanghai. No
tenerlas significa no incorporar ninguna al selecto club del 2% de mejores
universidades en un ranking mundial de aproximadamente 12.000 universidades. Lo
consiguió la Universidad de Barcelona en varias ediciones (2014-2016). Ahora la
tenemos situada entre el puesto 200 y 500, junto a diez universidades españolas
más. No tenerla esta vez entre las 200 primeras no habla peor de nuestro
sistema universitario. Simplemente constata, una vez más, que la excelencia
mundial quizás no es la mayor virtud del sistema, lo que no resta valor a otros
méritos importantes.
Lo
que parece escandalizar sobremanera a algunos es perfectamente explicable. No
figuramos en posiciones más selectas en casi ningún ranking sobre asuntos
sociales o relativos a la administración pública. Seguramente les vendrán a la
cabeza los buenos rendimientos de nuestro sistema sanitario, ampliamente
reconocidos. Pues bien, tenemos razones para pensar que es muy bueno, pero
según un ranking del CSIC que utiliza metodología parecida al ranking de
Shanghai tenemos solo dos hospitales
entre los 200 mejores del mundo, situados en el puesto 169 y 194. Algo mejor
que las universidades, pero en el fondo las diferencias parecen bastante
pequeñas.
Es
importante señalar algunas limitaciones de este ranking que nos pueden ayudar a
templar los ánimos sobre la posición de las universidades españolas. Primero de
todo, el ranking evalúa resultados de investigación. La dimensión docente,
objetivo central de las universidades, queda fuera. En otras palabras, este
ranking apenas ofrece información sobre dónde estudiar una carrera. Segundo, el
ranking se centra en especializaciones de ciencia y apenas atiende a los
resultados investigadores de campos como las humanidades. La mayor parte de las
universidades españolas son generalistas, esto es, ofrecen docencia y tienen
profesorado que apenas puede aportar en los indicadores contemplados. Tercero,
el ranking se construye con indicadores de ‘excelencia extrema’, como artículos
en Science o Nature y premios Nobel. Llevado al mundo de los deportes, sería
como hacer campeón de liga de baloncesto al equipo que más canastas desde más
de diez metros ha sido capaz de encestar.
El
ranking de Shanghai está copado por universidades anglosajonas. Muchas de ellas
son universidades privadas, que cuentan con un volumen desorbitado de recursos
en comparación con los que manejan las universidades españolas. Como recordaba
hace unos años en un artículo de
referencia obligada el ex rector de la Universidad Carlos III, Daniel Peña, el
ranking lo encabezan universidades de élite norteamericanas (Harvard,
Princeton, MIT), que tienen presupuestos de aproximadamente 150.000 euros por
estudiante y año. Le siguen las universidades europeas que más invierten,
Oxford y Cambridge (50.000), y un elenco de otras universidades que destinan
muchos más recursos que la universidad española, cuyo presupuesto se sitúa en
torno a 6.500 euros como promedio por
estudiante y año. En los últimos años, con la crisis y las políticas de
austeridad, los recursos han tendido a disminuir, y por regla general las
universidades mantienen dignamente su posición en el ranking.
Los
abultados presupuestos de que disponen las universidades anglosajonas y algunas
de otros países les permiten realizar grandes inversiones en investigación (lo
que se traduce en publicaciones que contabilizan como puntuaciones en
componentes centrales del ranking), fichar a los mejores docentes e
investigadores y atraer a estudiantes de todo el mundo que están en condiciones
de sufragar sus costosas matrículas (o encuentran patrocinadores que lo hagan).
Recordemos que, sin ir más lejos, tenemos instituciones financieras españolas
que sufragan la educación de estudiantes españoles en esas universidades a
través de becas de excelencia, contribuyendo con ello a ofrecer oportunidades
formativas a esos estudiantes brillantes, pero también a inyectar recursos en
esos centros educativos que refuerzan sus ventajas comparativas. Nada que
objetar, pero es así. Las universidades de élite se benefician claramente del
llamado efecto Mateo: el que más tiene más recibe, y al más pobre se le priva de
los pocos recursos que tenía.
Nuestro
modelo de desarrollo universitario es la materialización de una política de
descentralización del país en la que se consagró lo que llamamos despectiva (y
probablemente de manera injusta) "café para todos". Las dinámicas a
las que conduce este proceso tienen desventajas. Todas las CCAA, e incluso
todas las provincias y ciudades medias con alguna ínfula de grandeza, han
aspirado a que sus jóvenes dispusieran una universidad o campus "a
mano", con multiplicidad de titulaciones, lo que seguramente ha dispersado
recursos, ha provocado un posible exceso de oferta y dificultades para
responder a estándares de excelencia en todos los lados.
Pero
también hay que reconocer que prácticamente todas las CCAA se han esforzado en
ofrecer enseñanza más que aceptable en alguna de sus instituciones
universitarias. Esto se traduce en una distribución bastante homogénea de
buenas universidades por el territorio, lo que garantiza el acceso de segmentos
amplios de la juventud al sistema, con efectos seguramente positivos sobre la
equidad.
Los
análisis cuantitativos no truncados en la cúspide –es decir, que no se limitan
a comentar posiciones en el ranking de 200 mejores universidades– revelan
rápidamente que el sistema universitario español sale bien parado cuando
ampliamos la foto. Como señala el profesor Julio del Corral, España cuenta con
11 universidades en el Top-500 y con 26 universidades (todas públicas) en el
Top-800. Es decir, una buena porción de nuestras universidades se encuentran en
la fracción del 7% con puntuaciones más altas.
España
se sitúa en novena posición en cuanto a número de universidades incluidas en el
Top-800, cifra similar a países como Francia, Canadá, Corea del Sur y
Australia, todos ellos con renta per cápita superior a la española. Desde este
punto de vista, la eficiencia del sistema se sitúa entre las más elevadas del
mundo. Es algo que constatan también otros trabajos. España es un país con una
amplia oferta de buenas universidades, algo de lo que no pueden presumir
precisamente algunos de los países que
se cuelan en el Top-200 de Shanghai.
Por
otra parte, las informaciones que se ofrecen habitualmente sobre el ranking
descuidan que tenemos universidades excelentes en todos los campos de
especialización. La Universidad de Granada se sitúa en la posición 45 en
ingeniería, tecnología y ciencias de la computación. La Universidad Autónoma de
Barcelona, la Universidad de Barcelona y la Universidad de Valencia se
encuentran entre las 200 primeras en Ciencias biológicas y agricultura. La
Universidad de Barcelona, la Autónoma de Barcelona y la Complutense de Madrid
entran entre las 200 mejores en Ciencias médicas y farmacia. La Universidad
Pompeu Fabra aparece entre las 100 mejores en Ciencias Sociales. Es decir, la
agregación en un ranking sintético invisibiliza la excelencia del sistema, que
existe y ofrece a nuestros estudiantes más brillantes posibilidades de formarse
en grados y posgrados de centros de primer nivel investigador.
Los
rankings –éste y otros– son instrumentos de conocimiento útiles. Pueden ayudar
a identificar defectos y alumbrar tendencias, y de este modo orientar nuestras
prioridades políticas. Pero suelen también contaminar el debate público de
juicios precipitados sobre una realidad que generalmente tiene muchos pliegues.
Haríamos flaco favor a nuestras políticas públicas si las diseñáramos a golpe
de las "evidencias" que muestra un ranking, olvidando todo aquello
que oculta.
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