FERNANDO ALONSO COMO
METÁFORA
DAVID TORRES
Las
discusiones entre los partidarios y detractores de Fernando Alonso siempre
acaban por alcanzar un punto de equilibrio sobre el que todo el mundo está de
acuerdo: Alonso es el mejor piloto lento de la historia de la Fórmula 1. De eso
no cabe la menor duda. No obstante dado que los resultados últimamente no le
acompañan, los especialistas en este complejo deporte se esfuerzan en
enseñarnos a los neófitos en los misterios del pilotaje cómo no todo consiste
en llegar el primero a la meta y en conducir más rápido que los rivales. No,
también está la puesta a punto, y aquí el piloto asturiano tampoco tiene
competidores: nadie prepara los coches como él, lo que pasa es que los prepara
para el año siguiente, cuando ya ha abandonado la escudería.
Con
Fernando Alonso ocurre lo mismo que con Paavo Nurmi, aquel mítico maratoniano
finlandés: con él no importaba tanto ver cómo ganaba la carrera sino cómo
cruzaba la meta. Nadie ha corrido jamás el último kilómetro de la maratón con
la elegancia y el poderío de Nurmi, señala William Goldman en su novela
Marathon Man, y añade que lo esencial en una maratón es trotar el último
kilómetro como si fuese el primero. De forma análoga, puede decirse que nadie
ha corrido la última vuelta con el empaque de Alonso en algunos circuitos: como
que en el acelerón final parece que todavía estuviera arrancando el coche. A
veces hasta da la impresión de que podría adelantarlo Paavo Nurmi.
Se
ha hablado mucho, también, de sus quejas extemporáneas y las malas relaciones
con su equipo de mecánicos, aunque nada más lejos de la realidad, puesto que
ningún otro piloto les da más trabajo. Por ejemplo, en la temporada 2015
abandonó cinco de las siete primeras carreras, evitando que cualquier operario
sufriera la amenaza del paro. En algunas carreras con Ferrari y con
McLaren-Honda Alonso demostró que se puede ser el mejor piloto de Fórmula 1 y
hacer a la vez una campaña de seguridad vial.
Sin
embargo, si Alonso despierta tantas pasiones encontradas no es tanto por sus
méritos deportivos como por su capacidad para movilizar el imaginario colectivo
hispánico. Desde los tiempos de la Armada Invencible de Felipe II, que no envió
sus naves a luchar contra los elementos, jamás una derrota había contado con
tantas y tan coloridas excusas. Un abandono o una pésima carrera de Alonso
jamás es culpa suya sino de la mala suerte, de su compañero de equipo, de los
mecánicos, de los ingenieros, de la aerodinámica, de la Federación
Internacional del Automóvil, de los neumáticos, del circuito, de la lluvia, de
la falta de lluvia, de una maniobra de adelantamiento chunga, de la escudería
que toque, del banderín de meta, del champán -que ese día estaba aguado-, de
los rivales, que no saben apartarse ante su grandeza o de Paavo Nurmi. Los
incondicionales y fanáticos de Alonso se llevan las manos a la cabeza, como la
Generación del 98 ante la pérdida de Cuba y Filipinas, y exclaman un verso del
Poema del Cid que llevaba siglos esperando al asturiano: “¡Dios, qué buen vasallo
si hubiese buen motor
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