EL DÍA QUE SUPE QUE
NO ERA POBRE
ILKA OLIVA CORADO
Eran
los primeros días de la década del noventa y Ciudad Peronia comenzaba a
llenarse de champas, de gente que llegaba de otros arrabales y del occidente
del país a invadir el sector al que ahora se le conoce como El Mirador.
Aquellos
eran montarrales, calles de talpetate y un mercado al aire libre, un tierrero
donde los vendedores tiraban costales y cajas de cartón para que sirviera de
mesa para poner sus ventas.
Una
parada de buses con dos o tres ruleteros, una gran planada a la orilla del
basurero del barranco del mercado, a la que con el tiempo convirtieron a punta
de pelotazos en el campo de fútbol del arrabal. Ciudad Peronia era el rostro
vivo de la miseria y el olvido. Colindaba con la aldea La Selva y el Calvario,
más arriba al pie de las montañas verde botella se instaló una base militar,
soldados en su mayoría del occidente del país, que apenas hablaban español,
niños juguetones a los que nunca les tuvimos miedo. Niños a los que con los
años les íbamos a vender helados, pupusas de chicharrón, atoles y choco bananos
y nos pagaban a fin de mes.
Para
esos años comenzamos a vender helados en el mercado, en las escuelas, en las
aldeas, en el destacamento, en donde fuera. Apenas teníamos para comer,
tortilla con sal y caldo de frijoles toda la semana, los frijoles no se tocaban
porque había que hervirlos y echarles agua para el siguiente día.
Los
días de suerte, mi papá llegaba con un poco de dinero extra y me iba con él a
La Terminal a comprar vísceras de vaca, el caldo de patas era el manjar de
aquellos años. Pero eran rarezas, sucedía de cuando en cuando.
Nuestra
casa era un cajón de block, con un cancel de tela dividíamos nuestro cuarto de
la cocina. En una cama de metal que tenía un pata coja, dormíamos los 4 hijos
de la Lila y el Guayo, para las 3 de la madrugada cuando nos levantábamos a
hacer el oficio de la casa y a preparar la venta, ya nos habían mojado las
sábanas y la ropa de orines los cumes. Las puertas y las ventanas las cubríamos
con pedazos de cartón.
El
suelo era de talpetate donde caminaban cabras, gallinas, patos, perros, ahí
mismo gateaban los cumes. Una mesa de pino y una estufa de mesa de tres
hornillas eran todo lo que teníamos en la cocina. Dos o tres trastos. Afuera un
medio tonel servía de polletón, donde mi mamá echaba las tortillas y nos
comenzaba a enseñar a tortear. Que cuando nos salían las tortillas en forma
caites (decía mi Nanoj) las sacaba del comal a medio cocer y las volvía a echar
en la masa para que las volviéramos a hacer hasta que salieran como ella
quería. Como tortillas y como todo nuestra cara (decía mi Nanoj).
Los
cumes recién nacidos parecían pollitos pelucos, blancos como la leche, nos
íbamos a la aldea a las cuatro de la mañana a comprarles un litro de leche de
vaca, recién ordeñada, solo para ellos, no alcanzaba para nadie más.
Una
tarde llegó un bus con gente que decía que llegaba por parte del gobierno y que
teníamos que ir a una casa en la calle Usumacinta a registrarnos para que nos
dieran comida, productos de la canasta básica. Nosotras sin avisarle a mi
Nanoj, agarramos camino para el lugar y nos inscribimos, dijimos cuántos
miembros habíamos en la familia y de qué trabaja mi papá, la comida la daban
racionada dependiendo los miembros de la familia y si trabajan los papás o solo
uno.
Aquella
tarde llegamos a la casa emocionadas, con una bolsa de maíz amarillo, una lata
de jamón, una lata de queso amarillo y una bolsa de leche en polvo, cuando mi
mamá nos vio llegar con nuestras once ovejas, nos preguntó de dónde habíamos
sacado todo eso, le explicamos emocionadas; y mi mamá enfureció tanto que al
típico estilo de Jutiapa, agarró el palo de la escoba y nos gritó: ¡Hijas de la
gran puta, ustedes no son pobres, no tienen necesidad, tienen trabajo, hay
gente que de verdad lo necesita! ¡Ya se me van a devolver esa comida si no
quieren que las muela a palos!
Sin
tiempo para reaccionar zampamos la carrera de regreso y en un santiamén ya
estábamos en el lugar devolviendo la comida. Aquella ración nos la iban a dar
una vez al mes, pero ahí mismo hicimos que nos borraran de la lista. Eran colas
y colas de gente que recién invadía, esperando que les dieran los alimentos.
Aquella
tarde, yo supe que la carencia en la que vivíamos no era pobreza, era solo
escasez, que había gente viviendo en la miseria, gente realmente necesitada de
aquellas bolsas de alimentos.
Y
lo aprendí de niña, mi Nanoj me lo enseñó con el palo de la escoba en la mano.
Me enseñó a ver a mi alrededor. Nunca lo he olvidado
No hay comentarios:
Publicar un comentario