HUELGAS SÍ, PERO SIN MOLESTAR
CARLOS HERNÁNDEZ
Corría
el año 1980 cuando mis padres me llevaron, sin duda por error, a ver una
película llamada… 'Y al tercer año resucitó'. Con once años recién cumplidos,
yo apenas entendía nada de la supuesta comedia satírica que se desarrollaba
delante de mis ojos. En los insufribles noventa minutos que duraba, se describía
supuestamente aquella España que empezaba a salir del franquismo. Era una
España dirigida por vagos, maleantes, maricones y putas que habían sumido al
país en el caos y la violencia más absoluta. La “genialidad” que hilaba toda la
trama era la resurrección de Franco, mientras que de la burda moraleja ya se
hacía spoiler desde el mismísimo cartel promocional de la película; en él se
veía un esbozo de retrato del dictador que sentenciaba: «No se os puede dejar
solos».
No
tengo dudas de que Tejero y el resto de golpistas que unos meses después
asaltarían el Congreso de los Diputados debieron sentirse ultramotivados tras
ver aquella impúdica denigración de la democracia. Yo, supongo que por ser un
crío, solo me quedé impactado por una escena que aún recuerdo vagamente
(perdonen si hay alguna inexactitud, pero no he vuelto a ver aquel engendro).
En una sala, una prostituta y varios maleantes beben y ríen mientras programan
caprichosamente la convocatoria de centenares de huelgas para joder a los
españoles de bien. Quizás tenga que ir al psicólogo, pero cada vez que asisto a
una campaña política y mediática para deslegitimar una huelga, me viene a la
mente aquella imagen que pintaban los herederos del franquismo de ese derecho
constitucional tan fundamental para los trabajadores.
Han
pasado casi 40 años de aquello y, sin embargo, el ataque a los huelguistas se
basa en patrones parecidos. Obviamente, los tiempos han cambiado y con ellos
las formas. Las toscas caricaturas pseudofascistas que dibujaba Fernando
Vizcaíno Casas en el libro en que estaba basada la película ya no serían tan
eficaces, pero la criminalización del trabajador viene a ser la misma. Ayer
fueron los mineros, unos malditos subvencionados; después los vagos de los
profesores; el verano pasado le tocó el turno a los privilegiados controladores
aéreos; después a los estibadores que tenían la desfachatez de pedir, entre
otras cosas, que no les quitaran sus contratos indefinidos; hace un par de
meses los trabajadores de la limpieza del aeropuerto de Ibiza, a los que no les
importaba manchar la imagen de España por su egoísta pretensión de cobrar las
nóminas atrasadas que les adeudaban sus jefes.
Hoy
salen a escena los empleados de seguridad del aeropuerto de El Prat que constituyen
un buen ejemplo, ya que representan un caso prototípico. Una gran empresa, en
este caso la mayoritariamente estatal Aena, tiene externalizada la mayor parte
de sus servicios “para ahorrar costes”. Con ese fin otorga la concesión al
mejor postor, esta vez Eulen, que se compromete a ofrecer la misma prestación a
un precio muy inferior. Casualmente, y ya de paso, la empresa adjudicataria
tiene vínculos con dirigentes políticos afines o con amiguetes (entre los
directivos de Eulen figura la hermana del presidente de la Xunta de Galicia).
No hay que ser muy inteligente para, al margen de sacar las debidas
conclusiones de esas relaciones familiares, suponer que la reducción de costes
solo será posible bajando los salarios y la calidad del servicio. Así, un trabajador
de seguridad de El Prat, con la subrogación a Eulen, pasó a perder cerca de un
20% de su sueldo, de la noche a la mañana. Los nuevos contratos se depreciaron
más del 30% hasta quedarse en 900 euros netos mensuales. Menos sueldo y más
trabajo porque se alargaron los turnos y se les obligó a incrementar el ritmo
debido a la falta de personal. ¿Y de
verdad les sorprende que esté pasando lo que está pasando?
Ante
todo esto, los responsables de Aena, es decir el Gobierno, dicen que el
problema no va con ellos; y, lo que es peor, buena parte de los pasajeros de El
Prat afectados por la huelga, en lugar de arremeter contra la empresa, la toman
con los trabajadores. "Se pueden reivindicar los derechos laborales de
otra manera, sin molestar a nadie", decía un turista español en
televisión, harto de esperar horas en la cola del control de seguridad. La
frase de este ciudadano, siguiendo la estela marcada por numerosos políticos y
tertulianos, resume perfectamente el estado
de la cuestión. Hay mucha gente, y entre ella numerosos trabajadores, jubilados
y hasta parados, que ha comprado la idea de que se pueden y se deben convocar
huelgas que no molesten a nadie.
Si
ya este derecho constitucional se encuentra más que pisoteado por las reformas
laborales de los últimos gobiernos y por la imposición de unos servicios
mínimos generalmente abusivos, ahora parece que debemos dar un paso más. Quizás
habría que inventar las huelgas-ficción o, mejor aún, las huelgas virtuales en
las que los trabajadores tengan que seguir ejerciendo sus tareas, pero se les
permita aparecer fotografiados, con los brazos caídos, en sus perfiles de las
redes sociales. Seguro que los empresarios se cagaban de miedo y aceptaban,
inmediatamente, sus reivindicaciones. Puede parecer ridículo, pero quizás no
estemos tan lejos de ello; hace ya años que se planteó seriamente la creación
de un “manifestódromo” en las afueras de Madrid para que desfilasen por él los
colectivos agraviados sin molestar al resto de los mortales; y últimamente nos
resulta más cómodo protestar en Twitter y tranquilizar nuestras conciencias
firmando una petición en Change.org que echarnos a la calle para reivindicar
nuestros derechos.
Después
de tanto tiempo y de tanta lucha, quizás las nuevas tecnologías combinadas con
el discurso ultraliberal imperante consigan aquello que, sin duda, soñó aquel
escritor franquista que no dudó en resucitar literaria y cinematográficamente a
su queridísimo dictador
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