LA UTÓPICA IGUALDAD DE
LAS MUJERES
JOSÉ
OVEJERO
Imagen
de la película 'Wonder Woman', de DC Comics
Una
diosa no puede desplegar todos sus poderes sin el amor de un hombre. Así están
las cosas. Da igual que Wonder Woman haya pasado su infancia y juventud rodeada
sólo de mujeres; da igual que tenga superpoderes. Sólo cuando él le dice “te
amo” descubre ella todo lo que vale. Y por supuesto no es un hombre cualquiera:
es un hombre blanco (los otros personajes: un indio impenetrable y distante, un
moro estafador, típico y tópico y un escocés también tópico, borrachín y
cobarde, que no cuentan como pretendientes). Así que nada de veleidades con
otras razas ni con la homosexualidad. Lo que a una diosa le falta es un hombre
de verdad, un buen hombre blanco y anglosajón bien dotado, pues él se encarga
de decirle que el tamaño de su pene está por encima de la media.
Qué
difícil es pensar fuera de los prejuicios no expresados de tu época. Qué
difícil es imaginar un futuro de igualdad entre hombres y mujeres, incluso para
autores y autoras que lo desean, porque el propio concepto de igualdad es
escurridizo. Hasta el punto de que para imaginar mujeres emancipadas y libres
ha sido en muchos casos necesario pensarlas aisladas, sin hombres, amazonas
atemporales. Como en Herland, de Charlotte Perkins Gilman, donde nos
encontramos con esa sociedad pacífica y próspera de mujeres que se reproducen
por partenogénesis. Escrita en una época en la que abundaron las historias de
amazonas, que aunque permitían desvelar la injusticia y la brutalidad (no sólo
hacia las mujeres) en la sociedad en la que se escribieron, lo hacían al precio
de crear una imagen femenina perfecta, ideal, inalcanzable. La exigencia de
perfección es también una forma de represión.
Ya
en el siglo XIX había numerosos autores que se ocupaban de ese problema
candente en la sociedad: el trato injusto hacia las mujeres. Veían que no
bastaba con prestar atención a la explotación de los trabajadores, también era
imprescindible pensar en las mujeres independientemente de su clase. Aunque
aquella preocupación diese lugar a extraños frutos. H. G. Wells, en Una utopía
moderna, llegaba a la evidente constatación de que las mujeres son inferiores
en muchas cosas a los hombres, y por ello, para poder subsistir, necesitan
casarse. Pero como no parecía justa al autor esa dependencia económica, ni
tenía suficientemente en cuenta la aportación de las mujeres a la sociedad,
proponía la obligación de los maridos de dar un salario a sus mujeres, siempre
que fuesen castas y fieles, con una bonificación por cada hijo, que se
incrementaría si el niño se desarrollaba bien y se mostraba educado y
trabajador, y con bonificación adicional si el niño era superior a la media.
Por supuesto, tales emolumentos irían unidos a la prohibición para la mujer de
trabajar fuera de casa salvo que tuviese suficiente dinero como para pagar a
personal que cuidara de los hijos. La mujer se constituía así en factoría
procreadora, en nodriza necesitada una y otra vez de gestar para tener una vida
sin preocupaciones. (Así que El cuento de la criada viene de lejos).
Es
una interesante manera de velar por la independencia (sic) y la libertad (sic)
de la mujer: al fin y al cabo, ser madre no es imponerle una obligación,
pensaban, puesto que ésa es su función natural.
Por
su parte, Edward Bellamy, en Equality, iba mucho más lejos. En esta
continuación de Mirando atrás, ambientada también en el año 2000, se hace una
crítica muy severa a la condición de casi esclavitud en la que vivían las
mujeres a finales del XIX, cuando se escribió la novela. La visión de Bellamy
es tan radical, tan moderna, que incluso lleno de admiración por las mujeres
que lucharon por sus derechos, señala lo que hoy señalarían muchas feministas
de nuestros días: que no eran revolucionarias, sino reformistas; que sus
objetivos eran poder votar, algunos cambios en la legislación sobre propiedad
en caso de divorcio y en la tutela de los hijos… pero que no llegaron a
imaginar la posibilidad de una igualdad absoluta. En los inicios del XXI,
cuenta el narrador, las cosas han cambiado: mujeres y hombres reciben
anualmente un crédito idéntico del Estado, y cada individuo, hombre o mujer,
realiza los trabajos para los que esté más cualificado. Las mujeres, que ya no
dependen de un “buen matrimonio” para sobrevivir, han dejado de conceder tanta
importancia a la belleza y a los adornos, no son sumisas en sus relaciones con
los hombres. Su vida social y laboral es tan intensa como la de los varones
gracias también a que el Estado ha centralizado y mecanizado buena parte de las
labores caseras. Y sin embargo…
Sin
embargo, aunque la mayoría de las ideas de Bellamy son tan avanzadas que siguen
sin realizarse, el narrador es un hombre, el doctor que explica la realidad con
carácter enciclopédico es un hombre, y la joven, aunque también le explica
algunas cosas, no se distingue en mucho de cualquier personaje femenino del
XIX. El ambiente en la familia descrita por Bellamy no consigue alejarse del de
cualquier bonachona familia patriarcal.
Ya
decía que no es fácil pensar una sociedad radicalmente distinta y que los
propios prejuicios nos pasan desapercibidos. ¿No parecía Barbarella en los
setenta el exponente máximo de la liberación femenina? Aquella heroína
poderosa, independiente, enérgica, sexualmente libre, elegía a sus amantes y no
al revés, pero no dejaba de ser un producto de fantasías masculinas –quizá
habría que decir de sueños húmedos-. A ella, como a tantas otras heroínas de
cómic, la vemos desnuda en decenas de ocasiones y su cuerpo obedece al canon
erótico masculino –en realidad, se parece sospechosamente a Brigitte Bardot-,
como le sucederá a Valentina y a Modesty Blaise: su sexualidad, tan libre, en
el fondo está atada a lo que nosotros, los hombres, deseamos ver. Y la fantasía
cercana es que si se acuestan con quien quieren, ¿por qué no conmigo? La mujer
hipersexualizada no es libre, es un producto de consumo, un ente de ficción que
se propone como modelo inalcanzable.
Pero
ya sé que no estoy descubriendo nada nuevo. Todo está escrito (yo aquí sólo
mezclo el cóctel), por ejemplo en La dialéctica del sexo, de Shulamith
Firestone. La ensayista afirma que la igualdad se habrá conseguido únicamente
cuando una parte considerable del trabajo lo realicen máquinas y cuando se haya
conseguido acabar con la maternidad. “El embarazo es la deformación temporal
del cuerpo del individuo en interés de la especie”. Y también: “El embarazo es
barbarie”. Porque para ella el origen de la desigualdad tiene que ver tanto con
la división del trabajo en la sociedad patriarcal como con la esclavitud que
supone tener que parir. En una sociedad en la que la ciencia se ocupe tanto de
la producción como de la reproducción muchos de los obstáculos que se
encuentran en el camino de la liberación desaparecerán por sí solos. Aunque
utópica, Firestone es de todas formas lo suficientemente realista como para
asumir que la transformación llevará tiempo y peleas, y que habrá que aceptar
fases intermedias e imperfectas pero menos destructivas para la mujer –y
también para los niños- que las costumbres del patriarcado capitalista.
No
hace falta que me detenga ahora en todas las críticas realizadas a las
propuestas más revolucionarias que utópicas de Firestone –que he resumido aquí
de forma muy basta-. Pero lo que queda claro en su libro es que pensar la
igualdad de la mujer en el futuro exige salir del terreno conocido, imaginar,
especular. Porque, si ni siquiera somos siempre capaces de percibir la
opresión, ¿cómo vamos a combatirla? Quizá por eso algunas autoras han decidido
visibilizarla invirtiendo los papeles: en novelas como Las hijas de Egalia o en
el mucho más interesante relato largo La cuestión de Seggri, de Ursula K.
Leguin. Estas historias funcionan volviendo visible lo invisible al imaginar
sociedades en las que las mujeres tienen el poder y definen los valores de la
sociedad: lo que es normal, y por tanto imperceptible, en relación con un sexo,
resulta absurdo aplicado al otro. Que para un hombre sea indecoroso salir a la
calle sin sujetador (de pene) o que las mujeres se rían ante la posibilidad de
que un hombre desee estudiar parece ridículo, y sin embargo ha sido la realidad
para las mujeres durante siglos. Es verdad que en ambas historias se va más
lejos en el trato opresivo a los hombres de lo que sufren las mujeres hoy, pero
no tanto como nos gustaría pensar.
Aunque
quizá la manera más interesante de acercarse a la igualdad de la mujer no es
intentar imaginar el futuro, sino –y así define su trabajo Ursula K. Leguin-
especular, es decir, no pretender prever lo que sucederá en cien o en mil años,
sino sencillamente mirar el mundo e imaginarlo diferente, que es la manera
oblicua de verlo tal cual es (no puedes imaginarlo distinto sin conocer sus
detalles). Y es ahí donde la reina madre de la ciencia ficción, o, más bien, de
la especulación, logra sus mejores obras. Imaginando, por ejemplo, habitantes
de otras galaxias que van mutando de un sexo a otro, no son hembras ni machos
ni algo entremedias y tampoco tienen una sexualidad continua: en sus épocas de
estro, según ciertas variables, adoptan una sexualidad femenina o masculina, de
forma también que pueden quedarse embarazadas pero al final del embarazo
convertirse, quizá pasajeramente, en machos; y por supuesto, ser hembra no
significa que tengas sexo sólo con hembras, todos son bisexuales y todos son
macho y hembra en distintos momentos. Otra posibilidad igualmente fascinante:
hay planetas en los que no se casan un hombre y una mujer, sino que un hombre
de uno de los dos grupos en los que está dividida la población se casa con un
hombre y una mujer del otro grupo –y con ellos realiza actividades sexuales- y
con alguien del sexo opuesto perteneciente al propio grupo, pero no tiene
relaciones sexuales con él o ella. ¿Complicado?, pregunta la narradora. A los
seres humanos no les gustan las cosas sencillas.
Alterar
aquello que puede parecernos inmutable nos hace mirar de otra manera nuestra
propia realidad, apreciar su contingencia. Y por tanto nos hace dudar de todos
los tabúes, hábitos e imposiciones sociales que aceptamos como evidentes; por
ejemplo, nuestra concepción del papel de la mujer en la sociedad. No sé si las
mujeres en el futuro dejarán de parir, como quería Firestone, ni si lo haremos
los hombres, como en las historias de Ursula K. Leguin o en la estremecedora
Bloodchild, de Octavia E. Butler. En esta última, una especie extraterrestre
utiliza a varones y hembras de otra especie para que gesten a sus hijos, larvas
que se van alimentando de su portador. Pero sin llegar a esos extremos, si hoy
nos parece increíble que hace pocas décadas una mujer casada no pudiese abrir
una cuenta corriente sólo a su nombre, hay que preguntarse qué es lo que
considerarán increíble, pongamos el siglo que viene, y que hoy ni siquiera nos
llama la atención, o que incluso puede pasar por feminista, como la patética
figura falsamente emancipada que es Wonder Woman
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