MADRID NO ES EL OMBLIGO DE ESPAÑA
Imagen de
archivo de la calle Gran Vía de Madrid - Julius Silver/ Pixabay
Vive Madrid en una realidad paralela con respecto al resto de España. El punto de vista del Madrid mediático y político es cada día más tóxico y menos inclusivo. Ser la sede de las principales instituciones del Estado no otorga patente de corso para dictaminar cuál es el foco que hay que aplicar al resto de territorios. Mucho menos si se trata de un país tan diverso como el nuestro, tan distinto en maneras de entender la vida, la cultura y las costumbres, tan rico en idiomas y tradiciones y con políticos en cada comunidad que son elegidos por sus gentes para defender la singularidad de su tierra. No, Madrid no entiende esto ni quiere entenderlo.
El
pasado jueves, en las inmediaciones del Arco del Triunfo de Barcelona, le daba
vueltas a estas reflexiones cuando me encontraba a primera hora de la mañana
entre las miles de personas que esperaban la aparición de Carles Puigdemont
en escena, tras casi siete años fuera de Catalunya. Cuando el ex president
llegó, habló cuatro minutos y acto seguido se esfumó delante de nuestras
narices pude imaginarme, por previsibles, cuáles serían los titulares del día
siguiente en los periódicos madrileños. No me hizo falta esperar, porque
sucumbí a la tentación de sintonizar según que emisoras de ámbito nacional y
entre ellas parecían competir a ver quién soltaba mayores miserias. Los
periódicos del viernes superaron mis expectativas: "Puigdemont vuelve a
humillar al Estado con la complicidad del Gobierno", titulaba ABC;
"Puigdemont se burla de España y un Illa cómplice es investido
presidente", podía leerse en la primera de El Mundo;
"Puigdemont consuma una nueva afrenta al Estado ante el silencio del
Gobierno", pontificaban en El Confidencial... ¡Ea!
Como
ha escrito Suso del Toro, el estilo agresivo que utiliza el periodismo
español cuando se refiere a Puigdemont es "el mismo lenguaje denigratorio
e infame que el franquismo utilizaba contra quienes cuestionaban el régimen.
Mercenarios prácticamente unánimes al servicio del denunciante, Vox, y
Llarena". Sería bueno guardar a buen recaudo titulares, textos y
grabaciones que permitan estudiar a conciencia, pasados unos años, la
propaganda política totalitaria que nos toca soportar en estos tiempos. Quien
califica de rebelde la manera de hacer política de Carles Puigdemont se olvida
de llamar así a según qué jueces dedicados a truncar carreras de políticos, a
base de abrir sumarios donde claramente no hay caso, y años más tarde cerrarlos
cuando ya han conseguido que las víctimas abandonen.
Conviene
no olvidar que al partido de Puigdemont, el destino le regaló hace poco más de
un año la posibilidad de ser decisivo para la supervivencia del Gobierno de
coalición del estado. Hacen mal quienes se dedican solo a burlarse y denigrar
las tocatas y fugas de su líder. También sería bueno no olvidar que todos los
países europeos donde en algún momento fue detenido se negaron a extraditarlo y
que ha sido parlamentario en Bruselas y Estrasburgo sin ningún problema para
ejercer sus funciones. Igual no es tan payaso ni está tan loco como en Madrid
se empeñan en afirmar. En palabras de Gerardo Tecé, "en el mundo
hay 195 países y hasta el pasado jueves Puigdemont podía circular libremente
por 194. El 195 tocó ese día, y solo por pocas horas, así que igual la cosa no
es para tanto".
Pues
claro que no es para tanto. La opción política que defiende Junts puede contar
con mayor o menor respaldo, pero tiene exactamente la misma legitimidad que la
de quienes, desde los cenáculos madrileños, aspiran a dictar las, a su juicio,
irrebatibles verdades por las que debemos regirnos el resto, ya seamos
asturianos, andaluces, vascos o catalanes. Madrid se empeña en que España sea
lo que ella quiere que sea. Y eso no solo no cuela ya, sino que colará cada vez
menos. La oferta de Salvador Illa durante su debate de investidura como
flamante president de la Generalitat, ofreciendo diálogo a todas las fuerzas
que componen el Parlamento de Catalunya, excepto a los fascistas intolerantes,
va justo por ese camino.
Lo
que hizo Puigdemont el jueves pasado puede gustar más o menos, pero fue un acto
de indiscutible significado político protagonizado por el líder de una
formación imprescindible para los dos grandes partidos del Estado. Pronto se
cumplirán treinta años del día en que José María Aznar pasó del Pujol,
enano, habla castellano a proclamar que él también hablaba catalán en la intimidad.
También pactó con el PNV y hasta puso en marcha conversaciones con ETA.
No es posible hacer política desde Madrid vituperando e intentando humillar al
resto de territorios del Estado y lo saben.
"Con
mi encarcelamiento, ustedes han decidido que yo no pueda ver crecer a mis dos
hijos, pero no van a impedir que les pueda dejar la dignidad de haber defendido
unas ideas legítimas y nobles, no van a impedir que les de testimonio de mi
compromiso. La esperanza siempre es más poderosa que el miedo y después de
nosotros siempre vendrán más". Quien pronunció estas palabras cuando fue
juzgado en el Supremo se llama Josep Rull, estuvo en prisión tres años y
cuatro meses y, a día de hoy, es el presidente del Parlament de Catalunya. El
mundo mediático-político madrileño puede no estar de acuerdo con sus ideas,
pero no tiene ningún derecho a discutir su legitimidad. Mucho menos a
menospreciarlas o intentar ridiculizarlas.
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