LA LACRA DEL RACISMO
ANTONIO ANTÓN
Sociólogo y politólogo
Un supermercado destrozado tras el
ataque de la extrema derecha británica en Belfast, Irlanda del norte.- Rebecca
Black / PA Wire / dpa
El racismo masivo y violento ya está en Europa. Hace unas semanas se manifestó a gran escala en numerosas ciudades de Gran Bretaña. Fueron auténticos pogromos, ataques violentos generalizados, con destrucción de bienes, viviendas y comercios, contra población de origen inmigrante, principalmente musulmana. Organizados por grupos de extrema derecha, que se aprovechan de las profundas brechas sociales y culturales que han reforzado los gobiernos conservadores en estos años. A la perplejidad inicial en la sociedad británica y la permisividad e incomprensión de los principales medios junto con la inacción de algunas autoridades, ha seguido una movilización popular antirracista y una respuesta dubitativa del reciente gobierno laborista que ha frenado esa ofensiva ultraderechista.
Sin
embargo, la gravedad y dimensión de estos hechos, junto con la fuerte
tendencia xenófoba y antinmigración de estos años en Europa, requiere un
diagnóstico adecuado y, sobre todo, una estrategia de prevención y acción
contra el racismo. En particular, es insatisfactorio el consenso europeo,
condicionado por las ultraderechas, entre la derecha tradicional y la
socialdemocracia en torno a la problemática política migratoria recientemente
aprobada con la prioridad de la defensa de las fronteras y la rebaja de la
cultura de los derechos humanos y las políticas de integración sociocultural y
solidaridad internacional.
Por
tanto, la prevención y el tratamiento del racismo constituye un reto
interpretativo y sociopolítico, en torno a dos ejes combinados: la
integración social y la convivencia intercultural. Se trata de afrontar la
involución derechista y segregadora respecto de la inmigración, su
disciplinamiento como mano de obra barata, su sometimiento a una situación
subordinada y con menos derechos y la división social respecto de las capas
trabajadoras autóctonas y entre la propia población inmigrante.
Al
igual que con el antifeminismo, frente a los avances de condiciones
igualitarias y derechos emancipadores feministas, con el racismo se ha
reforzado una ofensiva cultural reaccionaria. Pero, también, se intenta
consolidar la discriminación de una parte significativa de las capas populares
e influir en el aparato de poder institucional europeo, con el acceso a
posiciones gubernamentales como en Italia y otra media docena de países.
El
raismo y las dinámicas de extrema derecha no solo buscan la complicidad de una
parte del poder establecido, especialmente con la penetración en el aparato del
Estado -fuerzas de seguridad, judicatura- y los medios de comunicación, sino
que buscan ampliar su legitimidad social con el apoyo de sectores populares,
particularmente de clases medias y capas trabajadoras en descenso de estatus
socioeconómico -no solo en el ámbito rural o tradicionalista-. Se pretende
reconducir sus malestares y resentimientos y movilizarlos utilizando los
supuestos agravios comparativos y estimulado sus ventajas étnico-nacionales o
de raza (o de sexo). O sea, con el socorrido criterio trumpiano o
neofascista de la culpabilización del más débil y la primacía 'nacional'.
Se
produce una conversión discursiva: la responsabilidad de los recortes sociales,
las deficiencias de los servicios públicos, los retrocesos de estatus y
reconocimiento interpersonal e institucional, el malestar social..., ya no
deriva de los de arriba, los poderosos, las grandes instituciones
globalizadoras o el propio mercado y el capitalismo; la culpa la tiene el
nuevo chivo expiatorio que destruye la nación, el orden social o la cultura
del país: la inmigración, a veces centrada en la irregular o la
musulmana.
Veamos
primero algunos datos, para luego volver sobre el doble eje de integración
social y convivencia intercultural y cívica, asentados en el bienestar social,
como exigencia de los derechos humanos, y en los valores universalistas
-libertad, igualdad, solidaridad, laicismo...-, y lejos del eurocentrismo
asimilacionista o el nacionalismo excluyente.
Inmigración creciente
En
España, el porcentaje global de población de origen inmigrante,
significativa desde los años noventa, todavía es bastante bajo en relación
con otros países europeos como Reino Unido, Francia y Alemania. Sin
embargo, en algunos barrios, comarcas y pueblos hay una alta concentración
inmigrante en relación con la población autóctona, generándose, a veces, situaciones
de conflicto entre ambos colectivos.
Los
atentados xenófobos y las expresiones de rechazo social a los inmigrantes más
relevantes se produjeron en julio de 1999, en ciudades de Cataluña como
Terrassa, y en febrero del 2000 en El Ejido (Almería), con especial virulencia
y la confrontación de las dos comunidades, la autóctona y la inmigrante -en
este caso de origen magrebí-. En estas décadas se han producido distintos
altercados pero, sobre todo, con la consolidación de la ultraderecha, se ha ido
divulgando y expandiendo el racismo, la intolerancia y las posiciones
excluyentes hacia la inmigración, principalmente de origen musulmán y
subsahariano.
No
hace falta recordar la campaña electoral criminalizadora de VOX contra los
repudiados menores extranjeros no acompañados o el reciente boicot del
Partido Popular al reparto equitativo de adolescentes emigrantes llegados a
Canarias.
La
población inmigrante ha tenido una actitud silenciosa en la arena pública. La
visibilidad de la diversidad étnica ha ido tomando cuerpo, hasta expresarse en
la propia selección masculina de futbol, en el reciente campeonato europeo, con
efectos simbólicos y deportivos positivos.
En
este cuarto de siglo ha ido creciendo la población inmigrante, incluso a un
ritmo superior que otros países europeos, que tienen un asentamiento de varias
generaciones. La población extranjera no comunitaria, gran mayoría inmigrantes,
alcanza más de cuatro millones de personas, más del 10% respecto de la
población nativa; de ellas cerca de medio millón en situación irregular. A ello
hay que añadir los dos millones de origen comunitario y europeo -incluido el
Reino Unido-, con una parte significativa acomodada -jubilados, técnicos y
directivos- que no entraría en el concepto de inmigración 'pobre'.
La
población inmigrante en España es más joven que la media autóctona y con un
porcentaje superior de actividad laboral y empleo. Junto con el origen magrebí, subsahariano y del
Este, el contingente más numeroso es el proveniente de América Latina, con
mayores similitudes culturales y lingüísticas.
Además,
una cuarta parte de las criaturas nacidas tienen al menos un progenitor de ese
origen inmigrante, o sea, en un porcentaje más del doble respecto de los nacimientos
con ambos progenitores de origen nacional. Esa mayor presencia infantil y
adolescente ya se deja notar en el mundo educativo, en particular en la escuela
pública, que exige un sobreesfuerzo docente, integrador y de convivencia,
frente a la tendencia separadora de la promoción de la escuela concertada y
privada, que dificulta una experiencia colectiva compartida. Para la próxima
década esa infancia y adolescencia, mucha nacionalizada como española, va a
suponer un desafío de integración laboral y capacidad convivencial.
Integración social imprescindible
El
racismo es una expresión supremacista de una colectividad para imponer y
justificar la discriminación de grupos sociales racializados o por motivos
étnicos-nacionales, que lleva a la segregación y su subordinación frente a
las ventajas de los autóctonos, desde una visión uniforme y jerarquizada de la
sociedad.
Estamos
ante un doble plano: socioeconómico e institucional, con la necesidad de
reformas sociales y democráticas estructurales; sociocultural y de convivencia,
con un combate ideológico-cultural contra la propaganda segregadora y su
fundamentación discursiva, junto con elementos actitudinales como el
respeto, la tolerancia, el diálogo intercultural o la solidaridad. No se trata
de una dicotomía rígida entre la primacía de lo material-económico o lo
cultural, entre las versiones más economicistas o más culturalistas. Las
estrategias contra el racismo deben partir de la realidad de la diversidad
étnica y la interacción de esas facetas con una perspectiva
multidimensional.
Como
enfoque hay que superar las deficiencias de los dos modelos dominantes en
Europa que han demostrado sus insuficiencias: el asimilacionismo francés y
el multiculturalismo anglosajón. Para las fuerzas progresistas constituye una
tarea la superación la división social y el respeto democrático y de los
derechos humanos, frente a las tendencias autoritarias y punitivas con ese
sesgo racista y xenófobo. Y es una responsabilidad de las propias instituciones
políticas, así como de los medios de comunicación y redes sociales, para no
dejarse arrastrar por las informaciones falsas y la tergiversación que
promueven el miedo y el odio al ‘otro’.
E,
igualmente, concierne a las propias poblaciones inmigrantes o recién
nacionalizadas, en una interacción convivencial con la población nativa que
debe tender a la tolerancia, el reconocimiento mutuo y cierto mestizaje. Es
decir, a configurar puentes convivenciales y elementos sociales y culturales
comunes y revisar los componentes identitarios fuertes de cada
parte.
El
aspecto principal para atajar es la generación de un proceso de marginación
social, reforzado por una dinámica específica de estigmatización de la gente
inmigrante, llegada por motivos económicos o su inseguridad vital. Esa
trayectoria discriminatoria, muchas veces no reconocida oficialmente, es lo que
le da a la diversidad cultural una gran relevancia. La xenofobia se centra
no en la población extranjera rica o acomodada, sino que el racismo ataca
preferentemente a la gente vulnerable considerada inferior. Así, se
manipulan y desprecian sus distintas tradiciones culturales, su diferente color
de piel o, simplemente, sus expectativas igualitarias y de ascenso
social.
Por
tanto, la situación de la inmigración pobre, proveniente del Sur global, se
agrava por unas iniciales condiciones sociales desfavorables. Alguna de
ella 'sin papeles', es decir, sin posibilidad de reconocimiento de los derechos
civiles y sociales básicos, con dificultades para el acceso a la sanidad
pública o a la vivienda y, particularmente, a un mercado de trabajo formal y
con plenos derechos laborales. Así, este tipo de inmigración se aprovecha para
rellenar una parte de empleos precarios rechazada por la población autóctona,
imponer el abaratamiento de la mano de obra e incrementar los beneficios
empresariales.
En
ese sentido, la integración social y laboral es fundamental, con la
garantía de los plenos derechos sociolaborales y de acceso a los servicios
públicos. Es difícil su implementación en una estructura socioeconómica basada
en la desigualdad y la segmentación social, a las que se suma la discriminación
étnica, pero es imprescindible.
Convivencia intercultural necesaria
El
segundo tema, el diálogo intercultural y la convivencia cívica, es más complejo
para su interpretación y el equilibrio de las actitudes a promover. El problema
es la creación de un nuevo estigma para distinguir a esos colectivos
inmigrantes y catalogarlos públicamente como 'otros', potencialmente
'delincuentes' y 'peligrosos' para el orden social o 'destructivos' para la
homogeneización cultural-nacional. Se amplían estereotipos despreciativos,
muchos latentes en cierta tradición cultural e histórica (moros, negros...), y
se genera un tipo de alarma social o pánico moral ante las supuestas
degradaciones de 'nuestros' valores tradicionales considerados la
'normalidad' convivencial.
En
definitiva, existen unas normas básicas de convivencia que deben ser iguales
para todas las personas, para nacionales y extranjeras, y respetadas por todas.
Supone modificar determinadas actitudes para promover pautas de conducta,
referencias simbólicas y culturales y valores compartidos que hagan posible el
diálogo intercultural y faciliten la convivencia, superando la simple
separación y, más aún, la segregación espacial y la prepotencia interpersonal.
Sólo así se podrá tener una argamasa básica sobre la que realizar un permanente
proceso de encaje intercultural, una negociación del intercambio social y
cultural, basado en la voluntariedad y el acuerdo mutuo.
Por
tanto, frente a la reafirmación identitaria y excluyente de cada grupo social, se
trata de reconocer y regular la diversidad étnica y el pluralismo sociocultural
y, al mismo tiempo, conformar una dinámica unitaria y solidaria de deliberación
democrática y de ciudadanía política y social compartida. Y todo ello con unos
principios básicos comunes de no-discriminación, respeto a la propia voluntad
individual o colectiva y diálogo y negociación cultural.
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