SEQUÍA EN SEPTIEMBRE
JONATHAN
MARTÍNEZ
Periodista
Protestantes
antifascistas en el Reino Unido.- EFE/EPA/NEIL HALL
En un relato de William Faulkner titulado Sequía en septiembre, hay un rumor que se propaga por todo Jefferson como un incendio en la hierba seca. Dicen que un negro ha agredido a la señorita Minnie Cooper. Los hombres discuten en el aire estancado de la barbería y uno de los empleados jura que Will Mayes está libre de culpa, lo conozco bien, es un buen negro. Entonces un cliente monta en cólera y acusa al barbero de mentiroso y de negrófilo, lárgate al Norte, en el Sur no queremos indeseables como tú. Primero hay que averiguar la verdad, insiste el barbero. ¿Pero qué verdad ni que ocho cuartos? Donde haya un buen prejuicio, que se aparte la realidad.
La historia
habría quedado en una charleta de fin de semana si no hubiera entrado en el
establecimiento el militar McLendon, un hombre de acción, un
tipo dispuesto a convertir la ira verbal de la turba en un linchamiento. La
disposición gregaria de los hombres de Jefferson encuentra por fin todos los
pretextos para la violencia: una víctima sin voz ni voto, un sospechoso y un
líder resuelto a pasar por encima de la justicia y de la verdad. Porque a
McLendon le trae sin cuidado la verdad y así lo reconoce. Da igual que el rumor
sea incierto. Hay que escarmentar a un negro antes de que ocurran males
mayores.
En muy escasas
líneas, Faulkner resume los mecanismos mentales que han sostenido el
supremacismo blanco en Estados Unidos y que tantas veces desembocaron en
marabuntas encolerizadas y crímenes extrajudiciales. Hubo que esperar a 2022
para que el Congreso reconociera el linchamiento como delito federal. En la
memoria borboteaba aún el nombre Emmett Till, un chaval de catorce años
cuyo cuerpo desfigurado apareció flotando en el cauce del río Tallahatchie en
el verano de 1955. Dos hombres blancos lo acusaron en falso de haber hostigado
a una mujer. Era un chico de piel negra, cantaba Bob Dylan, así que nació para
morir.
Tras la lógica
del linchamiento opera la percepción de que la justicia institucional es
insuficiente, lenta, demasiado permisiva y garantista para nuestra sed
instintiva de venganza. De esa mentalidad preilustrada no solo nacen las
inercias linchadoras sino también un amplio surtido de iniciativas
parapoliciales, comandos de vocación salvífica dispuestos a tomarse la justicia
por su mano, desde las rondas negras neofascistas del Movimiento Social
Italiano hasta los vigilantes trumpistas de Kyle Rittenhouse, el adolescente
que en 2020 mató a tiros a dos personas en las manifestaciones antirracistas de
Kenosha.
Las dinámicas
linchadoras han hecho fortuna al calor de las redes sociales. En 2013,
tras el atentado de la maratón de Boston, varios usuarios de Reddit comenzaron
a identificar a personas de piel oscura a las que consideraban sospechosas. Por
entonces, un muchacho de ascendencia india llamado Sunil Tripathi se encontraba
en paradero desconocido. Los justicieros del teclado y el ratón lo creyeron en
la clandestinidad del terrorismo y asediaron a su familia con amenazas y
exabruptos. Al cabo de unos días, el cuerpo de Tripathi apareció flotando en el
río. Se había quitado la vida unas semanas antes.
Cada modalidad
de ciberacoso dispone de su propio neologismo: flames, stalking, doxing,
sextorsión, un dilatado repertorio de agresiones digitales que acarrean consecuencias
más allá de los algoritmos y los píxeles. Hubo un tiempo en que creímos que
la realidad virtual sería un reflejo pálido y lejano de la realidad material.
Ha ocurrido exactamente lo contrario: las mentiras virtuales, lejanas y
pálidas, son capaces de inmiscuirse en la vida real y desatar descalabros de
toda índole. Así ocurrió en Reino Unido, donde los bulos cibernéticos salieron a la calle y se encarnaron
en pogromos raciales. Hay palabras que llevan la semilla
de un incendio.
En medio de la
conmoción he leído algunas opiniones optimistas. Leo, por ejemplo, que debemos
oponer la verdad a la mentira y que los datos son más poderosos que los
rumores. Es una idea bien intencionada pero de un candor irresistible. En
primer lugar, porque las noticias falsas corren más rápidas que los
desmentidos. En el confundidero de las redes, el bulo es inmediato y
parasita el tiempo de los verificadores. Pero es que ni siquiera la verdad
es suficiente para convencer a aquel que ha decidido chapotear feliz en su
propia fantasía. Primero hay que averiguar la verdad, dice el barbero de Sequía
en septiembre. Y los linchadores se chotean en su cara.
Otras voces
mucho más expeditivas reclaman el amparo de la Justicia. Es hora de
acotar la impunidad, legislar y exigir a los tribunales que pongan orden en
esta pocilga. Ahora, al calor del crimen de Mocejón, la Fiscalía ha reaccionado con soluciones de emergencia
y hasta reclama que el Código Penal restrinja el acceso a internet a los
instigadores del caos. Desde aquí enarcamos la ceja con ciertas precauciones.
¿En qué laureles duermen los agentes que encabezaron con tanto brío las redadas
de la Operación Araña? ¿Por qué deberíamos confiar en una judicatura que ha
pervertido la figura del delito de odio para perseguir a activistas sociales y
amparar a la ultraderecha?
Es posible que
a menudo nos pueda la rabia. Que cunda un sentimiento de impotencia. Que nos
inviten a capitular y arrojar la toalla. Por eso es tan importante recordarnos
la obligación de permanecer humanos allí donde los traficantes de odio han
abolido la empatía. Y cuando la turba linchadora venga a por ti o a por mí
o a por tu vecina —porque vendrán, siempre vienen—, más vale que nos encuentren
en compañía, con las ideas claras y sin ninguna intención de mirar hacia otro
lado. Que el antifascismo no es una veleidad ideológica ni un vestido de
temporada sino un permanente requisito ciudadano.
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