UNA GRAN RESPONSABILIDAD
No todo el mundo es capaz de sentarse en el sofá por
la noche y relajarse sabiendo que la pared de su casa está hablándole
veinticuatro horas a toda una ciudad
Señal de la calle Chicarreros, en Sevilla. /
Siempre me ha parecido una
responsabilidad silenciada que sobre la fachada de una vivienda descanse el
azulejo, letrero o cartel que da nombre a una calle. No es un simple nombre,
como argumentarán algunos con mirada miope, ya que ese nombre ordena la ciudad,
ubica paseantes y sirve como punto de encuentro. Por no hablar de la función de
representación que ejerce sobre las decenas, cientos o miles de personas unidas
por la dirección postal que indica ese “simple” nombre que cuelga de la ventana
de tu casa.
Como ser presidente de mesa en unas elecciones o jurado en un tribunal, ser anfitrión y responsable de una señalización de tal importancia no es algo que uno elija. Una vez me tocó. El casero me enseñó el baño e incidió en que la placa de ducha era tan nueva que aún podía olerse la colonia del operario que había ido a instalarla. Se explayó en la funcionalidad de la cocina, habló maravillas de la luz que entraba por las dos habitaciones y presumió de la versatilidad de un salón en el que podías permitirte pegar la tele a la pared que quisieras sin que aquello desentonase. Pero ni pío de lo que había pegado al otro lado de la pared. No habló del azulejo que uno podía tocar con sus manos al salir al balcón a fumar. No lo culpo. Cuando uno quiere alquilar su piso es lógico que destaque las características que al cien por cien de la población le gustarán y silencie las que pueden generar controversia en buena parte de ella. No todo el mundo es capaz de sentarse en su sofá por la noche y conseguir relajarse sabiendo que la pared de tu casa está hablándole veinticuatro horas a toda una ciudad.
¿Se verá bien? ¿No lo habré oscurecido
de tanto fumarle al lado? Nadie quiere cargar con la culpa de que un cartero se
despiste o una primera cita acabe en lágrimas porque el polvo acumulado, la
nicotina de tus cigarros o las partículas de contaminación sin limpiar acabaron
por hacer ilegible la señalización bajo tu custodia. No hay un teléfono
habilitado por las administraciones públicas para los ciudadanos a los que les
ha tocado esta tarea cuando una lluvia de barro se abre paso en el cielo. No
hay protocolos que digan cómo se limpia –si es que hay que limpiarlo– o qué
tipo de plantas puedes poner en el balcón teniendo en cuenta que, si crecen
demasiado, podrían tapar la señalización poniendo la ciudad patas arriba.
Por no haber, no hay ni cultura de
reconocer la existencia de este asunto. Los notarios no escriben que, junto a
la vivienda de la que usted va a ser titular, además de trastero anexo en
azotea, le toca usufructo de ese azulejo que todos disfrutan y usted debe
salvaguardar. No se habla, pero hay leyes no escritas al respecto. Quien, al
entrar a vivir a un piso, se encuentra con esta problemática, asume de manera
natural, casi innata, que le ha tocado ejercer el cargo de monarca en una
democracia parlamentaria. Puede y debe ejercer representación, pero no puede ni
debe tomar decisiones por su cuenta. Si, harto de salir al balcón y leer Calle
de las Angustias, usted, persona vitalista y animada, decidiese cambiar la
Angustia por la Alegría, estaría cometiendo alta traición contra el callejero.
Debe esperar pacientemente a que la historia pase por la pared de su casa. A
que, en uno de esos eventos que suceden cada 80 años, un pacto municipal lleve
a una ordenanza que a su vez lleve a un operario a llamar a su timbre. Cincel
en mano preguntará por dónde se accede al balcón.
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