LA LACRA DEL RACISMO
POR ANTONIO ANTON
El racismo masivo y violento ya está en Europa. Estos días se ha manifestado a gran escala en numerosas ciudades de Gran Bretaña. Se han producido auténticos pogromos, ataques violentos generalizados, con destrucción de bienes, viviendas y comercios, contra población de origen inmigrante, principalmente musulmana. Han estado organizados por grupos de extrema derecha, que se aprovechan de las profundas brechas sociales y culturales que han reforzado los gobiernos conservadores en estos años. A la perplejidad inicial en la sociedad británica y la permisividad e incomprensión de los principales medios junto con la inacción de algunas autoridades, ha seguido una movilización popular antirracista y una respuesta dubitativa del reciente gobierno laborista que ha frenado esa ofensiva ultraderechista.
Sin embargo, la gravedad y dimensión de
estos hechos, junto con la fuerte tendencia xenófoba y antinmigración de estos
años en Europa, requiere un diagnóstico adecuado y, sobre todo, una estrategia
de prevención y acción contra el racismo. En particular, es insatisfactorio el
consenso europeo, condicionado por las ultraderechas, entre la derecha
tradicional y la socialdemocracia en torno a la problemática política migratoria
recientemente aprobada con la prioridad de la defensa de las fronteras y la
rebaja de la cultura de los derechos humanos y las políticas de integración
sociocultural y solidaridad internacional.
Por tanto, la prevención y el
tratamiento del racismo constituye un reto interpretativo y sociopolítico, en
torno a dos ejes combinados: la integración social y la convivencia
intercultural. Se trata de afrontar la involución derechista y segregadora
respecto de la inmigración, su disciplinamiento como mano de obra barata, su
sometimiento a una situación subordinada y con menos derechos y la división
social respecto de las capas trabajadoras autóctonas y entre la propia
población inmigrante.
Al igual que con el antifeminismo,
frente a los avances de condiciones igualitarias y derechos emancipadores
feministas, con el racismo se ha reforzado una ofensiva cultural reaccionaria.
Pero, también, se intenta consolidar la discriminación de una parte
significativa de las capas populares e influir en el aparato de poder institucional
europeo, con el acceso a posiciones gubernamentales como en Italia y otra media
docena de países.
El racismo y las
dinámicas de extrema derecha no solo buscan la complicidad de una parte del
poder establecido, especialmente con la penetración en el aparato del Estado
-fuerzas de seguridad, judicatura- y los medios de comunicación, sino que
buscan ampliar su legitimidad social con el apoyo de sectores populares,
particularmente de clases medias y capas trabajadoras en descenso de estatus
socioeconómico -no solo en el ámbito rural o tradicionalista-. Se pretende
reconducir sus malestares y resentimientos y movilizarlos utilizando los
supuestos agravios comparativos y estimulado sus ventajas étnico-nacionales o
de raza (o de sexo). O sea, con el socorrido criterio trumpiano o neofascista de la culpabilización del
más débil y la primacía ‘nacional’.
Se produce una conversión discursiva: la
responsabilidad de los recortes sociales, las deficiencias de los servicios
públicos, los retrocesos de estatus y reconocimiento interpersonal e
institucional, el malestar social…, ya no deriva de los de arriba, los
poderosos, las grandes instituciones globalizadoras o el propio mercado y el
capitalismo; la culpa la tiene el nuevo chivo expiatorio que destruye la nación,
el orden social o la cultura del país: la inmigración, a veces centrada en la
irregular o la musulmana.
Veamos primero algunos datos, para luego
volver sobre el doble eje de integración social y convivencia intercultural y
cívica, asentados en el bienestar social, como exigencia de los derechos
humanos, y en los valores universalistas -libertad, igualdad, solidaridad,
laicismo…-, y lejos del eurocentrismo asimilacionista o el nacionalismo
excluyente.
Inmigración creciente
En España el porcentaje global de
población de origen inmigrante, significativa desde los años noventa, todavía
es bastante baja en relación con otros países europeos como Reino Unido,
Francia y Alemania. Sin embargo, en algunos barrios, comarcas y pueblos hay una
alta concentración inmigrante en relación con la población autóctona,
generándose, a veces, situaciones de conflicto entre ambos colectivos.
Los atentados xenófobos y las
expresiones de rechazo social a los inmigrantes más relevantes se produjeron en
julio de 1999, en ciudades de Cataluña como Terrassa, y en febrero del 2000 en
El Ejido (Almería), con especial virulencia y la confrontación de las dos
comunidades, la autóctona y la inmigrante -en este caso de origen magrebí-. En
estas décadas se han producido distintos altercados pero, sobre todo, con la
consolidación de la ultraderecha, se ha ido divulgando y expandiendo el
racismo, la intolerancia y las posiciones excluyentes hacia la inmigración,
principalmente de origen musulmán y subsahariano.
No hace falta recordar la campaña
electoral criminalizadora de VOX contra los repudiados menores extranjeros no
acompañados o el reciente boicot del Partido Popular al reparto equitativo de
adolescentes emigrantes llegados a Canarias.
La población inmigrante ha tenido una
actitud silenciosa en la arena pública. La visibilidad de la diversidad étnica
ha ido tomando cuerpo, hasta expresarse en la propia selección masculina de
futbol, en el reciente campeonato europeo, con efectos simbólicos y deportivos
positivos.
En este cuarto de siglo ha ido creciendo
la población inmigrante, incluso a un ritmo superior que otros países europeos,
que tienen un asentamiento de varias generaciones. La población extranjera no
comunitaria, gran mayoría inmigrantes, alcanza más de cuatro millones de personas,
más del 10% respecto de la población nativa; de ellas cerca de medio millón en
situación irregular. A ello hay que añadir los dos millones de origen
comunitario y europeo -incluido el Reino Unido-, con una parte significativa
acomodada -jubilados, técnicos y directivos- que no entraría en el concepto de
inmigración ‘pobre’.
La población inmigrante en España es más
joven que la media autóctona y con un porcentaje superior de actividad laboral
y empleo. Junto con el origen magrebí, subsahariano y del Este, el contingente
más numeroso es el proveniente de América Latina, con mayores similitudes
culturales y lingüísticas.
Además, una cuarta parte de las
criaturas nacidas tienen al menos un progenitor de ese origen inmigrante, o
sea, en un porcentaje más del doble respecto de los nacimientos con ambos
progenitores de origen nacional. Esa mayor presencia infantil y adolescente ya
se deja notar en el mundo educativo, en particular en la escuela pública, que
exige un sobreesfuerzo docente, integrador y de convivencia, frente a la
tendencia separadora de la promoción de la escuela concertada y privada, que
dificulta una experiencia colectiva compartida. Para la próxima década esa
infancia y adolescencia, mucha nacionalizada como española, va a suponer un
desafío de integración laboral y capacidad convivencial.
Integración social
imprescindible
El racismo es una expresión supremacista
de una colectividad para imponer y justificar la discriminación de grupos
sociales racializados o por motivos étnicos-nacionales, que lleva a la
segregación y su subordinación frente a las ventajas de los autóctonos, desde
una visión uniforme y jerarquizada de la sociedad.
Estamos ante un doble plano:
socioeconómico e institucional, con la necesidad de reformas sociales y
democráticas estructurales; sociocultural y de convivencia, con un combate
ideológico-cultural contra la propaganda segregadora y su fundamentación
discursiva, junto con elementos actitudinales como el respeto, la tolerancia,
el diálogo intercultural o la solidaridad. No se trata de una dicotomía rígida
entre la primacía de lo material-económico o lo cultural, entre las versiones
más economicistas o más culturalistas. Las estrategias contra el racismo deben
partir de la realidad de la diversidad étnica y la interacción de esas facetas
con una perspectiva multidimensional.
Como enfoque hay que superar las
deficiencias de los dos modelos dominantes en Europa que han demostrado sus
insuficiencias: el asimilacionismo francés y el multiculturalismo anglosajón.
Para las fuerzas progresistas constituye una tarea la superación la división
social y el respeto democrático y de los derechos humanos, frente a las
tendencias autoritarias y punitivas con ese sesgo racista y xenófobo. Y es una
responsabilidad de las propias instituciones políticas, así como de los medios
de comunicación y redes sociales, para no dejarse arrastrar por las
informaciones falsas y la tergiversación que promueven el miedo y el odio al
‘otro’.
E, igualmente, concierne a las propias
poblaciones inmigrantes o recién nacionalizadas, en una interacción
convivencial con la población nativa que debe tender a la tolerancia, el
reconocimiento mutuo y cierto mestizaje. Es decir, a configurar puentes
convivenciales y elementos sociales y culturales comunes y revisar los
componentes identitarios fuertes de cada parte.
El aspecto principal para atajar es la
generación de un proceso de marginación social, reforzado por una dinámica
específica de estigmatización de la gente inmigrante, llegada por motivos
económicos o su inseguridad vital. Esa trayectoria discriminatoria, muchas
veces no reconocida oficialmente, es lo que le da a la diversidad cultural una
gran relevancia. La xenofobia se centra no en la población extranjera rica o
acomodada, sino que el racismo ataca preferentemente a la gente vulnerable
considerada inferior. Así, se manipulan y desprecian sus distintas tradiciones
culturales, su diferente color de piel o, simplemente, sus expectativas
igualitarias y de ascenso social.
Por tanto, la situación de la
inmigración pobre, proveniente del Sur global, se agrava por unas iniciales
condiciones sociales desfavorables. Alguna de ella ‘sin papeles’, es decir, sin
posibilidad de reconocimiento de los derechos civiles y sociales básicos, con
dificultades para el acceso a la sanidad pública o a la vivienda y,
particularmente, a un mercado de trabajo formal y con plenos derechos
laborales. Así, este tipo de inmigración se aprovecha para rellenar una parte
de empleos precarios rechazada por la población autóctona, imponer el
abaratamiento de la mano de obra e incrementar los beneficios empresariales.
En ese sentido, la integración social y
laboral es fundamental, con la garantía de los plenos derechos sociolaborales y
de acceso a los servicios públicos. Es difícil su implementación en una
estructura socioeconómica basada en la desigualdad y la segmentación social, a
las que se suma la discriminación étnica, pero es imprescindible.
Convivencia
intercultural necesaria
El segundo tema, el diálogo
intercultural y la convivencia cívica, es más complejo para su interpretación y
el equilibrio de las actitudes a promover. El problema es la creación de un nuevo
estigma para distinguir a esos colectivos inmigrantes y catalogarlos
públicamente como ‘otros’, potencialmente ‘delincuentes’ y ‘peligrosos’ para el
orden social o ‘destructivos’ para la homogeneización cultural-nacional. Se
amplían estereotipos despreciativos, muchos latentes en cierta tradición
cultural e histórica (moros, negros…), y se genera un tipo de alarma social o
pánico moral ante las supuestas degradaciones de ‘nuestros’ valores
tradicionales considerados la ‘normalidad’ convivencial.
En definitiva, existen unas normas
básicas de convivencia que deben ser iguales para todas las personas, para
nacionales y extranjeras, y respetadas por todas. Supone modificar determinadas
actitudes para promover pautas de conducta, referencias simbólicas y culturales
y valores compartidos que hagan posible el diálogo intercultural y faciliten la
convivencia, superando la simple separación y, más aún, la segregación espacial
y la prepotencia interpersonal. Sólo así se podrá tener una argamasa básica
sobre la que realizar un permanente proceso de encaje intercultural, una
negociación del intercambio social y cultural, basado en la voluntariedad y el
acuerdo mutuo.
Por tanto, frente a la reafirmación
identitaria y excluyente de cada grupo social, se trata de reconocer y regular
la diversidad étnica y el pluralismo sociocultural y, al mismo tiempo,
conformar una dinámica unitaria y solidaria de deliberación democrática y de
ciudadanía política y social compartida. Y todo ello con unos principios
básicos comunes de no-discriminación, respeto a la propia voluntad individual o
colectiva y diálogo y negociación cultural.
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