GORDA QUE TE QUIERO GORDA
La waterpolista española Paula Leiton celebra un tanto
ante Australia durante el partido por el oro de waterpolo femenino de los
Juegos Olímpicos de París 2024. EFE/ Lavandeira Jr.
Durante la mili, esa institución carcelaria donde te hacían hombre sin preguntar primero, me harté de oír historias de superación personal; quiero decir, que cuanto más grande fuese la burrada que soltaba un recluta, no tardaba el siguiente en contar otra que la superaba con creces. Aparte de fumar y de darle al frasco, poco más podía hacerse en aquel cuartel de Burgos una vez terminada la instrucción y repartidos los papeles. Pero quizá la burrada más grande que escuché en aquel período de reclusión involuntaria tuvo lugar en un viaje de vuelta a Madrid, en el coche de un recluta novato que nos contó a los cuatro compañeros que regresábamos con él una historia que estuvo dando tumbos en mi cabeza durante treinta años.
La historia era que sus amigos y él
solían comenzar las noches del sábado con una competición que consistía en ver
quién se ligaba a la chica más gorda. Se repartían las partidas de caza por
diversas discotecas de la zona y, un par de horas después, los cazadores
regresaban del brazo de su presa hasta la puerta de un bar de Aurrerá donde las
muchachas se iban mosqueando al ver que todos ellos se conocían. Al llegar el
último de ellos, las ponían todas juntas frente a una pared y entonces medían
el diámetro a ojo de buen cubero. "Ha ganado Juanmi, como siempre"
decía el conductor, antes de explicar cómo él y sus amigos se iban muertos de
risa, dejando al cónclave de gordas en solitario, para que se fuesen
conociendo.
Las carcajadas se repetían en el coche
y, para mi vergüenza, debo confesar que yo también me reí, aunque algo en la
crueldad salvaje de esa broma se me debió quedar incrustado en el alma. De otro
modo, no se explica que muchos años después, cuando estaba escribiendo una
novela que se acabaría titulando Cartas a las novias perdidas, la
incluí a la hora de explicar el intento de suicidio de un personaje, Úrsula,
que había sufrido durante su adolescencia las burlas y humillaciones por su
físico desmesurado y que, finalmente, en plena madurez, se había transformado
en una tía buena no pese a sus kilos de más, sino gracias a ellos.
Con sus 96 kilos de peso y su 1,87 de
altura, Paula Leitón bien podía encarnar a mi personaje en una adaptación
cinematográfica y, de hecho, su respuesta a los comentarios que pretendían
ridiculizarla no desentonarían en boca de la doctora Úrsula: "Me
resbalan". Vivimos en un mundo en la que el ideal de belleza femenina
tiende a la dieta del espárrago hasta el punto de que, no hace muchos años, en
unas fotos promocionales del Festival de Cannes, le adelgazaron digitalmente la
cintura, la cadera y las piernas nada menos que a Claudia Cardinale. Poco más
se puede esperar de este mundo anoréxico que hoy consideraría obesas sin
remedio a mitos eróticos de la talla de Marilyn Monroe o Ava Gardner.
Yo he sido gordo toda la vida, uno de
esos gordos aficionados siempre rondando los diez kilos de sobrepeso; por eso
mismo entiendo el pullazo de los comentarios de esos imbéciles, la mayoría de
los cuales me imagino tecleados desde un sofá mientras se rascaban las lorzas.
Pero, como he dicho más de una vez, las gordas no es que tengan mala prensa: es
que no tienen ninguna. No puedo recordar una sola gorda memorable de la
literatura, mientras que gordos los hay a patadas, empezando por Falstaff y
concluyendo en Ignatius Reilly. Puesto que no estoy al día en esto del
olimpismo, no recuerdo ahora en qué lugar de Twitter vi la foto de otro jugador
de waterpolo, ancho, con barriguita y michelines, al que muchas mujeres
piropeaban, con gran asombro del público masculino. Yo mismo me veía bastante
reflejado en la imagen, aunque, para mi desgracia, voy camino de una edad en la
que ya no sé si ir a Tinder, a Meetic, a First Dates o directamente al Imserso.
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