R. F. KUANG O LA
NECESIDAD DE LA VIOLENCIA
La autora de origen chino propone en sus novelas pensar sobre la acción
violenta como (¿única?) herramienta de las clases desposeídas para luchar por
un mundo más justo
Una huelga de obreros en Vizcaya (1892) / Vicente Cutanda y Toraya
Dicen que sois los elegidos de un dios. ¿Qué os hace
ser así? “El odio”, pensó Rin.
“El odio y una vida de sufrimiento infligida por gente
como tú”
Confieso, aquí, que tengo ganas de quemarlo todo, de gritar y de romper cosas. A veces, incluso, de ir más allá, de dirigir la violencia contra quienes considero que lo merecen. No es una cosa puntual, no son fogonazos; siempre está ahí, ardiendo incesante, aunque hay días especialmente inflamables en los que concilio el sueño visualizando desahogos –verbales, pero también físicos– contra los señoritos de turno que personifican las frustraciones concretas que me afectan en cada momento. No estoy siendo frívolo, hablo de frustraciones surgidas de ataques frontales contra mi dignidad o la de personas a las que quiero: jefes despóticos, misóginos orgullosos, caseros criminales, clasistas redomados, policías policías –no se me ocurría un epíteto que describiese mejor el abuso violento de poder, de ahí el doblete–.
No me ha sido fácil plasmar esta
confesión, como tampoco es fácil convivir con una rabia tan profunda que
termina por calar incluso en los cimientos de las casas que le han dado cobijo,
como esa Carcoma (2021, Amor de Madre) que sirvió a Layla Martínez para
crear la mejor oda a la rabia de clase que se ha escrito jamás. Desde que
nacemos nos enseñan a huir de las pasiones contundentes, combativas, a
ocultarlas cuando florecen en nosotras; a ser comedidas en el enfado, aunque
también en la alegría. A tragar, sin límite.
El éxito del adoctrinamiento es
total, sobre todo en la población femenina y/o racializada, víctimas
principales de este instrumento cultural de control. Y no solo en lo que
respecta a la autocensura: el rechazo que puede sentirse ante una tercera
persona –de nuevo, especialmente en el caso de las mujeres y/o las personas
racializadas– que muestra sus enfados y los articula en discursos furiosos
forma parte de este código moral que sanciona todo lo que se salga de la
contención emocional. Su funcionamiento puede simplificarse a través de la
jerarquía razón/emoción, que sacraliza la primera y la convierte en la única
vía válida de conocimiento y expresión, mientras que arrincona las emociones en
el terreno de lo ridículo o lo directamente patológico con la intervención de
las disciplinas “psi”.
A falta del cierre de la trilogía,
que llegará a España este próximo mes de septiembre, la serie La guerra de
la amapola de R. F. Kuang (1996, Cantón) ya ha dejado patente la brillante
capacidad de profundización en cuestiones políticas que puede desplegar la
autora china. Tanto en la primera como, más específicamente, en la segunda
entrega, La república del Dragón (2024, Hidra), Kuang se adentra en un
estudio narrativo del enorme poder que otorga la rabia de las históricamente
oprimidas. Lo hace mediante la creación de una magia cuyo potencial destructivo
es inconmensurable y se alimenta del dolor heredado de generaciones y generaciones
que vivieron –y, sobre todo, murieron– bajo el yugo de la violencia, la
explotación y la deshumanización.
La protagonista, Rin, último eslabón
de esa genealogía de las marginalizadas, es una fuente constante de debate
entre utilizar su poder, a sabiendas de que conllevará una devastación
indiscriminada que arrancará muchísimas vidas inocentes además de la
propia humanidad –“Te consume. Te hace arder hasta que ya no queda
nada de ti”–, o mantener una paz más que discutible –“¿Cómo puedes
llamar paz a la muerte y la esclavitud?”–.
En ese contexto, Kuang explora,
entre otros, el tema de la religión como régimen desactivador de la rabia. Los
hesperianos, trasunto ficcionado del Occidente colonizador, tienen un dios que
recuerda mucho al cristiano y que confronta con lo que ellos llaman el Caos:
“Nuestro Arquitecto Divino no es
omnipotente. Es poderoso, sí, pero libra una lucha constante para crear orden
en un universo que se inclina inevitablemente hacia una estado de disolución y
desorden. A esa fuerza la llamamos Caos. (...) [El Caos] Tiende a aparecer más
a menudo en lugares como el del que provienes tú: subdesarrollados, poco
civilizados y bárbaros”.
Ese orden les coloca a ellos,
claro, en una posición de absoluto dominio sobre el resto de pueblos, culturas
y religiones, además de establecer una legitimidad explícita para la opresión
sobre ciertos grupos poblacionales: los “subdesarrollados” lo son por
incidencia del antidios, su particular demonio caótico, así que solo queda
reducirlos a la mínima expresión por orden divina. Hay que ver cómo es la
fantasía de exagerada, ¿eh? Ya solo faltaría que unos pretendiesen erradicar a
los otros aduciendo motivos religiosos y el resto del mundo se dedicase a
criminalizar la resistencia de esa población víctima de un genocidio. Levantad
la cabeza. Ups.
Sea por motivos religiosos o,
directamente, por formar parte de los elementos fundacionales de toda una
cosmovisión –como dicen los mapas en las plantas bajas de los centros
comerciales: tú estás aquí–, la asunción de la jerarquía razón/emoción como una
verdad universal afianza los pilares de una sociedad heteropatriarcal y
racista. Que el único conocimiento válido sea el que se adquiere mediante la
contemplación y el estudio teórico, y los únicos discursos que merecen atención
sean los sosegados, asegura el silenciamiento sistémico de las voces a las que
se han arrebatado el tiempo para pensar racionalmente y la calma de
saber que se tiene un espacio de expresión. Detrás de toda esta basura
supremacista, evidencias de que es posible generar conocimiento a través del
cuerpo y las emociones: el enfado visceral ante una situación concreta ayuda a
identificar injusticias estructurales que de otra forma pasarían desapercibidas.
El cuerpo y las emociones piensan. (Para profundizar sobre el tema no hay nada
mejor que este artículo de Dau
García-Dauder y Grecia Guzmán Martínez.)
En último término, mutilar este
flujo de aprendizaje no-racional niega la agencia e impide la
organización subversiva de quienes tienen todos los motivos para sentir rabia
ante el reparto del mundo. No es solo que se desprecien las conclusiones
alcanzadas y las exigencias que surgen de ellas, también hay una
criminalización exagerada de cualquier mínimo intento de expresión del
descontento. Manifestarse en las calles es de extremistas y delincuentes –“poco
civilizados y bárbaros”, el Caos–, mejor escribid un artículo o un libro.
¿Sabéis quiénes cuentan con las condiciones mínimas necesarias para esto
último? Efectivamente: quienes menos motivos tienen para querer cambiar las
cosas. Y, por fin, ha llegado un momento que llevo paladeando desde que
concebí esta columna. Hablemos de Babel.
Obra magna de R. F. Kuang, y en mi
opinión también de toda la literatura de lo que va de siglo XXI –le he dado
muchas vueltas a esta frase antes de añadirla: no, no me parece una
exageración; leed este libro–, Babel: una historia arcana (2022, Hidra)
dedica el grueso de sus 700 páginas a indagar sobre cuáles son las
posibilidades de las clases desposeídas a la hora de influir verdaderamente en
el statu quo, con el objetivo de avanzar hacia un modelo más justo. El
título original, acortado en castellano, da una pista sobre el camino por el
que va a transitar la narración: Babel: or the necessity of violence: an
arcane history of the Oxford translators’ revolution (Babel: o la necesidad
de la violencia: una historia arcana de la revolución de los traductores y
traductoras de Oxford).
La acción violenta como instrumento
de cambio en manos de las grandes mayorías precarizadas sobrevuela,
omnipresente, el texto. En muchas ocasiones también aterriza, se posa en él y
toma la forma de diálogos o frases que lanzan el tema a la cara de las
lectoras: “La violencia es la única lengua que entienden porque su sistema de
extracción es intrínsecamente violento”. Quien pronuncia estas palabras es
Griffin, el único personaje unívocamente partidario de la organización
violenta, cuya postura está continuamente confrontada con otras, a veces
opuestas, a veces dubitativas. Babel es, sin lugar a dudas, un
libro para leer con la cabeza levantada.
Si en La república del Dragón,
R. F. Kuang compara la rabia de las de abajo con el engañoso concepto de “paz”
o con la religión –lo hace también con la ciencia–, en Babel la autora
plantea una reflexión mucho más compleja en torno a una herramienta de
amordazamiento tremendamente efectiva: el miedo a estar siendo incivilizadas.
La violencia tiene un impacto
visible, directo e inmediato. Si lanzas una piedra se romperá un cristal o
provocarás una brecha, y serás tú quien ha causado el daño. En muchas
ocasiones, además, el cristal o la cabeza pertenecerán a personas
afectadas por, al menos, algunas de las injusticias contra las que estás
luchando; pocas veces se tiene la oportunidad de quemar una papelera en las
oficinas del IBEX 35, así que termina ardiendo el contenedor de un barrio. Y te
culpan de estar perjudicando a tu propio pueblo. Y te culpas por estar
perjudicando a tu propio pueblo. Y protestas despacito, pidiendo permiso,
tropezándote con las piedras en lugar de lanzarlas. Y nada cambia.
Un ejemplo menos evidente, pero que
ayuda a identificar hasta qué punto nos hemos comido estas lógicas
inmovilistas, lo vemos en lo que ha ocurrido en los últimos años con la
okupación. La violencia que implica es muy poco dañina, no deja añicos
de vidrio en el suelo ni sangre chorreando por la sien. Ataca, en todo caso,
algo tan abstracto y alejado de las clases trabajadoras como la propiedad
privada. Es una forma de acción muy coherente, no es indiscriminada y,
de hecho, los movimientos okupas tienen en el punto de mira solo aquellas
viviendas vacías que pertenecen a grandes entidades de especulación, nunca
hogares ni pequeños propietarios. A pesar de todo ello, las máquinas
propagandísticas del statu quodisfrutan de un alcance total e introducen
la idea de que se está dejando sin casa a pobres ancianas o privando de
sobresueldos fundamentales a trabajadores honrados que se han deslomado para
comprar ese segundo pisito que ahora alquilan.
Volvamos a Babel. La novela
propone desviar el pensamiento hacia un lugar que reparte las responsabilidades
de una forma mucho más justa:
“Esa es precisamente la trampa.
(...) Nos convence de que las consecuencias de la resistencia son completamente
culpa nuestra. Que la elección inmoral es la resistencia en lugar de las
circunstancias que exigen que se produzca”.
La verdadera violencia es aquella
que impide a la población tener un hogar. Violencia es que un policía te pegue
una paliza con la tranquilidad de saber que no va a pasarle nada, o tener que
dejarte la vida trabajando y no ser capaz siquiera de llegar a fin de mes. La
violencia, sencillamente, se ejerce desde arriba. Las piedras, las brechas, las
llamas y las casas okupadas somos nosotras pensando en cómo sobrevivir. Son
nuestra religión, nuestros medios de comunicación, nuestra ciencia. Y seguirán
estando ahí, incesantes, hasta que se nos preste atención.
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