LA
JAULA DE ELON MUSK
Jonathan Martínez
Elon Musk, CEO
de Tesla - Europa Press
Ahora que el laborismo británico vuelve
a pisar moqueta y los barrios ingleses echan chispas, hemos regresado casi sin
querer a las hemerotecas de 2016, el año en que Reino Unido sacó las urnas a la
calle y una pírrica mayoría dijo adiós muy buenas a la Unión Europea. Casi todos
los eventos históricos pueden resumirse en una fotografía —una niña gaseada
con napalm, una estatua derribada, un tanque en una avenida— y el Brexit no iba
a ser menos: en Bruselas, en el edificio del Consejo Europeo, dos operarios
vestidos de punta en blanco retiran la Union Jack de la hilera de banderas. El
fin de una época.
Aquel verano de 2016 en que los británicos dijeron bye bye, Estados Unidos andaba calentando los mentideros con alborotos electorales, la vieja historia de siempre, demócratas contra republicanos, Hillary Clinton contra Donald Trump. Los titulares de hoy nos devuelven a aquellos tiempos pero han subido las apuestas. Trump viene ya escarmentado de unas elecciones perdidas —"Stop the count!"— y un francotirador ha estado a punto de limpiarle el forro, de modo que se presenta a la batalla con vitola de héroe, de mártir, de superviviente frente a una Kamala Harris que esprinta hacia la photo finish para salvar los muebles ajados de Joe Biden.
El cine y la televisión, sedientos de
historia y de historias, llegan cada vez más rápidos a las intrigas políticas.
Las guionizan, las interpretan y nos las sirven en bandeja con un gusto suculento
de receta nueva. Pero las cámaras y los focos siempre fueron más o menos
urgentes y testimoniales. En 1940, El gran dictador de Charles Chaplin
retrataba las mezquindades del nazismo antes de que se conocieran los números
de los campos de exterminio. En Todos los hombres del presidente, Alan
J. Pakula narró los recovecos periodísticos del caso Watergate cuando sus
culpables aún estaban ingresando en prisión.
Ahora el asunto camina por otros
derroteros. Los guionistas que de un modo u otro han regresado a 2016 para
retratar la emergencia de Trump o los avatares del Brexit han tenido que acudir
al bollo del meollo del cogollo, es decir, han tenido que cuestionar el papel
terminante del capitalismo digital y las noticias falsas. Sobre las aguas
tormentosas de internet ha prosperado un modelo empresarial basado en el poder
del conocimiento y el conocimiento del poder. Hay oscuros algoritmos que
convierten nuestros datos personales en índices predictivos. Ya no solo es
posible pronosticar qué vamos a comprar o votar, sino que cada vez es más fácil
interferir en esas decisiones.
En 2019, Benedict Cumberbatch
protagonizaba un film de HBO titulado Brexit: una guerra incivil. Toby
Haynes, que venía de dirigir las distopías de Black Mirror, desnuda aquí las
ramificaciones políticas del big data. Hubo un tiempo en que el Brexit era
apenas una fantasía nacionalista, la demanda un tanto extravagante de UKIP y
Nigel Farage. El asesor Dominic Cummings, encarnado por Cumberbatch, se propone
entonces conseguir que la derecha populista ocupe el centro del debate. Así,
mientras los sectores europeístas apelan a los números y la razón, Cummings
opera en el terreno de las pasiones y saca tajada de la viralidad y la
publicidad personalizada.
También en 2019, pero en formato documental,
Netflix presentaba El gran hackeo de Karim Amer y Jehane Noujaim. El
campo de batalla es el Brexit pero también las elecciones estadounidenses, la
victoria de Trump gracias al fertilizante de las fake news, Facebook y
Cambridge Analytica. Por un lado, los titulares viscerales polarizan la opinión
pública y generan adhesiones impermeables a los matices. Por otro lado, la
ingeniería digital moviliza la voluntad de los votantes indecisos a través de
la publicidad segmentada. Para alquilar esas herramientas de control de
masas hace falta disponer de capital. Y los gigantes de Silicon Valley han
puesto la democracia a subasta.
La controversia se extiende hasta
nuestros días con algunos rostros inéditos. Pensemos en Elon Musk y en Twitter.
La red del pajarito, sometida a la chapa y pintura del rebranding, sigue
en pie gracias al negocio de los anuncios. "We run ads", respondía
Mark Zuckerberg ante el Senado estadounidense. O dicho de otro modo,
corporaciones como Meta o Google se forran el riñón con la pasta gansa de la
publicidad y el tráfico de datos. Por eso, cuando los grandes anunciantes
redujeron su presencia en X, la red social quedó zaherida y expuesta a ajustes
de emergencia. Ahora Elon Musk anuncia que demandará a sus clientes por haber
urdido un boicot con mañas ilegales.
Unos días después de que X alentara los
pogromos raciales en Inglaterra, Musk acogía a Donald Trump en una entrevista
trufada de bulos, monsergas xenófobas y negacionismo climático. El exdirectivo
de Twitter, Bruce Daisley, ha sugerido en The Guardian que Musk
debería afrontar una responsabilidad penal por los desórdenes públicos de las
ciudades británicas. Ese fue precisamente el límite que traspasó Trump
cuando perdió las elecciones de 2020 y promovió el asalto al Capitolio. Twitter
suspendió su cuenta por "incitación a la violencia" y el presidente
en funciones prometió impulsar una nueva plataforma donde su voz tuviera eco.
La plataforma ya existe. Se llama X.
La semana pasada, desde las oficinas de
X, la CEO Linda Yaccarino publicaba una carta abierta a los anunciantes de la
red social. El tono es pasivo-agresivo. Hay elogios, reproches, agradecimientos
y acusaciones de comportamientos ilegales que habrían costado millones de
dólares a la compañía. Musk sintetizaba toda aquella palabrería con una
declaración mucho más cruda: "Hemos intentado la paz durante dos años,
ahora es la guerra". El texto de Yaccarino desliza una advertencia
demoledora: "No hay sustituto para X". "No hay
alternativa", decía el viejo lema thatcherista. Es un buen resumen del
libre mercado: tenemos la libertad de elegir la jaula donde vamos a terminar
encerrados.
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