MI CAMINO INTERIOR (UN MAPA PARA LOS CAMINOS
OSCUROS)
Juan
Carlos Monedero
Imagen de la película 'Mi camino
interior', de Denis Imbert.
- Thomas Goisque / Radar Films
"Hay
gente que quiere pasar a la historia y otros solo quieren fundirse en la geografía",
dice el protagonista de Mi camino interior, una hermosa película
de Denis Imbert, sostenida en la autobiografía del viajero Sylvan Tesson.
En esta joya (otro regalo de Filmin), naturaleza, camino y caminante se funden para curar todas las heridas (en verdad, solo las que se pueden curar). ¿El remedio? Un bálsamo envuelto en un mensaje profundo que reclama, para entenderse, bajar de la grandeza del pensamiento y recuperar nuestra insignificancia física, empequeñecidos bajo la grandeza de las montañas, los valles, los ríos y los mares. Pero para eso hay que transitar por los caminos oscuros (Sur les chemins noirs), que es el título original de la película, forzado, bien por huir de las connotaciones de una película de terror, bien con intenciones conductistas por quien prefirió reinventarlo para el público hispano.
En
el viaje que realiza el protagonista, los recuerdos caminan como una carretera
que se construye con cada pisada. La cultura occidental no ha dejado nunca
de recrear la vida como un viaje, sea el del robo y la recuperación de lo
robado en la Iliada, el del regreso al hogar en la Odisea, el de la búsqueda de
la tierra prometida en el Antiguo Testamento, el del calvario en los
Evangelios, el de Dante hacia el infierno conducido por Virgilio, el de la
digna locura en El Quijote, el del mar redentor en Corto Maltés, el
de la España negra en el via crucis madrileño de Luces de Bohemia...
Siempre un viaje.
Paris
viajando cegado de pasión a Esparta para raptar a Helena, esposa de Menelao;
Ulises perdiendo la memoria, atándose al mástil, derrotando con astucia a
Polifemo, viviendo como un puerco, todo para reencontrarse con Itaca y volver a
abrazar a Penélope y Telémaco; Moisés conduciendo al pueblo judío huyendo de la
esclavitud; María y José viajando a Belén huyendo de Herodes y Jesucristo
implorando a Dios la noche de su crucifixión donde se dan cita el amor y la
traición camino del monte Calvario; Dante viendo a los indiferentes camino
de ningún lado en la puerta del infierno; Alonso Quijano abandonando su
pueblo de cuyo nombre no quería acordarse, buscando enmendar un mundo que
empezaba a torcerse en demasía; Corto Maltés, marino y aventurero, trazando en
su mano con una navaja otra línea de la vida porque quiere seguir navegando y
la suya le parece demasiado corta; Max Estrella compartiendo calabozo y
llanto en Madrid con la España digna (presos, prostitutas, desobedientes)
traicionada por la España indigna en una noche que caminaba hacia el frío.
Los
viajeros, en su transitar, siempre sufren una metamorfosis. Por eso, aunque les
encuentre al final la muerte -como ocurrirá invariablemente a cualquier mortal
en el último viaje- ya son otros, más sabios, preparados para ese momento donde
ya deberemos entender que nos marcharemos, pero se quedarán los pájaros
cantando.
Sylvain
Tesson, el escritor en el que se basa la
película, es un aventurero conservador de una Francia cristiana y rural que ve
desaparecer con impotencia. También un revolucionario ecologista que se opone a
la marcha imparable del progreso empujado por el capitalismo. En esas
contradicciones, se convierte en un espectador sin prisa que mide la vida con
una consideración del tiempo donde deja de ser oro.
El
paisaje imponente, que desafía el cuerpo de un viajero roto por un accidente que
prometía condenarlo a la inmovilidad, está sembrado a su vez de señales que
funcionan como cruces en el mapa del tesoro. Señales pequeñas que conducen al
baúl con el oro, marcas que son ellas mismas el mapa dentro del mapa y también
el mapa que coincide en tamaño con lo que describe. Un mapa borgiano que,
lejos de ser inútil por coincidir con el tamaño de lo que describe, es una
versión mejorada de lo real.
Y
ahí aparece una iglesia al doblar la esquina, recortada entre el cielo inmenso
y los tejados del pueblo apiñado implorante. Emergen los compañeros
insospechados, amigos, familiares, desconocidos con los que no contabas y que
no quieren luego separarse porque son la sal de la vida; hablan los habitantes
rurales que no están en los mapas y hacen queso y vino y salchichón y lo
ofrecen a los raros viajeros. Te acompaña, inesperado, alguien a quien en otras
circunstancias ignorarías y que podría parecerte inoportuno si te hablara, y
que es, en las circunstancias de la naturaleza, la persona que te salva porque
te levanta, te habla y te regresa al suelo desde el mundo de las ideas
poniéndote en pie. Siempre tan frágiles. O una estatua de piedra, gastada por
los siglos y las miles de manos posadas como una forma de conectarse con lo que
nunca se muere.
La
película también es un homenaje a los mapas y una invitación a leerlos con los
ojos entornados para encontrar los caminos ocultos. Una reflexión sin
prisa en estas semanas de aglomeración veraniega, de mercantilización del sol y
de comercialización absoluta del olvido. "Si uno no marcha con sus
compañeros -dice el protagonista a otra persona que también anda de camino
buscando algo que no sabe bien qué forma posee- es porque oye el sonido de otro
tambor". Thoreau devolviéndonos, como una bofetada, la grandeza de la
naturaleza que, a veces, solo somos capaces de recuperar desde el arte.
El
viaje, cuando busca un destino, opera una metamorfosis. Pero las personas -el
protagonista habla de las naciones- no son reptiles y, por tanto, "no
saben de qué estará hecha su muda". Los viajes, como las guerras, se sabe
cómo empiezan, pero no cómo terminan. Los mapas, como las Itacas, nos ponen en
marcha. ¿Es posible creer en las promesas de los mapas? Hay muchos que
hay que volver a dibujarlos. Para dibujarlos hay que pisarlos y soñarlos. Los
mapas, como las utopías, son una invitación a ponernos en marcha.
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