MAGIA NEGRA EN EL PAÍS DEL DINERO
En ‘Nuestra parte de noche’, Mariana Enríquez acude a
recursos propios de la literatura de terror para representar la crueldad
extrema del modelo capitalista
El ángel caído, de Cabanel, obra utilizada en la cubierta de
la edición española de Nuestra parte de noche.
“Lo que la Oscuridad les dice no puede ser
interpretado en este plano. La Oscuridad es demente, es un dios salvaje, es un
dios loco”.
El Mal, así, con mayúscula, existe. Es más, el Mal gobierna. Redacta leyes, moldea emociones y da forma a lo aceptable. Ejemplos de lo aceptable bajo el dominio del Mal: una persona propietaria de varias decenas de casas puede dejar a una familia sin su hogar con el beneficio económico como única justificación; un representante político puede alentar el odio y la violencia contra niños que llegan solos a un país rico huyendo de la guerra y el hambre; se puede cometer un genocidio con impunidad delante de las narices de toda la comunidad internacional. Después de demasiadas décadas a los mandos del mundo, el Mal, perfectamente identificable y señalado por muchas personas que se han dejado la vida combatiéndolo, ha pasado de tolerable a –glups– deseable. El Mal es, hoy, parte de la libertad. No. El Mal es, hoy, un derecho.
No hay luz en el Mal, no tiene grises, y
Mariana Enríquez (Buenos Aires, 1973) ha entendido que la dimensión de la
crueldad ha alcanzado tal nivel que se requiere de recursos propios de la
fantasía y el terror para representarla, porque escapa a toda comprensión racional.
El Mal es, hoy, parte de la libertad.
No. El Mal es, hoy, un derecho
En Nuestra parte de noche (2019,
Anagrama), la autora argentina construye una novela que en realidad son dos.
Los diferentes tonos empleados en la narración marcan la línea divisoria, con
un criterio que va tomando cuerpo conforme se avanza en la lectura: a un lado,
los dueños del dinero, al otro, el resto. Los primeros quedan retratados por
sus propios actos, constitutivos de una brutalidad inhumana, cruda y
sanguinaria; mientras que, para hablar de las segundas, Enríquez despliega una
ternura delicada, una entrega fiel, paciente e incondicional.
Si el Mal ha logrado filtrarse en lo más
profundo de la sociedad humana ha sido gracias a la connivencia con esos dueños
del dinero, que actúan como su principal vehículo. “Vivir en la Argentina no le
restaba importancia: el dinero, solían decir los Bradford, es un país en sí
mismo”, escribe Enríquez. Rodeadas como estamos de fronteras y cuerpos
estatales, quizá no haya mejor forma de explicar cómo se organiza el Mal.
Ese país del dinero, además, es una
teocracia radical. La entidad divina que dicta los códigos de conducta
es denominada Oscuridad, en un ejercicio metafórico de sutileza que hace que
Mariana Enríquez sea Mariana Enríquez y yo –“el Mal”–, no. Y aquí se encuentra
el grueso de la historia que se nos cuenta en Nuestra parte de noche: el
retrato de la violencia extrema con la que unos pocos que ya lo tienen todo
pisotean a las grandes mayorías, que no tienen nada, con el único objetivo de
mantener y ensanchar su posición dominante, y cómo estas tratan de resistir con
la mayor dignidad posible, a pesar de todo. Unos podrían vivir mil vidas de
derroche, las otras no pueden siquiera vivir la única que tienen. Aun así, el
Mal está en el lado de aquellos.
Unos podrían vivir mil vidas de
derroche, las otras no pueden siquiera vivir la única que tienen
Este contraste en la novela, como ya he
dicho, es omnipresente, con personajes paradigmáticos de una y otra cara de la
moneda. Mercedes encarna la maldad pura, y los fragmentos en los que ella
protagoniza la acción, sádicos y brutales, otorgan al libro la etiqueta de
“terror”. La contraparte la pone Luis, un derroche de amor y paciencia al que
hoy atacarían por “buenista” –sí, esta palabra se utiliza como ofensa, ¿alguien
necesita más pruebas de la existencia del Mal?–. Juan representa algo así como
la combinación de ambos mundos, pertenece a las mayorías desposeídas pero en su
comportamiento toma forma la inhumanidad de quienes viven adorando a la
Oscuridad. Y su hijo Gaspar… Gaspar lo es todo. En él está la huella del terror
experimentado por muchas generaciones, y esa presencia espantosa sirve para
elevar infinitamente la intensidad del amor que le rodea, como un escudo
protector contra un pasado que amenaza con volver y mancharlo todo con la
ambición criminal, de nuevo, de los poderosos.
Las personas que adoran a la Oscuridad
se reconocen a sí mismas como la Orden, y en el libro guardan una relación
estrecha con la dictadura militar que asoló Argentina entre los años setenta y
ochenta del siglo pasado. Este contexto político tan particular permite a
Enríquez postular un entramado que va mucho más allá de lo puramente económico
y que, quizá haya llegado el momento de mentarlo, todas reconocemos como modelo
capitalista. Salió el palabro, se acabó la mística.
La Orden es, básicamente, el capital,
conformado por los ciudadanos de ese país sin territorio –porque tiene todos
los territorios a su servicio– que es el dinero. A este lado de la realidad, su
codicia ha rebasado ya los límites de lo imaginable y nos resulta inasible.
Para eso está la ficción: Enríquez utiliza el recurso narrativo de la búsqueda
de la inmortalidad para que, al menos, exista un objetivo identificable como
móvil de la crueldad más indescriptible. Porque si un libro contase que hay
milmillonarios arruinando cientos de miles de vidas solo para tener un poquito
más de dinero, dejaríamos de leerlo por ausencia de la más mínima lógica.
Enríquez utiliza el recurso narrativo de
la búsqueda de la inmortalidad
En esa persecución de la vida eterna la
Orden cuenta con la figura del médium, que actúa como puerta de entrada para la
Oscuridad. A través de él o ella, los devotos escuchan lo que creen que son
instrucciones para perpetuar la conciencia propia, es decir, para no morir
jamás. Así, una de las obsesiones de la Orden es propiciar un estado de trance
en los médium. ¿Cómo? Con sacrificios humanos. Aquí, quizá, el fragmento más
importante de Nuestra parte de noche:
“[Mercedes] Siempre había cazado entre
los abandonados y allí, en el norte, en la frontera, tenía un coto ideal, gente
pobre, olvidada, tan desamparada que ni siquiera recurría a las autoridades si
les faltaba un hijo o un hermano. Y desde hacía años, además, contaba con los
secuestrados que sus amigos militares le entregaban. La Oscuridad pedía
cuerpos, se justificaba ella. No era cierto. La Oscuridad no pedía nada, Juan
lo sabía. En la Orden, Mercedes era la más firme creyente en el ejercicio de la
crueldad y la perversión como camino a iluminaciones secretas. Juan creía,
además, que para ella la amoralidad era una marca de clase. Cuanto más se
alejaba de las convenciones morales, más clara estaba su superioridad de
origen”.
El Mal, entonces, deja de ser un ente
abstracto. No es la Oscuridad, per se, su origen, porque la Oscuridad,
como el dinero, no tiene voluntad. El Mal reside en quienes deciden venerar a
un dios loco, salvaje, y poner sus designios por encima de los derechos
humanos, por encima de la vida. Ha llegado el momento de levantar la cabeza, es
una buena noticia: vencer a los feligreses es mucho más sencillo que vencer al
dios.
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