MARX, EL RACISMO
Y LA CLASE OBRERA EN INGLATERRA: “FUCK FASCISM!”
La
xenofobia no está solo en la brutal acción de las bandas de ultraderecha, está
presente cada día en los CIEs, en las vallas, las redadas de la policía y las
leyes de extranjería
Manifestantes
de ultraderecha durante los disturbios
de Liverpool. /
RTVE
Una espantosa
(contra) revuelta racista se vivió en varias localidades de Reino Unido a
fines de julio. En Tamworth, un grupo de neonazis y
ultras de fútbol atacó un hotel donde se alojaban refugiados, lo incendiaron y
dejaron mensajes que decían: “England”, “Fuck Pakis” y “Get Out”. En otras
ciudades, el blanco de la furia islamófoba fueron los negocios de la comunidad
árabe, mezquitas y población migrante. Una semana después, en una respuesta
contundente contra el racismo, masivas movilizaciones llenaron las calles de
las principales ciudades del Reino Unido: “Fuck fascism!”.
Los bulos difundidos en redes sociales por la extrema derecha acerca de quién sería responsable de unos brutales asesinatos de niñas fueron el detonante más inmediato de los disturbios. Como en otras ocasiones, la extrema derecha atizó un combo de “pánicos morales” para generar odio contra las personas migrantes y racializadas. Todo tipo de relatos xenófobos que asocian a las comunidades musulmanas con el terrorismo, la violencia hacia las mujeres y la criminalidad. Teorías del “gran reemplazo” y mentiras acerca de grandes cantidades de dinero público que supuestamente se destina a centros de refugiados, en vez de a los servicios públicos, etc.
Richard Seymour
señala en un artículo reciente publicado en New
Left Review que este “carnaval de embriaguez racista”
fue expresión de las emociones tóxicas del fracaso, la humillación y el
declive, el “terror a la extinción blanca” que agita la ultraderecha. Unas
derechas que ya no tendrían la ambición de la expansión colonial, como en el
caso del fascismo en la entreguerra, sino que se atrincheran en “un
estatismo-nación defensivo”, obsesionado con las fronteras. En afán polémico,
Seymour señala que estas explosiones de racismo no estarían relacionadas con
cuestiones materiales como la pobreza, la inflación o la degradación de las
condiciones de vida (cuestiones del “pan y mantequilla”) sino con el temor de
ciertos sectores a perder su “estatus étnico”.
Por su parte, Anton Jäger le reprocha a Seymour que
la palabra “austeridad” no aparezca en todo su artículo, cuando la mayoría de
los disturbios tuvieron lugar en las regiones más golpeadas por los recortes de
Cameron, con altos índices de pobreza. Y señala que “para entender la situación
inflamable a la que se ha apuntado la extrema derecha pirómana, necesitamos
menos psicología de masas y más economía política.”
El intercambio
entre Seymour y Jäger es de lectura recomendada, ya que aporta muchos elementos
para pensar la situación actual. También nos remite a una discusión que
atraviesa a grandes sectores de la izquierda a nivel global ante el ascenso de
las extremas derechas. Un debate que tiende a polarizarse entre quienes
priorizan los motivos “económicos” o aquellos que se enfocan en los
“culturales” como explicación de estos fenómenos aberrantes. A esta altura, con
Trump preparándose para volver a la Casa Blanca, corrientes de extrema derecha
creciendo en Europa (atención a las elecciones en Sajonia y Turingia en
septiembre) y Milei en Argentina, esa falsa antinomia debería superarse.
Ahora bien, lo
que se suele dejar fuera del análisis es el hecho de que la radicalización de
las derechas se apoya también en el hecho de que los partidos del “extremo
centro” asumen cada vez más sus políticas racistas y de militarización de las
fronteras. Desde el pacto de migración y asilo votado
por la UE, a los llamados del Gobierno español para una
mayor intervención de la OTAN en su flanco sur, pasando por las leyes antiinmigración de Macron y las
cárceles flotantes de Sunak. El racismo no está solo en
la brutal acción de las bandas de ultraderecha, está presente cada día en los
CIEs, en las vallas, las redadas de la policía y las leyes de
extranjería.
Marx y el
racismo de los obreros ingleses
En sus escritos
sobre Irlanda, Marx señalaba que el nacionalismo de los obreros ingleses
significaba que estos habían asimilado su conciencia a la ideología de la clase
dominante. En consecuencia, afirmaba que la hostilidad de los obreros ingleses
hacia los irlandeses se transformaba en uno de los secretos de la dominación de
la burguesía británica.
Así lo
explicaba: “El obrero medio inglés odia al irlandés, al que considera como un
rival que hace que bajen los salarios y el standard of life. Siente una
antipatía nacional y religiosa hacia él. Lo mira casi como los poor whites de
los Estados meridionales de Norteamérica miraban a los esclavos negros. La
burguesía fomenta y conserva artificialmente este antagonismo entre los
proletarios dentro de Inglaterra misma. Sabe que en esta escisión del
proletariado reside el auténtico secreto del mantenimiento de su poderío”.
Marx no
separaba de forma mecánica las motivaciones “económicas”, “nacionales” o
incluso “religiosas” que dan forma al racismo. Pero destacaba que este era
fomentado y conservado artificialmente para dividir a la clase trabajadora y
los sectores oprimidos. Por eso, la lucha contra el racismo y la lucha contra
el colonialismo inglés debía ser asumida por toda la clase trabajadora, como un
requisito para su propia emancipación.
Mutatis
mutandis, hoy el racismo es un veneno mortal que se propaga en
muchas regiones obreras y populares, azuzado por nuevas derechas y amplificado
a través de sus redes sociales y medios de comunicación afines. Sin duda, está
planteada una enorme batalla cultural contra los sentidos comunes racistas y
xenófobos, contra sus falsos relatos y sus valores individualistas y
destructivos. Pero si no arraigamos esa disputa ideológica y política en la
lucha por terminar con la miseria capitalista, que genera desasosiego,
profundos malestares y resentimientos, no llegaremos muy lejos.
La despedida de Ken Loach:
“Fortaleza/Solidaridad/Resistencia”
Este verano vi
la última película de Ken Loach: El viejo roble (2023). Quizás sea la
última del cineasta inglés, quien a los 87 años nos deja una obra de gran
sensibilidad dedicada a la clase obrera. Los hechos transcurren en una
localidad en el noreste de Inglaterra que se ha transformado en un páramo
después del cierre de las minas. Arranca en la actualidad, con la llegada al
pueblo de un autobús con refugiados sirios, que se hospedarán en algunas
viviendas semiabandonadas, cedidas para ese fin por el Gobierno. La primera interacción
con los locales es bastante mala, cuando un grupo de jóvenes los recibe al
grito de “Get Out!” [Fuera de Aquí!].
Múltiples
prejuicios racistas se propagan en la localidad: que los refugiados se van a
quedar con las casas, los empleos y las ayudas sociales, que “no se integran”,
que agreden a las mujeres. Exmineros desempleados hace años, mujeres en empleos
precarios, vecinos que tenían un negocio que ha cerrado, otros que aún lo
mantienen a duras penas. Se siente el peso de la crisis, la inflación y el
desamparo. Allí crece el resentimiento y el impacto de los discursos de la
extrema derecha.
Sin embargo, no
todos rechazan a los extranjeros. Hay muchos que empatizan y se conmueven por
el sufrimiento de quienes dejaron todo atrás escapando de la guerra. La joven
siria Yara se hace amiga de TJ Ballantyne, hijo de un luchador minero y dueño
de un Pub: The Old Oak (El viejo roble). Juntos logran poner en pie un
espacio cooperativo para el encuentro entre la nueva comunidad siria y los
exmineros, trabajadoras y niños locales que a veces no tienen para comer dos
veces al día.
Algunas
críticas a la película han planteado que es demasiado simplista o previsible. A
mí no me lo pareció, o la verdad es que no me importó. Además de emocionar
desde la primera hasta la última escena, interpela con enorme actualidad. La
localidad donde transcurren los hechos está muy cerca de aquellos lugares donde
hace unas semanas actuaron grupos ultra reaccionarios. Pero también de aquellos
sitios donde unos días después miles se movilizaron masivamente para
repudiarlo. Sobre el final de la película, varios de ellos levantan juntos un
estandarte donde está escrito: “Fortaleza/Solidaridad/Resistencia”. Contra el
racismo y la xenofobia, es posible recrear lazos de solidaridad y unidad de
clase. Si esta es la última película de Ken Loach, se agradece que nos deje ese
hilo rojo del cual tirar para hacer nacer la esperanza.
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