EL HOLOCAUSTO EN
GAZA
Un grupo de personas caminan frente
a la destrucción de varios edificios en la ciudad de Khan Younis, en el sur de
la Franja de Gaza, a 31 de julio de 2024- EP
Israel ha participado en estos Juegos Olímpicos sin que a la comunidad internacional y a los correspondientes organismos deportivos les moleste estar compartiendo diplomas, himnos y condecoraciones con los representantes de un Estado abiertamente genocida. La hipocresía de vetar a Rusia y acoger a Israel con los brazos abiertos resulta de tal calibre que difícilmente podrían superarla: quizá en la próxima edición, estableciendo una prueba de tiro al niño, donde los carniceros hebreos se llevarían la medalla de oro, la de plata y la de bronce sin que les tiemble el pulso. Mucho nos hemos reído con el medallista turco que apuntaba a la diana con una mano en el bolsillo, mientras que los francotiradores israelíes ametrallan a gente indefensa entre carcajadas. De haber una sola palabra de verdad en la Biblia, las aguas tóxicas del Sena deberían haber bajado teñidas de sangre humana.
Por
desgracia, vivimos en una época que intenta resucitar valores de dos o tres
milenios atrás, incrustados en las ruinas de la antigua Grecia, del mismo modo
que un país creado hace menos de un siglo sigue al pie de la letra las palabras
de un libro sagrado para justificar una política neocolonial y asesina. A fin
de cuentas, Israel lleva décadas cometiendo atrocidades sin nombre respaldado
por otro Estado genocida al otro lado del océano, un país que se hizo grande a
base de matanzas, que trató a la raza negra como si fuesen bestias de carga
hasta casi un siglo después de abolir la esclavitud, que exterminó a millones
de indígenas sólo porque estorbaban en sus planes de conquista, pese a que los
padres de la Constitución americana habían escrito, allá por 1789, que todos
los hombres nacen libres e iguales.
En
el entramado de razones políticas, estratégicas, militares y económicas que
alientan la barbarie de Gaza, no hay que subestimar la religión. Unos meses
atrás, un amigo me comentaba que detrás del salvajismo del Ejército israelí
contra la indefensa población palestina subyace la creencia de estar acelerando
el fin del mundo, la vieja profecía de Armagedón augurada por Ezequiel,
Zacarías y Juan de Patmos. A fin de cuentas, el valle de Meguido se encuentra a
ochenta kilómetros al norte de Jerusalén, en Cisjordania. Es tentador pensar
que las tres grandes religiones monoteístas vayan a desencadenar la batalla
final en las inmediaciones de un enclave fronterizo entre Líbano e Israel, una
encrucijada histórica donde los misiles y los drones van a encarnar la lluvia
de fuego prometida en el Apocalipsis.
De
momento, las cifras oficiales hablan de cuarenta mil muertos, aunque el
encarnizamiento y la barbarie de las tropas israelíes llevan a suponer que las
víctimas palestinas rebasan ampliamente las doscientas mil. Un Holocausto en toda
regla, con sus campos de concentración, sus ejecuciones sumarias, sus
hambrunas, sus epidemias, sus torturas. Da vértigo escribir que los israelíes,
que se creen únicos depositarios del legado moral del Holocausto, están
reproduciendo otro a sangre y fuego convencidos de su destino histórico. Pero
basta comprobar quiénes apoyan a Israel en esta masacre contemporánea sin
cortarse un pelo: los mismos neonazis que defienden que el Holocausto nunca
sucedió, los mismos racistas y supremacistas blancos que promueven la
islamofobia en todo el mundo en una flamante metástasis del antisemitismo.
Ahora los israelíes son los nuevos nazis, los palestinos los nuevos judíos y
Gaza es el lugar de este Holocausto.
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