LA IGLESIA Y LA PEDOFILIA
CANAL RED-EDITORIAL
Vivimos en una
época generosa en atrocidades, pero 440.000 niños violados no es simplemente
una más en la lista. Es perentorio que los poderes públicos tomen medidas
contundentes e inmediatas que sean proporcionales a los crímenes que se han
cometido; es decir, que tengan un alcance inédito
Las cifras del informe oficial presentado ayer por el Defensor del Pueblo son difíciles de calificar con palabras. Mediante una encuesta llevada a cabo por Gad3 a 8000 personas —muchas más de las que suelen ser preguntadas en una encuesta electoral—, el informe estima que el 1,13% de la población adulta en España ha sufrido agresiones sexuales siendo menor de edad en el seno de la Iglesia Católica; algo más de la mitad de ellos a manos de religiosos y el resto a manos de laicos trabajando en las instituciones de la Iglesia. Estamos hablando de que 1 de cada 100 españoles adultos habría sido agredido sexualmente en el seno de la Iglesia siendo apenas un niño. En promedio, en un avión de 300 pasajeros, tres de ellos habrían sido víctimas de estas agresiones pedófilas; en una obra al azar en el Teatro Real, 17 víctimas de la pedofilia eclesiástica estarían sentadas en las butacas; en un estadio Santiago Bernabéu lleno, más de 800 de los presentes habrían sido agredidos sexualmente por un cura o por alguno de sus trabajadores; y en cualquier trayecto de más de cinco minutos por la calle de cualquier ciudad de España sería difícil no cruzarse con varias personas víctimas de uno de estos depredadores sexuales de niños. La dimensión del crimen es abisal.
Pero, si la
extensión de estos actos produce un vacío en el estómago, la abyección de los
mismos —el horror, la repugnancia— no hace sino profundizar en la náusea y la
conmoción que generan contemplar la negrura del pozo sin fondo que existe
debajo de la sede de la Conferencia Episcopal en la calle Añastro 1 de Madrid.
Porque, ¿qué cristiano, qué cristiana, no estaría de acuerdo en que un hombre
adulto, con posición de autoridad, llevando a un niño aterrorizado a una
habitación cerrada y agrediéndole sexualmente de todas las asquerosas formas
que uno podría imaginar pero que aquí no vamos a describir no es otra cosa que
un acto execrable? Para aquellos y aquellas que crean en la existencia del mal
absoluto, ¿no es acaso una de las máximas expresiones de la maldad, de la
vileza, de la violencia, de la podredumbre del alma, un hombre adulto con
sotana violando a un niño?
Los datos que se
han hecho públicos no representan tan sólo un acontecimiento más en la vida
social española. Vivimos en una época generosa en atrocidades, pero 440.000
niños violados no es simplemente una más en la lista. Es algo tan abyecto y tan
brutal, es algo que afecta a tantísimos compatriotas y que deja secuelas tan
terribles, que resultaría inaceptable que las únicas consecuencias que tuviese
fueran los paños calientes de esa política cobarde que contemporiza los
intereses de las víctimas y los verdugos para proponer soluciones de medio
pelo. Si nuestro país en general, y la política en particular, no toman todas
las medidas pertinentes para que las víctimas puedan tener verdad, justicia,
reparación y garantías de no repetición, entonces una oscura y pesada losa de
vergüenza nacional pesará sobre nuestras espaldas colectivas en las décadas y
siglos por venir.
Para aquellos y
aquellas que crean en la existencia del mal absoluto, ¿no es acaso una de las
máximas expresiones de la maldad, de la vileza, de la violencia, de la
podredumbre del alma, un hombre adulto con sotana violando a un niño?
Y, como es evidente
que todos estos miles de depredadores sexuales han sido protegidos por la
organización denominada Iglesia Católica, como es obvio que no se trata de
lobos solitarios sino de violadores encubiertos y cobijados por una institución
con organigrama, plantilla, ingresos, inversiones, propiedades inmobiliarias,
influencia cultural y política, contactos en las altas esferas del poder, y
hasta cadenas de radio, como la COPE, o de televisión, como 13TV, como es innegable
que jamás habría sido posible llegar a la aberrante dimensión del horror que
hemos conocido sin la cobertura de la Iglesia Católica, es igualmente evidente
que las consecuencias no se pueden quedar en la responsabilidad penal de los
agresores sexuales individuales.
Es perentorio que
los poderes públicos tomen medidas contundentes e inmediatas que sean
proporcionales a los crímenes que se han cometido; es decir, que tengan un
alcance inédito. En este sentido, es claro que se debe derogar inmediatamente
el Concordato con la Santa Sede, en tanto que acuerdo inaceptable —cargado de
privilegios— para un país que debería ser políticamente laico, pero doblemente
repudiable ahora que sabemos para qué han sido utilizados esos privilegios. La
financiación pública a la Iglesia Católica, ya sea mediante la casilla del
IRPF, mediante ayudas, mediante exenciones fiscales o de cualquier otra forma,
debe ser también retirada de forma definitiva. Una organización que encubre
crímenes abyectos no puede ser financiada con dinero público. Como exigió ayer
Podemos, cualquier centro educativo —privado o concertado— que esté en estos
momentos en manos de la Iglesia debe ser integrado inmediatamente bajo el
control de la red educativa pública de gestión directa por una cuestión
evidente de seguridad de los menores, así como prohibir cualquier tipo de
actividad en la cual la Iglesia Católica pueda entrar en contacto con niños y
niñas, habida cuenta de que, en ese contexto, se convertirían en potenciales
víctimas de pedofilia. Obviamente, se debe llegar hasta el final en la
investigación judicial y penal de estos crímenes, se deben llevar a cabo las
modificaciones legislativas pertinentes para que los delitos de agresión sexual
en el seno de la Iglesia no prescriban —como piden las víctimas— y se deben
garantizar indemnizaciones justas sufragadas íntegramente contra el patrimonio
de la Conferencia Episcopal.
Y todo esto es nada
más que lo mínimo —lo absolutamente mínimo— que se debería hacer para que
España se pueda mirar a la cara en el espejo cada mañana sin avergonzarse de sí
misma. Porque es obvio que cabe hacerse la pregunta de si una organización que
ha dado cobijo, protección y encubrimiento a 440.000 actos de pedofilia debería
siquiera seguir existiendo.
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