¿CÓMO ERA GAZA ANTES DE SER UNA CÁRCEL?
La
mayoría de los milicianos de Hamas y los soldados israelíes no conocieron otra
realidad que esta ciudad rodeada de muros, la cárcel más grande del mundo.
NACHO GARCÍA PEDRAZA
Edificio destruido por los
ataques de Israel en Gaza en agosto de 2022. Foto cortesía de UNRWA España /
Ashraf Amra.
Esta pregunta la podría estar haciendo casi cualquiera de los que integran estos días las fuerzas armadas de Israel o Palestina. La mayoría probablemente jóvenes de entre 19 y 25 años, que no tienen recuerdo de una Gaza sin muro, que no han visto una Palestina sin checkpoints, sin asentamientos, sin apartheid.
La mayoría se relacionan por primera vez con alguien del otro bando a través del cañón de sus armas. Apenas queda memoria viviente de cómo era todo antes, 75 años desde la Nakba —la expulsión masiva y consentida de cientos de miles de Palestinos de sus casas—, 35 años desde un proceso de paz que no sirvió sino para asentar las bases del régimen de ocupación y apartheid que tenemos ahora, 20 años desde la construcción del muro de la vergüenza —vergüenza para todos quienes aún tienen la humana capacidad de avergonzarse porque algo así exista—, 15 desde que Gaza se ha convertido en una cárcel a cielo abierto, un experimento de represión y contención masiva de dos millones de habitantes en 40x12 kilómetros.
Son jóvenes que
habitan en el lento y progresivo deterioro de algo que siempre parece que no se
puede deteriorar más. En los años que estuve allí estas dos ideas resonaban con
frecuencia en mi cabeza, como dos contradicciones permanentes: por un lado, la
percepción de urgencia, la importancia de todas las noticias, la sensación de
que todo puede cambiar cualquier día —nunca estuve en un sitio con tanta gente
leyendo tanto las últimas noticias, consumiendo con avidez los informativos
esperando que sucediera algo— confrontada con el lento deterioro unidireccional
de una opresión que no cambia, y por otro la idea de un futuro sin fronteras,
un único estado, con la imagen de dos pueblos que en breve ya no tendrán quien
recuerde algo que no sean los muros de esta cárcel.
En Gaza, pese a
estar encerrados, el ambiente era menos denso, más alegre y las miradas menos
cansadas que en Cisjordania, podías llegar a conectar en algún momento con lo
que podría ser vivir sin ocupación
Recuerdo también,
como otra vivencia contradictoria, que en Gaza, pese a estar encerrados, el
ambiente era menos denso, más alegre y las miradas menos cansadas que en
Cisjordania. Niños y niñas en la calle jugando, risas, celebraciones,
cotidianidad alegre que convivía con la tristeza y lo trágico de su situación.
No es que en Cisjordania esto no sucediera, es solo como si en Gaza podías
llegar a conectar en algún momento con lo que podría ser vivir sin ocupación,
como si no tener soldados israelíes permanentemente circulando por tu vida te
cambiase la mirada. Mirabas al mar y veías horizonte, aunque supieras que no
podías alejarte, no ahora. Conversábamos y compartíamos la sensación de que era
un lugar en el que se vivía más cerca el rebelarse contra la situación, no solo
desde la desesperación, aunque, y cada vez más, sí desde el no tener nada que
perder.
Recuerdo meterme
con frecuencia en la complejidad del conflicto, en todas las aristas que tiene,
vivir la maraña de argumentaciones desde las posturas equidistantes, con la
comparación de sufrimientos, el remontar históricamente para reconocer la
singularidad de los dos pueblos, y de vez en cuando, regresar a las
explicaciones sencillas, a la descripción simple que ahora me dan mis hijos
cuando ven lo que hay.
Hay quien ocupa y
quien es ocupado, hay quien ejerce apartheid y quien lo recibe. Sin darte
cuenta entras a formar parte del lento deterioro que va aumentando la presión
sobre el pueblo palestino, y pierdes perspectiva. ¿Hasta dónde puede llegar
esta presión sin que todo estalle? ¿Cuánto son capaces de soportar y cuánto
somos capaces de soportar desde fuera ser testigos de una opresión parecida? De
nuevo, vuelvo a análisis sencillos, a la frialdad de algunos de los muchos
números que hay sobre esta ocupación —sin restar importancia a la complejidad,
que la tiene— para tomar perspectiva, y veo que en los últimos 35 años este
progresivo aumento de la presión tiene, cada 7-10 años momentos en los que
salta, como si se liberase o regulase, pero visibilizando quien está en cada
lado del muro.
1987-1993. Primera
Intifada. 1.374 palestinos muertos, 93 israelíes muertos.
2000. Segunda
Intifada. 3.800 palestinos muertos, 600 israelíes muertos.
2007-2008
(Navidades) Operación Plomo fundido. 1.314 palestinos muertos, 14 israelíes
muertos.
2014. Operación
Acantilado poderoso. 2.200 palestinos muertos, 72 israelíes muertos.
2023. Guerra en
Gaza. 1.537 palestinos muertos, 1.300 israelíes muertos (a 13 de octubre).
Estas cifras
sencillas también me permiten recordar que me duelen todas las víctimas, que
tengo amigos en Israel y en Palestina a quienes estoy llamando estos días para
ver como están, y reivindico que no me hagan sentir culpables ni unos ni otros
porque me duelan por igual, pero también me sirven para ver que hasta este
último estallido, me dolían casi 9.000 veces unas y 800 las otras.
¿Esta vez será
diferente? ¿Es otro momento “regulador” para dar una vuelta de tuerca más? ¿Se
calmará cuándo mueran diez veces más palestinos que israelíes, para sostener la
media? ¿Soportaremos esas cifras? Desde luego, este estallido no es como los
anteriores, solo en unos días ha causado más víctimas en Israel que en los
últimos 35 años y en las conversaciones con amigos de allí me transmiten la
sensación de que hay más apoyo popular en Palestina para ir hasta dónde haga
falta, que no tienen nada que perder, que están cansados y que es mayor la
indignación por la reacción de Occidente.
¿Hasta dónde puede
llegar esta presión sin que todo estalle? ¿Cuánto son capaces de soportar y
cuánto somos capaces de soportar desde fuera ser testigos de una opresión
parecida?
Estos días todo el
mundo me pregunta por estos amigos, todo el mundo anda preocupado y conecto
esta preocupación con otra que también me empezó a rondar la cabeza estando en
Palestina, y es la cantidad de cosas que allí suceden que poco a poco vamos
exportando, como si allí se experimentase con un modelo concreto de afrontar
una crisis de alta envergadura para ver cómo resulta: endurecimiento de los
fascismos, subida al poder de los mismos, recorte de libertades para sectores
de la población en aras de la seguridad nacional, explosiones de violencia en
señal de protesta, y el uso de estos episodios para acallar cualquier crítica,
para unir a quienes reprimen en aras de salvar el orden establecido.
Igual son
conexiones poco precisas, son solo reflexiones, pero me sirven para salvar a
veces la anestesia emocional que siento cuándo leo las noticias, para reducir
la brecha entre las imágenes que veo y las que viví que no parece que sean del
mismo lugar. No sé si esto será por insensibilidad, protección emocional, shock
o simplemente distancia, pero relacionar me sirve para conectar.
Estos recuerdos,
estas preocupaciones que regresan ahora siguen teniendo menos fuerza que las
imágenes llenas de vida, de brillo, de la Gaza que yo conocí, que no es la Gaza
de antes de ser cárcel, de la que solo tengo las historias que me contaron.
Memoria reconstruida no como ancla de un pasado que no regresará, sino como
fuerza que ayuda a imaginar otros futuros, que no tienen por qué ser iguales,
pero sí mejores que este presente. Son recuerdos de una Gaza en la que se
miraba al mar como quien mira a un futuro deseable, algo que se veía lejano,
inalcanzable, pero solo por ahora.
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