DE DONBÁS A GAZA: LO QUE HICIMOS MAL
En política
internacional el juego de las comparaciones siempre es frágil, peligroso y a
menudo tramposo. Pero quizá sea útil reflexionar en torno a cómo el tratamiento
de la guerra de Ucrania nos ha llevado hasta aquí
IRENE
ZUGASTI
Guerra. / J.R. Mora
Las comparaciones, dicen, son siempre odiosas. Imaginad en una guerra. Lo son porque ponen frente a frente las incoherencias, los dobles raseros y varas de medir y también porque nos enfrentan a nuestros propios principios y contradicciones. Por eso es lógico que estos días quienes estamos alzando la voz contra el genocidio en Palestina recurramos a menudo a la comparativa con otro conflicto reciente que hemos vivido muy de cerca, como es la guerra en Ucrania.
Comparamos porque
ante tan flagrantes injusticias es imposible no reventar de indignación o de
rabia. Por poner sólo unos ejemplos de los cientos que circulan, podemos
comparar el discurso de Von der Leyen cuando acusaba a Rusia de cometer
crímenes de guerra al cortar el suministro de energía en territorio ucraniano y
atacar a población civil, con el discurso que mantiene hoy cuando es Israel
quien comete estas agresiones a gran escala, anunciadas sin pudor por sus
principales líderes políticos. O podemos comparar el desvío de ayuda al
conflicto ucraniano sólo desde febrero de 2022: 77.000 millones de euros
invertidos en ayuda económica, humanitaria y también militar, frente a los
miserables 691 millones en ayuda al desarrollo en Palestina, esos que intentó
bloquear un comisario húngaro de la Unión Europea hace apenas unos días. Con la
diferencia, claro, de que Ucrania ya tiene firmada la reconstrucción nacional
de sus escombros con el dinero europeo y el asesoramiento del todopoderoso
fondo buitre Blackrock.
Podríamos comparar
también las políticas de acogida a personas refugiadas, la represión política y
policial a las protestas pacifistas en Europa, o la tolerancia a la
“propaganda” sensacionalista y carnicera –que en el caso israelí está llegando
a extremos repulsivos– en los medios de comunicación.
Podemos comparar el
desvío de ayuda al conflicto ucraniano sólo desde febrero de 2022: 77.000
millones de euros, frente a los miserables 691 millones
Y sin embargo,
todas estas comparaciones están viciadas. La vara de medir, de lo que podemos y
debemos exigirle a Europa, no debe situarse en la legitimación de lo acontecido
en Ucrania, porque yo no aspiro a que Europa haga con Palestina lo que ha hecho
con la guerra de Ucrania. No deseo invertir millones de euros en engordar la
industria militar y de la seguridad, ni quiero que se legitime el jalear a
mercenarios ni a mártires de guerra desde el telediario. No deseo que se
censuren medios de comunicación por considerarse “propaganda”, ni quiero que se
detenga a periodistas en Polonia por hacer su trabajo, como a Pablo González.
No quiero que se invoque la “autodefensa” repartiendo fusiles de asalto a
hombres desesperados, ni quiero leer más periodismo basura deshumanizando al
otro para seguir escribiendo columnas.
No quiero festejar
la militarización de la juventud con vídeos de TikTok ni aplaudir una
solidaridad hueca y selectiva con héroes de quita y pon. No deseo para nadie
sentir ese desamparo, esa impotencia que te arrolla cuando ves que en las
noticias se dan informaciones falsas, tergiversadas, incompletas, se celebra a
extremistas y a ultranacionalistas y se corren tupidos velos sobre violaciones
de derechos humanos masivas e imperdonables.
No quisiera volver
a ser parte de la banalidad del mal convertida en la banalidad de las condenas.
Tampoco deseo el
arrinconamiento de analistas, periodistas o políticos que planteen posiciones
de paz y críticas con el consenso establecido llamándoles ingenuos,
reduccionistas, equidistantes, o peor, arrastrándolos al foso de los
terroristas, islamistas o radicales fanatizados –o de los prorrusos,
nostálgicos, izquierdistas cabeza hueca–. No desearía medir la diplomacia en
condenas de twitter o aplausos en parlamentos. No quisiera volver a ser parte
de la banalidad del mal convertida en la banalidad de las condenas.
Comparamos porque
en la memoria y en el corazón de una mayoría de la izquierda late la historia
de la ocupación israelí y del apartheid que sufren los y las palestinas.
Comparamos porque sabemos que existe un contexto, una complejidad llena de
matices e intereses de décadas, y porque somos capaces de identificar la
manipulación, la hipocresía y la mentira televisada. En el caso de Ucrania,
apenas se sabía nada ni se ha podido hablar sobre las tensiones, las influencias
y las diversas identidades que llevaban largos años sacudiendo a un Estado
fallido, saqueado y devorado por la corrupción desde los escombros de la Guerra
Fría. Menos aún sabíamos de los siete años de guerra y catorce mil muertos que
llevaba a las espaldas la población del Donbás. En la guerra de Ucrania, ya sea
por desconocimiento o por miedo a caer del lado malo de la historia, por temor
a acabar quizá como Pablo González, o por viejos y nuevos odios de aquí y de
allá –más de partido que de parte–, hubo una peligrosa tolerancia a la
propaganda, a las narrativas lacrimógenas y huecas de contenido, al pensamiento
único y al silenciamiento de cualquier disidencia y el desprecio a cualquier
posición crítica o de paz. Y, abandonado el pacifismo, muchos y muchas acabaron
pidiendo guerra. Y de aquellos polvos,
estos lodos.
“No es lo mismo”,
diréis algunos. “No es comparable”, pensarán otros. Ya advertí que las
comparaciones son odiosas. Pero en esta columna apresurada yo no pretendo
comparar guerras, ni carne al peso, ni casus belli,ni Rusia, ni Israel, ni
Donbás, ni Hamás, ni Palestina. Esas comparaciones las dejo para análisis más
profundos, aunque no hace falta ser Seymour Hersh para deducir que, si se sigue
el rastro de las empresas de armas, de las fachadas iluminadas con banderas, y
de los aliados que comparten Kiev y Jerusalén las cuentas salen rápido. Ahí
quedan.
La única
comparación útil hoy, de cara al presente y al futuro que nos espera, es la que
nos interpela a plantearnos el discurso y el tratamiento informativo de una
guerra, y, de paso, el respeto a la profesión periodística y a la enorme
responsabilidad de contar lo que ocurre, respetando en lo posible la verdad, el
contexto histórico y los derechos humanos. Esta odiosa comparación nos recuerda
el precio tan caro que estamos pagando por haber legitimado políticas de
guerra, de censura y de silencio en Ucrania. Y, como no hay nada peor que un
periodista que quiere tener todo el rato razón y ganar al te lo dije, ojalá yo
me equivoque otra vez con estas líneas. Ojalá del aprendizaje de Ucrania y del
horror de Palestina resurja una fuerza moral y cívica suficiente para frenar el
horror, para hacer valer los Derechos Humanos; y para que regrese una izquierda
internacionalista, pacifista y antiimperialista… Y un periodismo que esté a su
altura. Seguimos.
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