LLUEVEN CADÁVERES
JUANLU
DE PAOLIS
Periodista y director
de televisión
Una
excavadora trabaja en edificios destruidos después de los ataques aéreos
israelíes en la ciudad de Khan Younis, en el sur de la Franja de Gaza, el 25 de
octubre de 2023.- EUROPA PRESS
Una de las tradiciones más propias de este país es acompañar el desayuno con una buena dosis de truculencia. Al parecer, una sabrosa tostada con mantequilla y mermelada casa tan bien con un café con leche como con un buen cadáver. Desde hace años, son innumerables los casos que nos han acompañado en nuestros programas matinales de mujeres asesinadas por sus maridos o de niños que un día desaparecieron y que fueron encontrados sin vida.
Este tipo de
televisión se ha librado de la etiqueta de "telebasura" que se
reserva solamente a los programas del corazón. Como si contar los pormenores
morbosos y hasta el mínimo detalle de un asesinato, fuese algo más ético que
contar con quién se acuesta el marido de Tamara Falcó. Tal vez, el hecho que plataformas
tan modernas como Netflix tengan una enorme oferta de documentales de true
crime que consumimos a dos carrillos, hace que resulte más cool entretenerse
con la disección de una víctima que con los chismes de toda la vida.
En este sentido,
mientras octubre ha sido un mes rácano en lluvias, ha sido extremadamente
generoso en muertes. Cuando parecía que el caso Daniel Sancho estaba dando sus
últimos coletazos de interés y que podíamos quedarnos huérfanos de nuestro
cursillo acelerado de criminología diario, Hamás tuvo el detalle de cometer un
atentado terrorista atroz en su incursión en tierra israelí. Con este acto,
Hamás demostró que es una extraña síntesis de nuestro tiempo. Combina
perfectamente la barbarie medieval de sus acciones con un brillante uso de la
tecnología digital. Saben que la importancia de ser salvaje en este siglo no
sólo reside en acabar con la vida de seres humanos inocentes, sino en llegar a
todo el mundo grabando la masacre. Han entendido que la mejor manera de
vehicular el terror es a través de nuestros telediarios.
Desde la comodidad
de nuestro sofá, llevamos días consumiendo horas y horas de horror. Hemos
visto, por orden de aparición, israelíes ejecutados a sangre fría en sus casas,
cuerpos de mujeres inertes encima de una camioneta y que, a su vez, eran
escupidas por guerrilleros de Hamás, niños palestinos con las caras
ensangrentadas por las bombas de Israel, adultos palestinos aplastados debajo
de escombros y cuerpos de bebés palestinos en bolsas de plástico.
Y la pregunta que
cabe hacerse en este punto es: ¿hasta cuándo debemos seguir viendo estas
imágenes, aunque se sigan produciendo? ¿Seguir viendo cadáveres cada día en
nuestros telediarios nos sensibiliza más o, al contrario, hace que nuestro ojo
se acostumbre al horror? ¿Nos hace mejores personas ver esas imágenes o nos
convierte en simples consumidores del sufrimiento de los demás? Si los
representantes políticos, que son los que tienen la posibilidad de frenar este
desastre, no actúan, nosotros, como simples ciudadanos, ¿qué se supone que
debemos hacer tras ver estas imágenes día tras día?
De momento, para lo
que está sirviendo esta lluvia de cadáveres televisada es para alimentar a una
opinión pública polarizada que se indigna, a corriente alterna, dependiendo de
la nacionalidad del niño fallecido. Una opinión pública que, una vez más,
aunque esta vez en formato internacional, vuelve a dibujarnos como un país
ferozmente rígido con el de enfrente y extraordinariamente indulgente con los
propios.
Nuestra exposición
diaria al dolor como espectadores, ha generado tal capacidad de asimilar y
tolerar la muerte ajena que, para crear marcos mentales nuevos que puedan mover
conciencias en la opinión pública, no vale ya cualquier muerte. Hay que subir
la apuesta. Hace unos días asistimos a la noticia, y a los sucesivos
desmentidos, que el Ejército israelí había encontrado a niños que habían sido
decapitados por Hamás. Al parecer, para ganar la batalla de la opinión pública
ya no basta un niño muerto por una bala o por la desnutrición fruto de un
asedio, es necesario construir una idea que sea lo suficientemente terrorífica
para que se instale en nuestro imaginario.
Debemos
solidarizarnos con las víctimas, pero, también, criticar el uso pornográfico de
las imágenes que estamos viendo estos días. Las dos cosas no deberían ser
incompatibles. ¿Debemos esconder el horror? No. Debemos ser informados. Pero la
dimensión de un conflicto histórico como el que estamos viendo, no puede ser
servido al espectador como un suceso, sino que debe tener un tratamiento y una
dimensión política. A la acumulación de
imágenes de cadáveres que desatan sentimientos de ira y rabia, debemos arrojar
también racionalidad. Las imágenes son reales, los muertos son reales, pero
también son gasolina. Y, para establecer un diálogo constructivo que pueda
llegar a una solución que frene la matanza, lo primero que habrá que hacer,
será olvidarse de los muertos. Como sociedad debemos exigir soluciones, no
venganza.
Sorprendentemente,
esta facilidad que tenemos a la hora de consumir el drama de Gaza, ha tenido,
este mismo mes de octubre, una curiosa excepción. Cuando a un redactor y a su
cámara de la televisión pública se les ocurrió enfocar unas piernas suspendidas
en el aire entre dos vagones en la estación de trenes de Sevilla, España
expresó una fuerte indignación. Mientras consumimos repetitivamente, y sin
quejarnos, imágenes de centenares de cadáveres palestinos, la simple visión de
un plano en la estación de Sevilla del cuerpo de Álvaro Prieto llevó a la
corporación pública a pedir disculpas ante las quejas generalizadas.
Esto debería
hacernos reflexionar sobre dos cosas. La primera, que los muertos israelíes y
palestinos no nos ofenden porque, en realidad, no alcanzan la dimensión humana
que sí alcanzó el caso de Álvaro por su proximidad. Y la segunda, que los
muertos palestinos e israelíes tienen una dimensión política que Álvaro no
tenía y que esa dimensión política hace que esos cadáveres, más que seres
humanos, sean argumentos políticos con los que atacar al adversario. El
constante goteo de esas imágenes no alimenta nuestra humanidad, sino que
alimenta nuestra posición política en el conflicto.
La imagen del
cadáver de Aylan, el niño de tres años que murió ahogado en una playa turca,
supuso una gran conmoción para todo el mundo y puso de manifiesto la crisis
humanitaria siria. De alguna manera, esa imagen se convirtió en un icono que
llevó, durante un breve tiempo, el drama de los refugiados a la primera línea
de la actualidad mundial. Pero, tristemente, esa imagen se convirtió sólo en un
producto de consumo que, al final, no modificó la realidad.
Corremos el riesgo
que vuelva a ocurrir. Que estas imágenes que vemos estos días pasen a la
historia como un simple contenido televisivo que consumimos unas semanas y que
no produjeron una solución. Y es que, tanto con la guerra de Ucrania como con
el conflicto entre israelíes y palestinos, el tiempo pasa, los muertos se
acumulan y nadie parece interesado en hablar de un plan de paz. Las fuerzas
destructivas se imponen mientras la política brilla por su ausencia. A veces,
uno acaba pensando que, si la vida de un niño cotizara en bolsa, si la muerte
de cada niño desencadenase una crisis económica o pusiese en riesgo el sistema
bancario, entonces la política intervendría con más determinación para
encontrar soluciones.
Hace unos días el
ministro de Defensa de Israel, Yoav Gallant, tachó a Hamás de
"animales". Si bien es cierto que resulta imposible encontrar un
rasgo de humanidad en el ataque terrorista del siete de octubre, lo que el alto
mando israelí olvida es que nosotros, Occidente, somos los dueños del zoo y nos
estamos acostumbrando al dolor que generan las condiciones infrahumanas en las
que vive toda la población palestina. Y, si no cambian esas condiciones, ese dolor
seguirá produciendo más "animales".
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