CIUDADANOS O ESCLAVOS: SINDICATOS
Y DIGNIDAD DEL TRABAJO
POR IGNACIO MURO BENAYAS
Hay que acabar con la concepción monárquica de la empresa y la verticalización creciente de las relaciones laborales, un lugar donde minorías de control asumen el gobierno y deciden por todos.
Todos los grupos sociales, desde los transportistas a los médicos, desde los campesinos a las grandes empresas, tienen tendencia espontánea a identificar y defender sus intereses colectivos. El capitalismo neoliberal les asigna el vocablo de grupos de interés o lobbies y pretende degradar a ese rol el papel de los sindicatos. Pero objetivamente son mucho más que eso.
El hecho de vivir
del propio trabajo ha constituido durante mucho tiempo un cemento suficiente
para favorecer una identidad común que surge del conflicto con el capital.
Siempre fue, no obstante, una identidad trabajada, tarea que ha correspondido a
los sindicatos de clase, organizaciones volcadas en integrar lo disperso,
dotándole de una unidad que nunca surgió de forma espontánea.
Observar el mundo
desde los ojos del trabajo es una tarea que requiere integrar a los diferentes
colectivos resaltando lo que comparten: una perspectiva que concibe el mundo
como una patria común sin depender del origen de las personas ni de su
capacidad económica, sin servidumbres de ningún tipo; que entiende la libertad
como la ausencia de explotación y dominio de unos sobres otros; que entiende el
interés general como el resultado de la cooperación voluntaria de las mayorías
en un entorno de equilibrios, hoy necesariamente vinculado con el medio
ambiente. Al final, descendiendo a lo concreto, late el sueño de concebir la
empresa como una organización de personas libres organizadas para crear y
compartir riqueza.
La lucha por esa
construcción del futuro a largo plazo se articula en una dialéctica en la que
se alternan propuestas de resistencia, confrontación o colaboración integradas
en un mismo discurso. Cuál debe ser hoy ese discurso es la cuestión.
La tarea de
reajustar el discurso del trabajo en tiempos complejos
La complejidad y
globalidad de los procesos productivos y tecnológicos ha diluido la solidaridad
primaria asociada a formas de trabajo y explotación simples. Lo que entendemos
por crecimiento se ha convertido en un proceso de apropiación del excedente que
trasciende a las empresas y que aspira a extraer plusvalías del ciudadano en
todos los espacios de su vida: cuando va al banco, se compra una vivienda o
pretende curar sus dolencias, en su hogar o en el transporte, cuando trabaja y
cuando se dedica al ocio.
El desarrollo del
último capitalismo está lleno de contradicciones. Cuanto mayor es la
productividad del trabajo, mayores son los beneficios empresariales y mayor la
apropiación por el capital del valor creado; cuando mayor es la presencia del
trabajo intelectual, mayor su sobrecualificación, mayor su precariedad y mayor
su exclusión en la gestión de las empresas; cuando mayor es la globalización de
la economía y mayor capacidad ofrecen las tecnologías para trabajar en red, mayor
es la fragmentación de los procesos y mayor es la penosidad del trabajo sufrido
en solitario.
En la medida en que
el nuevo poder empresarial se fortalece, también se difumina y oculta, se hace
invisible pero se siente en todas partes. Es un poder que todo lo ve porque la
tecnología se lo permite. Mientras los primeros directivos se sienten dioses
con su poder absoluto, la empresa se convierte en una organización obsesionada
por la vigilancia, el control y la penalización por incumplimientos.
La forma en que se
ejerce el poder acaba impregnándolo todo: construye íntimamente al sujeto,
moldea al trabajador. Cuando las fronteras del tiempo y lugar se diluyen, el
trabajador-ciudadano pasa a ser una mercancía potencialmente trazable las 24
horas del día. Entonces, los derechos laborales y los derechos ciudadanos se
entremezclan y funden. Afectan a la vivienda, la movilidad, los cuidados, la
privacidad, la desconexión o la intimidad.
Paradójicamente,
aunque la sobreexplotación se instala en el mundo, la invisibilidad del poder
favorece que el sentimiento de “estar explotado” se mitigue. En su lugar,
resucitan otras sensaciones que podemos identificar con las de frustración,
exclusión, marginación, ninguneamiento, desprecio, indiferencia… La dignidad
humana recupera protagonismo. El movimiento de los indignados que se extendió
por el mundo en la década pasada fue un movimiento ciudadano, pero ahondaba sus
raíces en la indignidad del trabajo actual.
Los efectos de la
precarización de los trabajadores del conocimiento
Es evidente que
estos cambios obligan a ampliar el foco al mensaje sindical mientras atiende
sus asuntos de siempre y en particular, hoy, la pérdida de poder adquisitivo
como manifestación urgente de la crisis energética y de relocalización de
procesos productivos.
El reto es inmenso.
Las capas intermedias de profesionales sienten envilecida su situación por la
externalización del conocimiento que, por un lado, devalúa su trabajo hasta
confundirlo con el de operadores de aplicaciones y plataformas, sin capacidad
de aportar valor, mientras, por otro, se les margina en análisis y estrategias
departamentales, trasladadas a consultores. Afectadas de una precarización
creciente, acabarán fomentando plataformas para defender sus intereses si los
sindicatos de clase no son sensibles a su situación. Incorporar esas
preocupaciones en elecciones sindicales y convenios es fundamental para
integrarlas en una nueva idea de empresa.
Hay que acabar con
la concepción monárquica de la empresa y la verticalización creciente de las
relaciones laborales, un lugar donde minorías de control asumen el gobierno y
deciden por todos. La cúpula directiva que detenta el poder se apropia de la
bandera de “lo común” como si el trabajo no fuera empresa, como si avanzar
hacia la mejor organización capaz de crear riqueza no fuera el objetivo de los
principales interesados en su desarrollo, que son los trabajadores.
La unidad de los
diferentes colectivos y capas de trabajadores pasa hoy por hacer confluir sus
demandas laborales e interesarles en el cómo producir y en el qué producir en
una lógica de participación en el gobierno de las empresas.
El trabajo es hoy,
objetivamente, el grupo social más interesado en una mejora continua de la
calidad de los activos intangibles (organización, procesos, ‘know how’) que es
la fuente principal de innovación y de especialización productiva. Y esos
activos que no puede adquirirse en el exterior y deciden el éxito de las
empresas precisan de un clima colaborativo que fomente la participación, la inteligencia
colectiva y la convergencia de esfuerzos.
Empresa republicana
frente a empresa monárquica
Probablemente no
estemos en un momento en el que podamos aspirar a un cambio esencial hacia la
democracia económica. Difícil imaginar una empresa autogestionada ni plenamente
democrática, en la que, por ejemplo, hubiera mecanismos de elección del CEO,
pero sí, al menos, aspirar a una organización intermedia, con mecanismos de
poder delegados, institucionalizados y participativos que incluyen la
codecisión y la participación en el capital.
A ese tipo de
empresa que podemos llamar republicana se le puede exigir un clima laboral
participativo que dignifique el trabajo. El sistema productivo vigente en el
norte y centro de Europa indica que innovación, eficiencia y participación
caminan juntos. Reclamar trabajo digno es identificar al trabajador como
ciudadano adulto y libre, no como un siervo asustado o como un esclavo
sometido, y a la empresa como el lugar donde se nos ofrece la oportunidad de
compartir objetivos para mejorar productos y procesos y crear riqueza.
Hacer sindicalismo
será, probablemente cada vez más, ampliar derechos de participación para
establecer un contrapoder democrático en la empresa y en la organización del
sistema productivo.
Ignacio Muro Benayas,
Economistas frente a la Crisis
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