EL G7 DEBIERA
CERRARSE DE UNA VEZ
POR VIJAY PRASHAD
Durante la cumbre del Grupo de los Siete (G7) de mayo de 2023, las y los líderes de Alemania, Canadá, Estados Unidos, Francia, Italia, Japón y Reino Unido visitaron el Museo Memorial de la Paz de Hiroshima, cerca de donde se celebró la reunión. No hacerlo habría sido un acto de inmensa descortesía. A pesar de los numerosos llamamientos para que Estados Unidos se disculpe por lanzar una bomba atómica sobre una población civil en 1945, el presidente estadounidense Joe Biden se mostró reticente. En su lugar, escribió en el libro de visitas del Memorial de la Paz: “Que las historias de este museo nos recuerden a todos nuestra obligación de construir un futuro de paz”.
Las
disculpas, amplificadas por las tensiones de nuestro tiempo, adquieren
interesantes funciones sociológicas y políticas. Una disculpa sugeriría que los
bombardeos de Hiroshima y Nagasaki en 1945 fueron un error y que Estados Unidos
no puso fin a su guerra contra Japón asumiendo la superioridad moral. Una
disculpa también contradiría la decisión de EE. UU., respaldada plenamente por
otras potencias occidentales más de 70 años después, mantener una presencia
militar a lo largo de la costa asiática del Océano Pacífico (una presencia
construida sobre la base de los bombardeos atómicos de 1945) y utilizar esa
fuerza militar para amenazar a China con armas de destrucción masiva acumuladas
en bases y barcos cercanos a las aguas territoriales chinas. Es imposible
imaginar un “futuro de paz” si Estados Unidos sigue manteniendo su agresiva
estructura militar que se extiende desde Japón hasta Australia, con la
intención expresa de disciplinar a China.
El primer
ministro británico, Rishi Sunak, recibió el encargo de advertir a China sobre
su “coerción económica” al presentar la Plataforma de Coordinación del G7 sobre
Coerción Económica para hacer un seguimiento de las actividades comerciales chinas.
“La plataforma abordará el creciente y pernicioso uso de medidas económicas
coercitivas para interferir en los asuntos soberanos de otros Estados”, declaró
Sunak. Este extraño lenguaje no mostraba ni autoconciencia de la larga historia
de colonialismo brutal de Occidente ni un reconocimiento de las estructuras
neocoloniales —incluido el estado permanente de endeudamiento impuesto por el
Fondo Monetario Internacional (FMI)— que son coercitivas por definición. No
obstante, Sunak, Biden y los demás se jactaron con la certeza arrogante de que
su posición moral sigue intacta y de que tienen derecho a atacar a China por
sus acuerdos comerciales. Estos líderes sugieren que es perfectamente aceptable
que el FMI —en nombre de los Estados del G7— exija “condicionalidades” a los países endeudados
mientras prohíbe a China negociar cuando presta dinero.
Curiosamente,
la declaración final del G7 no menciona a China por su
nombre, sino que se limita a expresar su preocupación por la “coerción
económica”. La frase “todos los países”, y no China en concreto, indica una
falta de unidad dentro del grupo. La presidenta de la Comisión Europea, Ursula
von der Leyen, por ejemplo, aprovechó su discurso en el G7 para advertir a Estados Unidos de su
uso de las subvenciones industriales: “Tenemos que ofrecer un entorno
empresarial claro y predecible a nuestras industrias de tecnología limpia. El
punto de partida es la transparencia en el G7 sobre cómo apoyamos la industria
manufacturera”.
Tanto los
gobiernos occidentales como los think tanks se han quejado de que los préstamos chinos para el desarrollo no
contienen cláusulas del Club de París. El Club de París es un organismo de
acreedores bilaterales oficiales creado en 1956 para proporcionar financiación
a los países pobres que han sido examinados por el FMI y que deben
comprometerse a llevar a cabo una serie de reformas políticas y económicas para
obtener fondos. En los últimos años, la cantidad de préstamos concedidos a través
del Club de París ha disminuido, aunque la influencia del organismo y la estima
que despiertan sus estrictas normas se mantienen. Muchos préstamos chinos —en
particular a través de la Iniciativa de la Franja y la Ruta— se niegan a
adoptar las cláusulas del Club de París, ya que, como sostienen los profesores Huang Meibo y Niu Dongfang, ello
filtraría las condicionalidades del FMI y el Club de París en los acuerdos de
préstamo. “Todos los países deberían respetar el derecho de otros países a
tomar sus propias decisiones, en lugar de tomar las reglas del Club de París
como normas universales que deben ser observadas por todos”, señalan. La
acusación de “coacción económica” no se sostiene si las pruebas apuntan a que
los prestamistas chinos se niegan a imponer las cláusulas del Club de París.
Los líderes
del G7 se presentan ante las cámaras fingiendo ser representantes mundiales
cuyas opiniones son las de toda la humanidad. Sorprendentemente, los países del
G7 solo cuentan con el 10% de la población mundial, mientras que su Producto
Interno Bruto (PIB) combinado solo representa el 27% del PIB mundial. Se trata de Estados demográfica y
económicamente cada vez más marginados que quieren utilizar su autoridad,
derivada en parte de su poder militar, para controlar el orden mundial. No se debe
permitir que un sector tan reducido de la población humana hable en nombre de
todas y todos, ya que sus experiencias e intereses no son universales ni se
puede confiar en que dejen de lado sus propios objetivos parroquiales en favor
de las necesidades de la humanidad.
De hecho, la
agenda del G7 quedó claramente establecida en sus orígenes, primero como “Grupo
de la Biblioteca” en marzo de 1973 y luego en la primera cumbre del G7 en
Francia, en noviembre de 1975. El Grupo de la Biblioteca fue creado por el
secretario del Tesoro estadounidense George Schultz, que reunió a los ministros
de finanzas de Francia (Valéry Giscard d’Estaing), Alemania Occidental (Helmut
Schmidt) y el Reino Unido (Anthony Barber) para celebrar consultas privadas
entre los aliados atlánticos. En el Château de Rambouillet, en 1975, el G7 se
reunió en el contexto del “arma del petróleo” esgrimida por la Organización de
Países Exportadores de Petróleo (OPEP) en 1973 y la aprobación del Nuevo Orden Económico Internacional (NOEI) en las
Naciones Unidas en 1974. Schmidt, que fue nombrado canciller alemán un año
después de la formación del Grupo de la Biblioteca, reflexionó sobre estos acontecimientos: “Es deseable
declarar explícitamente, de cara a la opinión pública, que la actual recesión
mundial no es una ocasión especialmente favorable para elaborar un nuevo orden
económico en la línea de ciertos documentos de la ONU”. Schmidt quería acabar
con el “dirigismo internacional” y con la capacidad de los Estados para ejercer
su soberanía económica.
Schmidt
afirmó que había que parar en seco al NOEI, porque dejar las decisiones sobre
la economía mundial “en manos de funcionarios de algún lugar de África o de
alguna capital asiática no es una buena idea”. En lugar de permitir que las y
los líderes africanos y asiáticos opinen sobre importantes asuntos mundiales,
el primer ministro del Reino Unido, Harold Wilson, sugirió que sería mejor que
las decisiones serias fueran tomadas por “el tipo de personas que se sientan
alrededor de esta mesa”.
Las actitudes
privadas mostradas por Schmidt y Wilson continúan hasta hoy, a pesar de los
dramáticos cambios en el orden mundial. En la primera década del 2000, Estados
Unidos —que había empezado a verse como una potencia mundial sin rival— se
extralimitó militarmente en su Guerra contra el Terror y económicamente con su
sistema bancario no regulado. La guerra contra Irak (2003) y la crisis
crediticia (2007) amenazaron la vitalidad del orden mundial gestionado por EE.
UU. Durante los días más oscuros de la crisis crediticia, los Estados del G8,
que entonces incluían a Rusia, pidieron a los países con superávit del Sur
Global (en particular, China, India e Indonesia) que acudieran en su ayuda. En
enero de 2008, en una reunión en Nueva Delhi (India), el presidente francés
Nicolas Sarkozy dijo a los líderes empresariales: “En la cumbre del G8,
ocho países se reúnen durante dos días y medio y al tercer día invitan a cinco
naciones en desarrollo —Brasil, China, India, México y Sudáfrica— para debatir
durante el almuerzo. Esto es [una] injusticia para [los] 2.500 millones de
habitantes de estas naciones. ¿Por qué este trato de tercera categoría hacia
ellos? Quiero que la próxima cumbre del G8 se convierta en una cumbre del G13”.
Durante este
periodo de debilidad en Occidente se habló de que el G7 se cerraría y que el
G20, que celebró su primera cumbre en 2008 en Washington D.C., se convertiría
en su sucesor. Las declaraciones de Sarkozy en Delhi fueron noticia, pero no
política. En una valoración más privada —y veraz— en octubre de 2010, el ex
primer ministro francés Michel Rocard dijo al embajador estadounidense en Francia, Craig R.
Stapleton: “Necesitamos un vehículo en el que podamos encontrar juntos
soluciones para estos retos [el crecimiento de China e India], de modo que
cuando estos monstruos lleguen dentro de 10 años, seamos capaces de hacerles
frente”.
Los
“monstruos” están ahora en la puerta, y Estados Unidos ha reunido sus arsenales
económicos, diplomáticos y militares disponibles, incluido el G7, para
sofocarlos. El G7 es un organismo antidemocrático que utiliza su poder
histórico para imponer sus estrechos intereses a un mundo sumido en una serie
de dilemas más acuciantes. Es hora de cerrar el G7 o, al menos, de impedir que
imponga su voluntad en el orden internacional.
En su
discurso radial del 9 de agosto de 1945, el presidente estadounidense Harry
Truman dijo: “El mundo notará que la primera bomba atómica fue
lanzada sobre Hiroshima, una base militar. Ello se debió a que en este primer
ataque deseábamos evitar, en la medida de lo posible, la muerte de civiles”. En
realidad, Hiroshima no era una “base militar”: era lo que el secretario de
Guerra estadounidense Henry Stimson denominó un “objetivo virgen”, un lugar que
había escapado al bombardeo estadounidense de Japón para que pudiera ser un
campo de pruebas útil para la bomba atómica. En su diario, Stimson dejó constancia de una conversación con Truman
en junio sobre los motivos para atacar esta ciudad. Cuando le dijo a Truman que
tenía “un poco de miedo de que, antes de que pudiéramos prepararnos, la Fuerza
Aérea pudiera haber bombardeado Japón tan a fondo que la nueva arma [la bomba
atómica] no tuviera una base adecuada para mostrar su fuerza”, el presidente
“se rió y dijo que lo entendía”.
Sadako
Sasaki, de dos años, era una de las 350.000 personas que vivían en Hiroshima en
el momento de los bombardeos. Murió diez años después de cánceres asociados a
la exposición a la radiación de la bomba. El poeta turco Nazim Hikmet se sintió
conmovido por su historia y escribió un poema contra la guerra y la
confrontación. Las palabras de Hikmet deberían ser una advertencia incluso
ahora a Biden por reírse de la posibilidad de un nuevo conflicto militar contra
China:
Vengo y me
paro en cada puerta
pero nadie oye mi paso silencioso.
Llamo y sigo sin ser vista
Porque estoy muerta, porque estoy muerta.
Solo tengo
siete años, aunque morí
en Hiroshima hace mucho tiempo.
Tengo siete años ahora como entonces.
Cuando los niños mueren, no crecen.
Mi cabello
fue consumido por remolinos de llamas.
Mis ojos se oscurecieron; mis ojos se cegaron.
La muerte vino y convirtió mis huesos en polvo
y eso fue esparcido por el viento.
No necesito
fruta, ni arroz.
No necesito dulces, ni siquiera pan.
No pido nada para mí
porque estoy muerta, porque estoy muerta.
Todo lo que
pido es que luches por la paz
que luches hoy, que luches hoy
para que los niños del mundo
puedan vivir y crecer y reír y jugar.
Fuente: Instituto Tricontinental de Investigación Social
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