LOS UCRANIANOS DE LOS QUE NO SE HABLA
POR OLEG YASINSKY,
La capacidad deshumanizadora de los medios de comunicación es increíble. Con el discurso oficial del ministerio de la Verdad de la OTAN, apareció un país que jamás existió, ampliamente difundido por todo el planeta como un nuevo descubrimiento geográfico en el mapa mental de los televidentes y lectores de noticias.
Nos cuentan la desgarradora
historia de un pueblo que siempre soñó con su libertad e independencia, a pesar
de los rusos y comunistas que lo reprimían. Y ahora, cuando por fin se atrevió
a romper las cadenas del autoritarismo, está siendo destruido por quienes
eternamente lo han odiado. De mil formas nos exponen, las 24 horas de los 7
días de la semana, este concepto, desde hace más de un año, en todos los
espacios públicos y privados invadidos y tomados por esa publicidad que se
disfraza de noticias y opiniones. No puedo juzgar al público occidental que se
la cree masivamente, porque, dentro de la misma Ucrania, hace más de 9 años que
este tipo de discurso tuvo su efecto devastador, formateando por completo la
memoria y la percepción de la realidad de decenas de millones de ucranianos de
todas las generaciones y haciéndoles creer en aquellas cosas que jamás
existieron. Ucrania fue convertida en un gran laboratorio de ensayo de las más
modernas metodologías mediáticas para contaminar la memoria histórica de los
pueblos con el virus del olvido que, inevitablemente, genera la enfermedad
terminal del nazismo. Ucrania no es una excepción: el experimento comenzó por
toda la URSS, con la ‘Perestroika’, con la diferencia de que en Ucrania,
después del golpe de Estado de febrero del 2014, se convirtió en la base de la
política de comunicación estatal.
Estoy totalmente convencido de
que los ucranianos no son más “amantes de la libertad” ni más “nazis” o
“anticomunistas” que cualquier otro pueblo del mundo. Se trata sólo de un
experimento mediático muy exitoso realizado por Occidente, en un país que fue
elegido por razones geopolíticas para desestabilizar a Rusia y, luego, en una
etapa final, enfrentar militarmente a China.
Un pueblo profundamente
manipulado y envenenado. Creo que, en las mismas circunstancias, algo muy
parecido se podría haber hecho con cualquier otro pueblo del mundo. Por eso, la
tragedia de Ucrania nos debe obligar, por una parte, a estudiar muy seriamente
los mecanismos psicológicos que tiene la manipulación mediática, para ver cómo
se pueden contrarrestar, y por otra, a no convertirla en una excusa para
cualquier tipo de chauvinismos anti-ucranianos, sino hacernos sentir el dolor
de un pueblo entero engañado y sacrificado, un pueblo que al fin y al cabo, no
decidió absolutamente nada. Un pueblo que hace unos pocos años votó
mayoritariamente por su actual presidente porque éste le prometió paz y amistad
con Rusia.
Cuando éramos parte de la Unión
Soviética, las fronteras entre nuestras quince repúblicas socialistas, con
nitidez, sólo se veían en los mapas. A pesar de las mentiras de los gobiernos
de Kiev, que hablaban de “la prohibición” o “la persecución” a la cultura
ucraniana, en todas las escuelas, institutos y universidades de la república
(por ejemplo, la mayoría en Kiev hablábamos ruso como nuestro idioma natal),
nos obligaban a estudiar la lengua y la literatura ucranianas dentro de la
enseñanza que nos daría un mínimo de cultura general y de respeto por la tierra
en que vivíamos. El resultado fue un pueblo culto y bilingüe. Nos daba lo mismo
ver películas o leer libros en ruso o en ucraniano, y, aunque en la Unión
Soviética las editoriales traducían a Pushkin y a Dostoyevski del ruso al
ucraniano, nunca entendimos la necesidad de hacerlo. En los primeros años de
este siglo, en uno de los viajes que hice a Kiev, me sorprendió mucho ver por
la televisión los clásicos del cine soviético con subtítulos en ucraniano. Me
pareció absurdo. Luego, cuando entré a una librería y, de repente, me di cuenta
de que la joven vendedora, a pesar de su gran esfuerzo, apenas me entendía,
porque no hablaba ruso, comprendí mejor el camino de los cambios que había
tomado el país. Hasta el golpe del Maidán faltaban más de 10 años. La actual
barbarie que consiste en la total destrucción de los símbolos y monumentos
rusos y soviéticos reemplazándolos por los ídolos nazis, no es más que la etapa
avanzada de este mismo plan.
Dibujando la caricatura de un
país “que lucha por su libertad, democracia y soberanía”, secuestrado,
pisoteado y enterrado por los gobiernos mucho antes de Zelenski y de la guerra,
la prensa occidental muestra sólo una parte de la compleja y dolorosa realidad.
Sí, hay muchos, muchísimos
ucranianos, que creyeron en la propaganda, que voluntariamente fueron a esta
guerra para matar y morir defendiendo un sueño inculcado; y hay otros, civiles,
que con toda convicción apoyan al régimen de Kiev, su obsesión por la OTAN, y
creen en el viejo cuento del reino democrático occidental. Más allá de sus
discursos, enardecidos al son de las alertas aéreas, el miedo, la destrucción
de sus mundos y de sus vidas, junto a las trágicas noticias del frente de
batalla, donde cada día mueren cientos de sus familiares, amigos y conocidos,
en la mayoría de los casos reclutados a la fuerza, para ser carne de cañón y
sembrar odio entre los pueblos hermanos, el pueblo ucraniano (como ningún otro
del mundo), no es un pueblo nazi. Pueden estar muy confundidos y atrapados en
las redes de los maestros de la demagogia, expertos en jugar con nuestras
emociones, pero la enorme mayoría de los ucranianos son gente noble,
trabajadora y humana.
Hay muchas personas en Ucrania
que entienden bien lo que pasa, aunque ahora estén sin voz. Nadie las ve ni las
oye.
Pensar y hablar en Ucrania hoy es
exponerse a un peligro mortal. Cualquier acción u opinión crítica pueden ser
interpretadas como “apoyo al agresor” o “traición a la patria”, lo que puede
conllevar penas de cárcel y la confiscación total de los bienes materiales.
Mientras más posesiones tienes, más debes cuidar tu lengua, porque los
“patriotas ucranianos” no suelen ser gente desinteresada.
Cientos de miles de ucranianos
que se encuentran ahora en Rusia o en cualquier otro país, prefieren no opinar
públicamente ni dar sus nombres, porque, al haber dejado en Ucrania a sus
familiares, éstos corren el riesgo de ser perseguidos. Por la misma razón,
muchos de los que se encuentran en Rusia, esconden a las autoridades ucranianas
su país de residencia. Las fuentes ucranianas y europeas no suelen mencionar el
hecho de que es Rusia, precisamente, el país que más refugiados ucranianos ha
recibido (¿cuándo un “invasor” hizo esto?). Aunque varias fuentes mencionan
cifras muy diferentes, su número fluctúa entre los 2,8 millones de personas
—según ACNUR, la Agencia de la ONU para refugiados— y los 5,4 millones, según
las fuentes oficiales rusas. A modo de comparación, los países europeos que más
ucranianos recibieron son Alemania (1.034.630 personas), Polonia (993.755
personas) y República Checa (447.830 personas).
Pero la situación más dramática
es la de quienes se quedan dentro del país. Nadie sabrá hoy su número exacto,
pero son varios miles de hombres y de mujeres que son enemigos del régimen nazi
de Zelenski: los que no pudieron o no quisieron dejar el país por razones
personales, cuidando a familiares ancianos o enfermos, en las graves
condiciones de colapso del sistema de salud; los hombres de menos de sesenta
años, que tienen prohibido salir por ley (para ser más precisos, los que no
tienen 7.000 u 8.000 dólares que, como se sabe, vale el soborno para poder
abandonar el país, ya que en todo el mundo, las leyes de paz y de guerra son
sólo obligatorias para los pobres). O los que, simplemente, por no querer
abandonar su tierra, se esconden, cambian de dirección y número telefónicos,
están en las redes sociales con otros nombres. Los que nos ven, nos escuchan,
nos leen, y también nos cuentan, opinan, resisten, aman, sueñan y esperan. En
cada palabra que pongo aquí, mi pensamiento, como un abrazo, vuela hacia ellos.
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