FUMA NEGRO, SUCIO BLANCO
ANTÓN LOSADA
Tiene delito que en España se esté debatiendo en serio si somos un país racista. Es como contemplar a un hombre preguntarse de qué se quejan hoy en día las mujeres, o a un adulto rezongar porque la juventud de ahora no respeta nada. Racista y mucho; como todo el continente europeo, conquistador y colonizador del resto del mundo desde el profundo convencimiento de la superioridad de nuestra raza, nuestra fe y nuestra inteligencia. Es cierto que hoy sumamos más quienes intentamos no comportarnos de manera racista, pero también que fracasamos en más ocasiones de las que estamos dispuestos a reconocer.
No es una mera
casualidad que casi nadie haya acudido a preguntarle al pueblo gitano cuál es
su respuesta a la pregunta sobre la españolidad del racismo. Sabemos lo que
tenemos en casa y a quién mejor no sondear porque llevan siglos soportando
nuestro racismo institucionalizado, desde la escuela hasta el cementerio.
Lo dice todo el
hecho de que en este pintoresco debate sobre si somos o no racistas, los
lamentos por lo mal que han hablado de nosotros por el mundo hayan recibido
bastante más atención que cuanto tengan que contar las víctimas de ese racismo
que no practicamos. No reaccionamos desde el convencimiento de que la
discriminación debe ser repudiada y combatida porque está mal: nos alteramos
porque nos da vergüenza que nos pillen. Igual que millones de españoles votan
discursos xenófobos y racistas porque los sienten y se sienten representados,
no por hartazgo ante la corrupción, por desencanto con la democracia o por
sentirse víctimas de la malvada globalización.
Pero no nos metamos
en política, hablemos de fútbol. Que la gran justificación y coartada para lo
acontecido en Mestalla consista en alegar que no coreábamos “mono” sino
“tonto”, además de profundamente deprimente, se antoja de una indigencia moral
apabullante. Que el bueno de Carletto Ancelotti haya tenido que disculparse por
no haber apreciado tan preclara diferencia ya parece de juzgado de guardia.
Hace apenas unos
meses, un equipo de tercera división catalana, el Vilanova de l’Aguda, abandonó
un partido cuando los gritos racistas acabaron por romper en llanto a uno de
sus chavales, a Musa. El árbitro reflejó en el acta que se habían ido porque
había querido. No pasaron de noticia local. No fueron bandera de nadie, muy
pocos –gobernantes, opositores, gurús, líderes mediáticos o deportivos– se
sintieron compelidos siquiera a hacer el cínico ejercicio de rasgarse las
vestiduras mientras proclamaban que, por supuesto, España no es un país
racista. Así sucede el día a día en las canchas de fútbol en España en todas y
cada una de sus divisiones. Lo sabemos, pero hacemos como que no porque no
somos racistas. Lo dijo Burke, para que el mal triunfe sólo se necesita que la
gente buena no haga nada.
Ni usted ni yo
entenderíamos que alguien, en nuestro trabajo, se pusiera a berrearle a un
compañero que es un mono, un maricón o un hijo de la gran puta. El cliente
siempre tiene razón, pero no tanta. Pagar una entrada a un campo de fútbol no
concede el derecho a denigrar al otro. La ley no se suspende en los estadios.
Sigue vigente. De esto va este asunto. No de unirse contra el racismo –porque
de la homofobia, el machismo o la xenofobia no hablamos hasta que Lula nos
avergüence en otra rueda de prensa internacional–, a ver si lo erradicamos a
base de vídeos en TikTok, buen rollo y pedagogía santurrona.
Esto va de cumplir
y hacer cumplir la ley. Empezando por la Liga que sólo ve lo que quiere y se
puede facturar; los clubes que tanto se escandalizan, pero tienen a sus ultras
xenófobos y racistas blanqueados como jefes de las gradas de animación; las
fuerzas y cuerpos de seguridad que, cuando quieren, pueden; los gobiernos que
se apuntan a las fotos de los títulos; y los mismos jueces que se apresuran a
llamar a declarar a los protagonistas de una parodia sobre la Virgen del Rocío,
pero nunca encuentran pruebas suficientes para condenar a los hinchas sin
cerebro, ni siquiera de mono.
Que, hasta la
fecha, la única sanción por racismo en el fútbol español haya recaído en el
Deportivo de A Coruña, porque su afición le llamó nazi a un nazi declarado, lo
resume casi todo. Fuma negro, sucio blanco; ya lo recomendó Siniestro Total
hace décadas y no se discute a los clásicos.
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