LA CUTREZ INIMITABLE DEL FASCISMO
"Hay en
los caudillos del posmofascismo una chabacanería imposible de ficcionar sin que
chirríe, que rechina hasta cuando está bien imitada", explica Pablo
Batalla
PABLO
BATALLA CUETO
Santiago Abascal y Javier Ortega Smith en 2018. VOX ESPAÑA
No hacemos spoilers si contamos que, en ‘Succession‘, la merecidamente aclamada serie de televisión sobre las intrigas familiares y empresariales en torno a un magnate americano de los medios, hace aparición un candidato ultraderechista a la presidencia de los Estados Unidos, llamado Jeryd Mencken. Se trata de un nazi joven, guapo, sofisticado y cautivador, maestro de los dogwhistles, admirador, por cierto, de nuestro Franco, a quien menciona elogiosamente en una conversación privada en la temporada 3, en la que hace una enumeración provocadora de referentes en la que incluye a Tomás de Aquino, san Agustín, el dictador español, Hache —ya saben— y Travis Bickle, el protagonista de Taxi Driver.
Mencken es, en ‘Succession’, ese
abismo nietzscheano al que conviene no asomarse, porque, entonces, el abismo
también se asomará a nosotros. Cuesta no dejarse seducir por su carisma frío,
lobuno, y su verbo refinado de fascista culto: «El modelo que yo sigo no es el
modelo quemado del mercado, donde hombres ladinos regatean por el mejor precio.
Yo no soy así. La democracia en la que creo es aquella en la que un líder
emerge del pueblo, casi por voluntad propia, engendrado por la gran dulzura de
la virtud de la sabiduría combinada de las buenas gentes de esta República».
Los líderes fascistas realmente
existentes no son así. Mencken no se parece a Abascal, los Le Pen, los
Kaczy?ski, Nigel Farage, Salvini, Meloni, Viktor Orbán; a ninguno de los soeces
macarras que están a la cabeza de las ultraderechas mundiales, y desde luego no
a Donald Trump o Ron DeSantis, cuando sí se parecen a Biden y a Sanders los
contrincantes demócratas de Mencken en la serie: un Daniel Jimenez del que
sabemos poco, pero lo suponemos un progresista moderado, y el socialista Gil
Eavis.
Hay en los caudillos del
posmofascismo una chabacanería imposible de ficcionar sin que chirríe, que
rechina hasta cuando está bien imitada, como lo está en el Franco y el
Millán-Astray de ‘Mientras dure la guerra‘, la película de Amenábar sobre
Unamuno. El sangriento Generalísimo y el fundador la Legión, impecablemente
interpretados por dos buenos actores que clavan la gelidez atiplada del primero
y el desquiciado histrionismo del segundo, violentan, sin embargo, nuestro
sentido de la verosimilitud. No siempre lo cierto es creíble; la realidad, ya
se sabe, es con frecuencia mucho más fantasiosa que la ficción. No hay ficción
que soporte a alguien gritando en serio «¡viva la muerte!», o aquella
conversación telefónica de Tejero con García Carrés, en las horas del 23-F:
«¡No, no renunciéis, que es España!», «¡De acuerdo que es España!», «¡Que es
España, coño!», «¡Viva España, coño!».
Quien esto escribe recuerda a
cierto escritor que, hace unos años, contó en la Semana Negra de Gijón que
había renunciado a introducir, en su novela sobre Mandela, una anécdota cierta
e increíble de la vida del héroe sudafricano: en una ocasión, la policía llegó
inesperadamente al piso franco en el que se guarecía, sin darle tiempo, al
verlos aparecer de repente en la calle, para escapar. En la desesperación del
acorralado, se metió en un armario, pero no lo encontraron: registraron todo el
piso, salvo el armario aquel. Y Mandela no cayó entonces. Explicaba aquel
novelista, en el festival literario gijonés, que decidió que no podía incluir
aquella historia rigurosamente verdadera, pero inverosímil, que hubiera
malogrado la novela al violentar el pacto ficcional: esa suspensión de la
incredulidad en que penetramos cuando leemos un libro o vemos una película y
que no tiene que ver con la posibilidad física de los hechos. Una historia de
magos y dragones puede ser verosímil en sus propios términos, no siéndolo un
Mandela que escape de sus captores escondiéndose en un armario.
Con la chabacanería fascista
ocurre lo mismo: es tan singular su chusquedad, tan avasallador su feísmo, tan
esperpéntico su esperpento hecho realidad, que solo es reproducible por la
comedia, donde el criterio de verosimilitud, con existir, es distinto, más
laxo. Si se escribe o se rueda drama, hay que renunciar a reflejarla. Jeryd
Mencken no es cierto, pero es verosímil. Martínez el Facha no es verosímil,
pero es cierto, como lo fueron los asaltantes del Capitolio estadounidense o la
plaza de los Tres Poderes de Brasilia, o el «se sienten, coño» de Tejero, o
hace más de un siglo las astracanadas de Mussolini o de Gabriele d’Annunzio,
desdeñadas como bufonadas sin recorrido por muchos contemporáneos a los que,
pocos años después, se les heló la sonrisa en la cara.
Se dice a veces que las
ultraderechas actuales son «demasiado cutres para ser fascistas», pero es un
juicio errado, marcado justamente por una concepción hollywoodizada del
fascismo; por su sobrerrepresentación de galanes nacionalsocialistas vestidos
de Hugo Boss y amantes de la ópera. El fascismo es cutre, pero es cierto, y es
inverosímil, pero es posible. El camino de Auschwitz se construye con odio y se
pavimenta de indiferencia, pero también de chocarrería; de toneladas de kitsch.
El mal no solo es banal: también hortera. Puede ser hortera un holocausto.
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