EL LAICISMO ES LA AUSENCIA DE
RELIGIONES Y DOGMAS
JOSÉ ANTONIO MARTÍN PALLÍN
La sociedad española ha estado marcada a fuego (nunca mejor dicho) durante siglos por los dogmas e imposiciones de la Iglesia católica, en su versión más radicalmente alejada del respeto a la libertad humana según la tradición tridentina. Los que tenemos algunos años vivimos la dura reacción del ultracatolicismo frente a la convocatoria del Concilio Vaticano II, por iniciativa de Juan XXIII y desarrollado por Pablo VI (Cardenal Montini), que había solicitado clemencia antes de que se consumase el asesinato de Julián Grimau. Los pensadores favorables a esta innovación o aggiornamento de los dogmas del catolicismo fueron atacados con virulencia e incluso acusados, como es frecuente en este país, ante la carencia de capacidad argumental, de compañeros de viaje o satélites de las ideas comunistas. Recuerdo una viñeta del genial Antonio Mingote en la que su tradicional matrimonio opulento dialogaba sobre el Concilio, y el marido sentenciaba: “Desengáñate, Fulanita, porque al cielo iremos los de siempre”. Los seres humanos nacen laicos, desnudos y sin creencias; más adelante, su entorno o la sociedad en la que viven y se desarrollan les inculcan credos o ideologías que pueden aceptar o rechazar.
Nuestra tradición
constitucional está impregnada de referencias a la religión y la Iglesia
católica. La Constitución de 1812, que hay que reconocer que fue un avance
respecto del absolutismo, establecía que la religión de la nación española es y
será perpetuamente la católica, apostólica, romana, única verdadera. La nación
la protege por leyes sabias y justas y prohíbe el ejercicio de cualquiera otra.
Nuestra tradición
constitucional está impregnada de referencias a la religión y la Iglesia
católica
Las constituciones
posteriores sostienen que la nación se obliga a mantener el culto y los
ministros de la religión católica que profesan los españoles. La de 1869 insiste en la obligación de
mantener el culto y los ministros de la religión católica, pero añade que el
ejercicio público o privado de cualquier otro culto queda garantizado a todos
los extranjeros residentes en España sin más limitaciones que las reglas
universales de la moral y del derecho. Los españoles se regirán por la misma
norma.
El proyecto de
Constitución federal de la I República española de 1873 consagra el derecho de
los españoles al libre ejercicio de su pensamiento y a la libre expresión de su
conciencia. La Constitución de 30 de junio de 1876 establece que la religión
católica, apostólica y romana es la del Estado y señala el compromiso de
mantener el culto y a sus ministros.
Tenemos que llegar
a la Constitución de la II República, de 9 de diciembre de 1931, para leer en
su artículo tercero, de forma clara y terminante, que el Estado español no
tiene religión oficial. Este texto dio lugar a que Manuel Azaña, en pura lógica
gramatical y política, pronunciase su famosa frase: “España ha dejado de ser
católica”. Durante el franquismo, e incluso en los momentos actuales, esa frase
se ha interpretado y manipulado como falsa imputación de una incitación a la persecución
religiosa.
Implantada la
dictadura por el golpe militar, la Ley de Principios del Movimiento Nacional,
de 17 de mayo de 1958, proclama que la nación española considera como timbre de
honor el acatamiento a la ley de Dios según la doctrina de la Santa Iglesia
católica, apostólica y romana, única verdadera y fe inseparable de la
conciencia nacional que inspirará su legislación.
La vigente
Constitución de 1978 da un extraño y habilidoso giro a la tradicional
oficialidad de la religión católica e introduce, por primera vez, el concepto
indeterminado y evasivo de la aconfesionalidad. En el artículo 16 garantiza la
libertad ideológica, religiosa y de culto sin más limitaciones en sus
manifestaciones que las necesarias para el mantenimiento del orden público
protegido por la ley. Nadie podrá ser obligado a declarar sobre su ideología,
religión o creencias; declaración innecesaria porque está amparada por el
derecho a la intimidad, y añade de forma puramente declamatoria que ninguna
confesión tendrá carácter estatal. En un alarde de oportunismo político,
sostiene que los poderes públicos (¿también el poder judicial?) tendrán en
cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y proclama, no impone,
las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia católica y las demás
confesiones.
La vigente
Constitución de 1978 da un extraño y habilidoso giro a la tradicional
oficialidad de la religión católica
Esta indefinición
ha suscitado numerosos debates entre constitucionalistas, filósofos del derecho
y canonistas. La controversia se refleja en toda su profundidad en un trabajo
del profesor Alfonso Ruiz Miguel. Analiza la jurisprudencia del Tribunal
Constitucional y aborda dos casos emblemáticos: la sanción a un militar que se
negó a formar parte de un escuadrón que acompañaba a una ceremonia religiosa a
un paso de Semana Santa y la expulsión de una profesora de un colegio católico
porque vivía en concubinato. Estima que para una interpretación laica de la
Constitución las resoluciones del Tribunal construyen un concepto flexible y
ambiguo como es el de la laicidad positiva. En ambos casos se les otorgó el
amparo.
Desarrolla en su
trabajo los conceptos de neutralidad estatal, laicidad positiva y derecho
promocional. El Estado debe ser neutral y, por supuesto, no perseguir ninguna
religión. Acude a una cita de Dionisio Llamazares (director de la Cátedra
Fernando de los Ríos sobre Laicidad y Libertades Públicas de la Universidad
Carlos III de Madrid): “Sí, tiene que haber un significado meramente definitorio
o externo de laicismo como proceso histórico de secularización hacia la
laicidad estatal, entendida esta, por un lado, como neutralidad o imparcialidad
hacia las creencias religiosas o no de los ciudadanos, y por otro lado como
separación hoy entre las competencias y los valores del Estado y de las
distintas confesiones religiosas. La neutralidad tiene que ser entendida en un
sentido liberal. La neutralidad en materia religiosa obliga al Estado incluso a
incentivar o mantenerse neutral respecto de las ideas ateas, laicistas y
similares”.
Ruiz Miguel nos
obsequia con una divertida argumentación del profesor Carlos Ollero en pleno
debate constituyente. Atribuía a los laicistas una especie de alergia al
incienso que acababa generándoles una peculiar obsesión de fumadores pasivos.
Recuerda cómo se fue imponiendo la prohibición de fumar en los aviones, primero
en los asientos delanteros, y más tarde, en la totalidad de ellos. Cuando se
asume que el tabaco es cancerígeno, no cabe ya neutralidad legítima y se impone
con toda lógica el prohibicionismo hasta llegar a la tolerancia cero. Atribuye
al laicista un rechazo semejante al hecho religioso por considerarlo
socialmente cancerígeno. El laicismo no debe caer en esa trampa. La tolerancia
debe ser su seña de identidad. No es tan difícil entender que lo que el
laicismo pretende es simplemente que el incienso se lo paguen los católicos de
su bolsillo. La inmensa mayoría de los que se proclaman católicos (qué curiosa
la distinción entre practicantes y no practicantes) desconocen la Historia y la
doctrina pasada y presente de su jefe espiritual y sus pastores.
Basta con repasar
algunos textos del apóstol San Pablo, que tanta influencia ha tenido en la
construcción de la Iglesia como institución y en las doctrinas que han marcado,
durante siglos, la posición de la mujer en la vida de las sociedades de cultura
católica. El menosprecio, la humillación y hasta la grosería sobre la mujer, se
reflejan, emblemáticamente, en una Epístola a los Corintios, en la que se dice que,
en las controversias eclesiásticas, las mujeres no pueden opinar y deben
callarse.
Lo que el laicismo
pretende es simplemente que el incienso se lo paguen los católicos de su
bolsillo
Pero no nos
remontemos a siglos pasados. Disponemos de las opiniones “teológicas” de
algunos de nuestros obispos, como el inefable titular de la Diócesis de Alcalá
de Henares, que, en su condición de obispo y revestido de pontifical, declama
exabruptos de contenido tabernario y al que se le da audiencia en una televisión
pública que pagamos todos los españoles.
Antes de que la
santa madre Iglesia condene lo que denomina ideología de género debería repasar
sus argumentos y llegar a la conclusión de que su doctrina es un factor
desencadenante de este drama cotidiano de violencia contra la mujer. Ante el
imparable avance de las conquistas del feminismo, como el voto, el divorcio o
su libertad reproductiva, reaccionan tachando de totalitarios a los que
rechazan las doctrinas católicas sobre la ideología de género. Me parece ilustrativo
reproducir un pasaje de una revista mensual sobre religión y cultura, que se
titula Palabras: “La fe cristiana, que no es ideología, proyecta sin embargo
luz sobre los acontecimientos, y recuerda que la diferencia (que no significa
desigualdad) entre hombre y mujer proviene del designio creador de Dios”.
Las relaciones de
cooperación a las que se refiere el texto constitucional no pueden anclarse en
privilegios del pasado, sino situarse en un plano de igualdad con otras
religiones. La admisión de un régimen especial de protección activa convierte
al gobierno en un rehén de la jerarquía católica. Nuestra legislación parece
que avala este temor. En primer lugar, se establece un régimen de cotización a
la Seguridad Social específico para los ministros del culto. Es evidente que
las prestaciones de incentivos a algunas iglesias se han ido ampliando.
Recientemente, el ministro de la Presidencia, Relaciones con las Cortes y
Memoria Democrática, Félix Bolaños, se ha reunido con los representantes de la Iglesia
Ortodoxa, la Unión Budista, la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los
Últimos Días (mormones) y los Testigos de Jehová, para alcanzar un acuerdo que
les permita disfrutar de los mismos beneficios fiscales que tienen reconocidos
la Iglesia Católica, la Federación de Entidades Religiosas Evangélicas (donde
milita la vidente que asistió a un mitin del PP), la Federación de Comunidades
Israelitas y la Comisión Islámica.
Sin embargo,
conviene no olvidar que los acuerdos con el Vaticano deben ser considerados como una posibilidad
constitucional, y como tal revisable, no como un derecho adquirido por las
confesiones que las disfrutan, y menos todavía un derecho de carácter
fundamental garantizado por la Constitución. Del mismo modo que fueron firmados,
se pueden denunciar y abandonar conforme a lo previsto para la aprobación de
los tratados internacionales en el artículo 94 de la Constitución. Se tramita
como una ley orgánica, es decir, requiere mayoría absoluta.
El Instrumento de
Ratificación del Acuerdo entre el Estado español y la Santa Sede sobre asuntos
económicos, firmado en Ciudad del Vaticano el 3 de enero de 1979, establece
compromisos que todavía no se han alcanzado. El Acuerdo demoró su publicación
hasta después de la entrada en vigor de la Constitución para revestirlo de
rango constitucional. Por una parte, el Estado no puede ni desconocer ni
prolongar indefinidamente obligaciones jurídicas contraídas en el pasado, y por
otro, la Iglesia católica declara su propósito de lograr, por sí misma, los
recursos suficientes para la atención de sus necesidades. Esperemos que, con la
ayuda de Dios o quien corresponda, los compromisos se cumplan.
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