TRABAJOS DE MIERDA
JONATHAN MARTÍNEZ
Interior
de un call center
Lo contaré tal y como me lo contaron a mí. Hace muchos años, en una noche lluviosa de invierno, el sacerdote de mi pueblo recibió una llamada telefónica de emergencia. Un vecino del barrio de San Esteban había contraído una enfermedad fatal y repentina y se encontraba ya en los umbrales de la muerte. El fin sería cuestión de horas, tal vez minutos, de modo que era urgente que el cura acudiera a aplicarle al pobre hombre el óleo de la extremaunción.
El cura agarró sus
bártulos y condujo a toda prisa bajo la tormenta. Cuando llegó al barrio, salió
del coche con un derrape y corrió hasta la casa del vecino moribundo. Toco el
timbre. Oyó los pasos que se aproximaban y por fin, cuando vio abrirse la
puerta, le dio un vuelco al contemplar al mismísimo enfermo, que no estaba
enfermo sino adormilado, y que preguntaba con malas pulgas qué demonios quería
el cura a aquellas santísimas horas de la noche. Por lo visto, los chavales del
barrio quisieron gastar una broma y con aquella travesura mataron dos pájaros
de un tiro.
Cuando éramos
niños, descolgábamos el teléfono para distraer el tedio con toda clase de
inocentadas. Recuerdo que en una ocasión mi tío llamó a un pariente haciéndose
pasar por inspector de Telefónica y lo amenazó con una multa descabellada
porque el cable de su terminal excedía las medidas reglamentarias. Aquella
chanza nos sirvió de acicate, así que a veces telefoneábamos a algún vecino
incauto y le ofrecíamos productos disparatados, supongo que inspirados por la
famosa broma radiofónica de la Tapiporla.
Allá por los
noventa, las televisiones promocionaban el Party-Line, una especie de ruleta
rusa del parloteo que permanecía activa las 24 horas del día y que costaba
hasta 60 pesetas el minuto. Con el tiempo, las mismas televisiones comenzaron a
ofrecer reportajes sobre familias arruinadas por las tarificaciones especiales.
Nuestros padres, alarmados por testimonios tremebundos, nos querían lejos del
teléfono doméstico, así que tuvimos que refugiarnos en los teléfonos públicos.
En nuestros días, las cabinas parecen una reliquia arqueológica, pero en aquel
entonces podían resultar un refugio acogedor —preguntadle a Clark Kent— o un
cruel infierno —preguntadle a José Luis López Vázquez—.
El caso es que
pasaron los años, murió la fiebre de los 903 y en los anuncios de televisión se
popularizaron las llamadas gratuitas. Eran, por ejemplo, servicios de atención
al cliente de aseguradoras. Los niños ya no tan niños nos encerrábamos en
alguna cabina a preguntar cuánto costaría asegurar un tirachinas. Recuerdo que
las operadoras, acostumbradas a las peores lides, soportaban aquellas
impertinencias con un estoicismo desarmante.
Ha llovido mucho
desde entonces, sobre todo en mi pueblo, y los servicios de telemarketing están
ya tan extendidos que todas estas batallitas nos resultan lejanas e
improbables. Ahora las propias compañías nos despiertan a las horas más
intempestivas para ofrecernos productos que no hemos reclamado y para marearnos
con las cláusulas más ininteligibles de los contratos más leoninos. Bloqueamos
números de spam y nos suscribimos a la Lista Robinson pero cada vez es más
difícil escapar al asedio.
Muchas veces me
pregunto por cada uno de esos trabajadores comerciales con los que compartimos
unos segundos de intercambio telefónico, cuál es su historia, desde dónde
llama, cuál es su salario y cuántas bocas tiene que alimentar. Mi curiosidad
creció gracias a una huelga de Konecta, por entonces subcontrata de atención al
cliente de Iberdrola. Los manifestantes eran en su mayoría mujeres, cobraban
sueldos irrisorios y trabajaban en condiciones deplorables. Todo esto ocurría
mientras se desarbolaban las antiguas fábricas de la comarca. El viejo
capitalismo industrial dejaba lugar a un capitalismo de servicios donde el
trabajo era más precario y la penetración sindical más ardua.
En 1930, durante
una conferencia celebrada en la Residencia de Estudiantes de Madrid, el
economista John Maynard Keynes pronosticó un futuro de abundancia. Con tres
horas de trabajo al día, dice Keynes, bastaría para saciar nuestras necesidades
elementales. A simple vista, el razonamiento es inapelable. El desarrollo
tecnológico permite hoy algunas hazañas productivas que antes eran impensables.
Sin embargo, el trabajo ha terminado colonizando cada vez más espacios de
nuestras vidas. La frontera entre el ocio y el negocio se ha vuelto borrosa. El
desarrollo tecnológico nos ha metido al patrón en casa y las exigencias de
nuestros jefes se cuelan por WhatsApp fuera de los horarios de oficina.
En su ensayo
Trabajos de mierda, el antropólogo David Graeber se pregunta qué ha ocurrido
para que la utopía de Keynes parezca hoy tan desubicada. Es cierto que los
procesos productivos se han automatizado. No obstante, en lugar de reducirse
las horas de trabajo para beneficio de la humanidad, han proliferado algunos
empleos sin propósito en el sector servicios, como si el objetivo del sistema
no fuera otro que mantenernos ocupados. La moraleja de Graeber es terminante: "Los
miembros de la clase dominante han llegado a la conclusión de que una población
feliz y productiva con tiempo libre en sus manos es un peligro mortal".
Parece que los
servicios de atención telefónica vienen a impedir esa posibilidad. Por un lado,
los usuarios son remitidos de un operador a otro, sometidos a la espera
interminable del hilo musical, empujados a rebotar entre departamentos y
formularios en laberintos de tecnicismos que recuerdan a las distopías
burocráticas de Kafka. Del otro lado, los operarios se agotan en el purgatorio
de algún edificio inteligente, sometidos a la videovigilancia de sus
encargados, estresados con descansos cronometrados, expuestos a la ira de los
clientes y condenados al yugo de los incentivos y las encuestas de satisfacción.
En alguna otra oficina regentada también por teleoperadores, el dueño de una
Empresa de Trabajo Temporal escribe ceros en su chequera.
Es como si el
capitalismo hubiera convertido la economía en un descomunal call center, en un
extenso departamento de bromas pesadas donde la comunicación racional es tan
inalcanzable como la dignidad obrera. Patologías foniátricas. Burnout. Turnos
rotatorios. Jornadas infinitas. Contratos falseados. Eventualidad.
Deslocalizaciones. Despidos de sindicalistas. Bloqueo de la subrogación. En
fin, Keynes: poca broma.
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