MENDILIBAR, ZIDANE Y SIMEONE
FELIPE DE LUIS MANERO
Fabián Orellana vuelve a estar
ausente, taciturno, no habla con sus compañeros. Su entrenador percibe su
melancolía, pero no sabe qué hacer. Decide trasladar su preocupación a un
miembro de la plantilla, un jugador con peso en el vestuario. Tal vez, él sepa
cómo actuar. El enviado habla con Orellana y descubre que el chileno ha
discutido con su pareja.
—No te preocupes, yo me encargo
—le tranquiliza.
Entonces ese futbolista coge el coche y acude a una tienda de confianza situada en una ciudad cercana. Allí compra un regalo de reconciliación para la pareja de Orellana. Un par de días después, el chileno recupera la alegría. Todo está arreglado. De momento.
Esta escena sucede en un
vestuario de Primera División unos años antes de que Orellana y José Luis
Mendilibar crucen sus caminos. Hasta entonces, el talentoso y volcánico jugador
coleccionaba desencuentros con sus entrenadores. El último y más sonado, ser
apartado del Celta por Berizzo tras una fuerte discusión. Después, unos meses
grises en el Valencia de Marcelino. Y ahora, el Eibar de Mendi.
Entre tanto artificio de los
banquillos punteros, ver a un tipo ataviado con un chándal cuya única
pretensión es entrenar a un equipo de fútbol, es una bendición
El veterano técnico, con
naturalidad y sin ínfulas, se hace con la situación. No trata de cambiar al
jugador, asume los conflictos que vendrán porque sabe que Orellana no se va a
callar. Y de hecho, él no quiere que lo haga. Se calientan varias veces, se
dicen cuatro cosas a la cara y después siguen como si nada. Orellana está feliz
en Eibar, tanto que, como el propio Mendilibar confirma, es el único sitio en
España donde se ha comprado una casa.
Orellana ya es pasado, pero ahora
ha llegado una de las sensaciones del campeonato, el travieso Bryan Gil, que
precisamente ha comenzado a despuntar bajo el auspicio de Mendilibar. El otro
día, en el partido de Copa ante Las Rozas, Gil intentó perder tiempo. El
técnico le llamó al banquillo para abroncarle: eso, si acaso, contra el Madrid,
no contra un equipo de Segunda B.
Así es Mendilibar, severo como un
padre o cariñoso como un abuelo, depende del momento y del jugador. Porque no
hay cosa más injusta en el mundo que tratar a todos por igual. Y entre tanto
artificio proveniente de los banquillos punteros, ver a un tipo ataviado con un
simple chándal gris cuya única pretensión es entrenar a un equipo de fútbol
resulta una bendición. Un tipo que se pasa el partido echando broncas, soltando
sapos y culebras por la boca, con la frente repleta de arrugas, pero que luego,
al ponerse delante de un micrófono, no esconderá la cabeza bajo ninguna excusa.
Luego está el afable Zidane –al
que no le sienta nada bien el traje de cabreado–, que denuncia una especie de
contubernio estatal con, al parecer, el objetivo de que la expedición del Real
Madrid protagonizara una secuela de Viven. Si alguien ajeno a lo sucedido
escucha a Courtois en la entrevista postpartido de Pamplona, lo más normal es
que corra a la comisaría más cercana para denunciar un grave atentado contra
los derechos humanos que, para más inri, ha sido televisado.
No me olvido de Simeone, que
volvió a utilizar su posible marcha como velo para tapar una gruesa derrota. Me
hizo gracia que subrayara “la malicia” de algunos en las interpretaciones de
sus palabras, una malicia en cualquier caso provocada por él mismo. Corre el
mismo riesgo el Cholo –como le pasó en su día a Guardiola en el Barça– que el
novio que amenaza con la ruptura en cada discusión: que un día la otra parte le
diga que perfecto, que muy bien, que lo dejamos de una vez por todas.
Pero mantengo la esperanza. En
medio de toda esta tormenta de estrategias dialécticas y poses afectadas,
tenemos a Mendilibar. Un señor al que imagino levantándose muy temprano,
todavía de madrugada, y desayunando de manera frugal en la penumbra solo
atenuada por la luz de un candil. Un señor que me gustaría que, de vez en
cuando, viniese a mi casa para ponerme firme: que me eche la bronca cuando he
tenido un mal día y lo pago con los míos, que me anime a seguir adelante cuando
en lugar de ir al gimnasio he pedido una pizza, que me enseñe a celebrar las
victorias y a aceptar las derrotas. Sin excusas ni hostias.
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