EL AGRAVIO A LOS MUERTOS
ÁLVARO GARCÍA LINERA
“Ni los muertos estarán seguros ante el
enemigo si este vence…..” – Walter Benjamin
Un multitudinario
cortejo fúnebre recorre las calles de El Alto y La Paz. Por delante van dos
féretros y detrás miles y miles de dolientes. Son gente humilde; pobladores de
El Alto, artesanos, campesinos, vecinos, madres, indígenas de las provincias de
La Paz, Potosí, Cochabamba y Oruro. Han caminado con su dolor cerca de diez
kilómetros, y a su paso salen trabajadores, comerciantes y estudiantes llorosos
que se persignan, aplauden y entregan agua y pan a los que marchan. La ciudad
está paralizada, y la gente de los barrios populares está de luto. Ayer, en la
zona de Senkata ocho pobladores fueron asesinados con armas de fuego militar,
más de un centenar fueron heridos de bala, llegando a treina y cuatro los
muertos en los últimos nueve días del golpe de Estado en Bolivia.
Han bajado desde El
Alto para reclamar justicia por sus muertos; han caminado tanto para que las
personas vean lo que está pasando, ya que los medios de comunicación
amordazados no hablan de la tragedia sufrida; marchan horas y horas para decirle
al mundo que no son terroristas ni vándalos; que ellos son el pueblo.
Y es que desde el
día del golpe de Estado todas las movilizaciones de sectores populares y
campesinos que salieron a defender la democracia y el respeto al voto ciudadano
fueron objeto de una feroz campaña de desprestigio que desbordó las redes y los
medios de comunicación. No se hablaba de obreros, ni de vecinos, ni de
indígenas. Se trataba de “peligrosas hordas”, de “vándalos” que amenazan la paz
social. Y cuando los habitantes de la valiente ciudad de El Alto y los
indígenas y campesinos bloquearon carreteras, un rabioso lenguaje se apoderó de
los golpistas y medios de comunicación: “terroristas”, “narcotraficantes”,
“salvajes”, “criminales”, “turbas borrachas” “saqueadores” y otros adjetivos
fueron utilizados para descalificar y criminalizar la protesta de las clases
menesterosas.
Desde entonces,
mujeres de pollera con hijos en la espalda, niñas escolares que acompañan a sus
padres, jóvenes universitarios, obreros soldadores, campesinos de poncho y
vendedores de helados son el nuevo rostro de los “peligrosos sediciosos” que
quieren incendiar el país. Esta estigmatización de la plebe sublevada,
especialmente si son indios, no es nueva. Durante la Colonia, en el siglo XVI,
Fray Ginés de Sepúlveda comparó a los indígenas con los monos; el cura Tomás
Ortíz los calificó de “bestias”; en el siglo XIX se hablaba de “razas
degeneradas”; y las dictaduras del siglo XX mutaron hacia la delincuentización
del indio insurrecto, calificándolo de “subversivo“, “sedicioso”, que quiere
poner en riesgo la propiedad, el orden y la religión.
Ahora, las clases
medias tradicionales realizan una vergonzosa fusión verbal entre el lenguaje
colonial con el de contrainsurgencia. Ni sus intelectuales orgánicos educados
en universidades extranjeras pueden escapar a este llamado de la sangre y el
prejuicio racial. Para ellos las marchas de vecinos son reuniones de
“delincuentes borrachos”, los bloqueos de caminos de campesinos son actos de
“terrorismo” y los asesinados por la bala militar son ajustes de cuentas entre
“maleantes”. La forzada mesura con la que todos estos años los escribas
conservadores habían calificado a los indios empoderados, hoy se desbocan como
un torbellino de prejuicios, insultos y descalificaciones racializadas.
Habían aguardado
toda una década mordiéndose los dientes para no escupir sobre los indios y
mostrarles su desprecio; y ahora, amparados en las bayonetas, no dudan en
descargar todo su odio de casta. Es el tiempo de la venganza y lo hacen
enfurecidos. Es como si quisieran borrar no sólo la presencia del indio que los
derrotó, y por eso son capaces de matar con tal de que Evo no sea candidato;
además desean arrancar su huella de la memoria de las clases humildes
asesinando, encarcelando, torturando, amenazando a quienes pronuncien su
nombre. Por eso queman la Wiphala que Evo introdujo en las instituciones del
Estado; por eso queman las escuelas que él hizo construir en los barrios
populares; por eso aplauden y brindan por la militarización de las ciudades. Ya
no hay espacio para la dignidad ni el decoro de una clase que se revuelca
frenéticamente en el lodo del autoritarismo, la intolerancia y el racismo.
Y es contra ello
que marchan las clases humildes de El Alto y las provincias. Bajan por miles,
doscientos mil, trescientos mil. El número ya no importa. El poder que ellas
defienden no es el de una persona ni el que Weber teorizó como capacidad de
influir en el comportamiento de otro. Para las clases populares la experiencia
de poder de estos últimos catorce años es el de ser reconocidas como iguales,
el de tener derecho al agua, a la educación, al trabajo, a la salud en
similares condiciones que el resto de los ciudadanos. El ejercicio del poder
para el pueblo ganado en las urnas, más que la de una capacidad de mando ha
sido la de una experiencia corporal diaria de poder mirar de frente a los demás
sin tener que avergonzarse del color de piel o la pollera de madre; es haber
sido tomados en cuenta como seres humanos; es el poder vender en el mercado,
labrar la tierra o ser autoridad sin ninguna barrera de apellido. De ahí que,
si bien la experiencia del poder estatal para las clases subalternas -como lo
vio Gramsci- es, en primer lugar, la construcción práctica de su unidad como
bloque social, la manera de verbalizar y comprender moralmente ese poder ha
sido la conquista de la dignidad, es decir, su experiencia de pueblo como
cuerpo colectivo autodignificado.
Por eso la mujer de
pollera y el obrero lloran cuando el fascismo quema la Wiphala, lloran cuando
Evo es expulsado, lloran cuando son impedidos de entrar a las ciudades. Lloran
porque están despedazando el cuerpo simbólico y real de su unidad y de su poder
social. Y cuando llevan sus muertos por delante en medio de miles de crespones
negros y boleros de caballería fúnebres, lo hacen para pedir a las clases
pudientes el respeto a sus muertos, a esos muertos que son el umbral último
donde los vivos, sea de la clase o condición social que sean, deben detener su
orgía de sangre y odio, para venerar la virtud de la vida.
Pero la respuesta
de los golpistas es atroz, inmoral, dantesca. Disparan gases lacrimógenos,
disparan balas, desplazan sus tanquetas y los féretros quedan en el piso,
envueltos en una nube de gases escoltados por gente que se arrodilla y se
arriesga a la asfixia antes que abandonarlos.
”No respetan ni a
los muertos” grita la gente. No es una frase de protesta, es una sentencia
histórica. La misma que pronunciaron los padres de los agredidos de hoy, cuando
otro golpe militar en el fatídico noviembre de 1979 ametralló desde unos
aviones norteamericanos Mustang a los dolientes que rezaban y hacían ofrendas a
los familiares difuntos en el día de los muertos o “todos santos”. Los
aventureros del golpe militar de entonces, después de su efímera borrachera de
victoria, quedaron aparcados en la cloaca de la historia, lugar en el que con
toda seguridad estarán pronto los golpistas de hoy. No se puede agraviar
impunemente a los muertos, porque en la cultura del pueblo ellos forman parte
de los principios básicos reguladores del destino de los vivos.
La brutalidad de
los golpistas hoy obtiene el miedo de la gente, pero ha abierto las puertas de
un resentimiento generalizado. Las suturas con las que las seculares grietas
clasistas, regionales y raciales habían sido cerradas han estallado por los
aires dejando unas heridas sociales sangrantes. Hoy hay odio por todos lados,
de unos contra otros. Las clases medias tradicionales quisieran ver el cadáver
de Evo arrastrado por las calles, como el del expresidente Villarroel en 1946.
Las clases plebeyas quisieran ver a los ricos cercados en sus barrios
padeciendo de hambre por la falta de alimento. Una nueva guerra de razas anida
en el espíritu de un país desgarrado por la felonía de una clase que halló en
el prejuicio colonial de superioridad la defensa de sus privilegios.
Ya lo dijimos, la
fascistización de la clase media tradicional es la respuesta conservadora a su
decadencia social fruto de la devaluación de sus aptitudes, capitales, oportunidades
y saberes legítimos frente a la “invasión“ de una nueva clase media de origen
popular e indígena con repertorios de ascenso social más eficaces en el Estado
indianizado de la última década. No es que han tenido una depreciación de su
patrimonio -que de hecho aumentó pasivamente debido a la expansión económica
generalizada del país- sino de sus oportunidades y apuestas sociales de mayor
ascenso social aprovechando el crecimiento exponencial de la riqueza nacional.
Pero esto no ha
limitado un hecho relevante de las estructuras de clases sociales y de los
procesos de hegemonía política: la irradiación estatal de las clases medias. En
sentido estricto el Estado es, en su regularidad, el monopolio del sentido
común de una sociedad. En tanto que el poder político es, con mucho, la
creencia y convicción de unos del poder de otros, es en cierto modo también un
tipo de sensación intersubjetiva. Se trata del espeso mundo de las narraciones
profundas con efecto estatal. La “opinión pública”, esto es, las narrativas,
símbolos y sentidos de comprensión de la legitimidad que pugna por realinear el
sentido común político, en gran parte es concentrada por las clases medias
tradicionales por disposición de tiempo, recursos y especialización laboral.
En Bolivia, el ascenso
social de nuevas clases medias indígena-populares ha venido acompañado por
nuevas narrativas y sentidos de realidad pero no con la suficiente solidez como
para irradiarse o contraponer la racialización del discurso de las clases
conservadoras y ser soporte de una nueva “opinión pública” predominante. Las
clases medias tradicionales poseen la experiencia en las formaciones
discursivas y en los sedimentos históricos del sentido común dominante, lo que
les ha permitido expandir retazos de su modo de ver el mundo más allá de la
frontera de clase, incluso en partes de las nuevas clases medias y sectores
populares. De hecho, la nueva clase media más que una clase social con
existencia pública movilizada es una clase estadística, es decir, aún no es una
clase con irradiación estatal.
De ahí las
dramáticas formas con las que las fuerzas indígena-populares intentan
escenificar y narrar sus resistencias. Se trata de otras maneras de
construcción de opinión pública y de articulación del sentido común que se irradia
a otros sectores sociales, pero a raíz del hecho de fuerza del golpe de Estado,
ahora subalternizadas, fragmentadas.
Mientras tanto, el
fascismo cabalga como un jinete enloquecido al interior de las murallas de los
clásicos barrios de clase media. Ahí, la cultura y las razones han sido
erradicadas sin disimulo por el prejuicio y la revancha. Y parece ser que sólo
el estupor fruto de un nuevo estallido social o de la debacle económica que
asoman en el horizonte, producto de tanto odio y destrucción, podrá agrietar
tanta irracionalidad escupida como discurso.
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