ERNEST HEMINGWAY, EL GRAN PESCADOR
POR EDMUNDO MOURE,
Mi padre admiraba a
Ernest Hemingway. En junio de 2016 me fue regalada la oportunidad de contemplar
las fotografías de Ernie, sosteniendo dos grandes peces, en el museo de
Petoskey, al norte de Michigan, y pude apreciar que los peces lacustres que
obtenía mi progenitor gallego, en los lagos del sur de Chile, eran mayores que
los del prolífico escritor, aunque mi padre no escribiera libros ni alcanzara
la fama de aventurero y luchador por la causa de la libertad, en la Primera
Guerra mundial y en la Guerra Civil Española, como ese gringo formidable,
enamorado de España, de su vino y de sus toros.
Quizá nuestro
gallego, Cándido Moure Rodríguez, hubiese querido emular a ese dionisiaco y
cautivador personaje, nacido en Oak Park, Illinois, en Julio de 1899, un año
después que Federico García Lorca.
Porque mi padre era
también fuerte y vital, amaba la pesca y la caza, y solía disfrutar de largas
caminatas por las riberas de los turbulentos ríos australes, con su caña presta
para atrapar peces, ya fuese con el difícil arte de la mosca serpenteando sobre
las aguas, o con la cuchara centelleante o con el “terrible” provisto de
múltiples anzuelos.
En casa estaban las
famosas novelas de Hemingway: París era una fiesta; Adiós a las armas; Por
quién doblan las campanas; Muerte en la tarde; El Viejo y el mar… Esta última
era la preferida de Cándido, aquella sencilla y extenuante proeza del anciano
pescador, en la que el fracaso deviene en victoria en virtud de la esperanza
vuelta esfuerzo incansable. Quizá una buena metáfora, tal vez leitmotiv
esencial de toda gran literatura.
En la pequeña
librería, junto al camino que lleva a una de las tantas bahías o diminutas
calas del gigantesco lago Michigan, donde aprendió Ernest, junto a su padre, el
fascinante oficio deportivo de la pesca, adquirí Hemingway on Fishing, notable
antología de sus numerosos textos sobre el arte de pescar, extraídos de
diferentes libros, preparada por su hijo mayor, Jack Hemingway, con lúcida
introducción del editor, Nick Lyons, estudioso de la obra del Premio Nobel
1955.
El crítico
reflexiona sobre la importancia que el ejercicio constante de la pesca tuvo en
la vida y en la obra de Hemingway. Traduzco aquí, esforzándome como si luchara
contra un atún gigantesco en el Gulf Stream, las apreciaciones de Nick Lyons:
“La pasión de
Hemingway por la pesca, la manera como ella se entrelaza con su vida de
escritor, que culmina finalmente en su novela El Viejo y el mar, es el objeto
principal de esta antología. El peregrinaje de su existencia es rememorado en
sus narraciones y artículos, desde el solitario Nick, que aprendió de su padre,
fotografiado con sus grandes ejemplares, en los días de pesca en el lago
Michigan, con el despliegue de su vigor y el indescriptible goce de aquella
experiencia, que cambiaría por el desafío de la pesca de grandes peces, en un
constante reto entre la vida y la muerte. En sus comienzos, él amaría aquel
deporte, en las diversas variaciones de su proceso, encontrando una manera
adecuada de llevarlo a la literatura. Pero, sobre todo, la pesca lo mantendría
muy próximo al mundo de la naturaleza, siendo parte esencial en el
desenvolvimiento de su creación artística.”
Y yo, escritor del
confín austral, disfruto de este precioso libro, en medio de esos lejanos, pero
presentes y vivos recuerdos que se agitan en la memoria, cuando en Algonac,
junto al río Saint Clair, he vuelto a sentir el fresco aroma que despide el pez
extraído del agua dulce y el aliento rumoroso del río que desciende desde el
lago Superior, para vaciarse hacia la urbe de Detroit. Ensayo y renuevo mis
precarios conocimientos de pescador aficionado, alargando mi brazo en la fina
protuberancia de la caña, en procura de obtener ese plateado y quizá inmerecido
premio del pez que se estremece, como una doncella herida, en el largo dedo que
se curva… También aprendí a pescar y a cazar con mi padre, aunque el gallego
abandonó primero la escopeta, quizá porque en el fondo repudiaba la artera
pólvora.
Hará treinta años
que leí las Historias de Nick Adams, libro entrañable donde Hemingway narra,
con maestría sin par, sus propias experiencias en el aprendizaje de la pesca.
Así, Ernest establece poéticas analogías entre la emoción del instante en que
el pescador siente las vibraciones de la mordida del pez en el anzuelo y la
fugaz excitación del amor adolescente. Y no sólo eso, sino que mediante la
práctica de este deporte-devoción, logra traducir y reinterpretar los diversos
avatares de una existencia singularísima –la suya- desbordante en sus límites y
clímax. Puede que su propia muerte, auto-inferida en el postrer disparo, sea la
culminación de esa lucha ancestral e interminable entre el hombre y el ignoto
vórtice.
La caza fue también
una de las grandes aficiones de Hemingway, aunque terminaría optando por la
pesca, quizá porque esta parece ser menos violenta e invasiva, aunque su
desenlace inevitable devenga en la muerte del pez, en el sacrificio en
apariencia incruento de la presa, silenciosa, cuyo dolor, tenue para el ojo
humano, es más fácil de aceptar.
(Y otra vez la
memoria me lleva a los remotos días de la infancia, cuando acompañaba a mi
padre en sus cacerías, y yo debía recoger algunas tórtolas moribundas, para
presionarles el pecho, en el sitio sagrado del corazón, y acortarles así el
sufrimiento con el remate de la muerte).
Estimo que Poli
Délano fue el mejor conocedor de la obra de Hemingway en Chile. Desde joven le
atrajo esa combinación del escritor con el aventurero, el enamorado seductor
que alternaba la literatura con el bar y la naturaleza salvaje, que sentía
bullir las palabras en la piel y en el fuelle poderoso de sus pulmones,
desafiando siempre a la muerte, ya fuere en las líneas de batalla, en el ruedo
ibérico donde probó, sin éxito, la habilidad del capote, o en las sabanas del
África, bajo el imponente Kilimanjaro.
Vida y muerte.
Siempre la misma conjunción desafiante en los textos de Hemingway, con un
realismo que es mucho más vital que literario, porque lo ha experimentado
primero en carne propia y ha sabido otorgarle la justa forma verbal y
expresiva, con mínima adjetivación, para que el lector agregue los matices,
desde su propia conmoción, estética o vital.
Así lo apreciamos
en su novela autobiográfica, Muerte en la Tarde, auténtico tratado de
tauromaquia, citado por los especialistas de esa polémica afición española en
la que el hombre enfrenta a la bestia, epopeya sobre el ruedo donde Hemingway
fue capaz de vislumbrar esos enigmas que persiguiera durante toda su
existencia, desde el primer pez que se estremeció en sus manos ávidas hasta el
último fogonazo disparado contra el misterio
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