"NOS DEJARON EL MUERTO", DE VÍCTOR RAMÍREZ: RECUPERACIÓN
DEL TIEMPO POR LA ESCRITURA
POR OSWALDO RODRÍGUEZ
Cuando se trata de
una novela no se piensa por lo general en reediciones 'corregidas y
aumentadas'; "Nos dejaron el muerto" es y no es la misma novela que
Víctor Ramírez publicara allá, por vez primera, en el año 1984. No han
transcurrido en vano seis años entre aquella primera y esta segunda dición. La
evolución se nota en una escritura que, sin perder su naturalidad, deja
entrever el fondo de una cuidada recreación.
Isaac de Vega ha dicho que "Víctor
Ramirez es un escritor nato, que ya salió así desde sus comienzos. No le
hicieron falta mimetismos para tomar la pluma (...) y escribir desde un
principio historias que todas ellas salen naturales» (LA PROVINCIA, 18-190, VI
«Cultura»).
Tal naturalidad es, a nuestro juicio,
el resultado de un laborioso proceso de escritura. Víctor Ramírez, hasta hoy,
no es un autor prolífero, cuantitativamente hablando. No lo es porque entre él
y la literatura existe una relación de orden cualitativa. Las pruebas están a
la vista: pocas obras, pero cualificadas.
El autor sabe que
su natural capacidad fabuladora sólo adquiere forma artística por el dominio
del lenguaje literario. No nos referimos al lenguaje consagrado por la
tradición. Tampoco al experimentalismo vacío que intenta sorprender con la
novedad. Nos referimos a la inagotable cantera lingüística representada por el
habla 'de su' comunidad (geográfica y social) y que Víctor Ramírez eleva a
categoría artística por su escritura.
El escritor mide, pesa, oye el sonido
de las palabras, ensaya con la armonía de la frase. Adapta la lengua a las
distintas situaciones narrativas, sus personajes hablan con la naturalidad
propia y se perfilan a través de él. Por su habla, los actores del relato se
definen en relación a otros registros discursivos. Es el caso, p. e., del personaje
llamado Jeromito Pulido, cuyo perfil queda definitivamente trazado con una sola
frase irónica: "hablaba peninsular sin serio" (p. 125).
*
El juego de la
ficción narrativa
Sobre el fondo
lúdico de la escritura, el relato fluye natural y espontáneo, como si de una
conversación se tratara. La misma estructura narrativa, de evidente filiación
picaresca, contribuye a ello.
El narrador-niño, testigo de cuanto
ocurre a su alrededor, dirige su relato a un narratario, a un 'usted' receptor.
Esta segunda persona -pluralizada en ocasiones -, representa en la novela al
lector ficcionalizado, como partícipe del acto conversacional que es la
escritura novelesca.
El humor también aproxima el relato a
nosotros, los lectores. Para ello el autor rompe los niveles de la
ficcionalidad. Como muestra, un ejemplo: Víctor Ramírez dedica la primera
edición de su novela a dos entrañables amigos, Benito Jesús Henríquez y José
Miguel Cuenca. Como es natural, ambos aparecen en la página-dedicatoria que
antecede a la novela de 1984.
Pues bien, en esta edición de 1990 los
dos son sacados de aquel espacio extra-textual de la página-dedicatoria para
ser incluidos en el texto de la novela: Benito Jesús aparece con la bandurria
acompañando la serenata que Máximo Florián canta a Cuaresma de la Concepción,
la hermana mayor del niño narrador. El juego de la ficción es llevado al límite
cuando José Miguel Cuenca y el mismo Víctor Ramírez, "también borrachos y
de noveleros", aparecen como testigos presenciales de esta escena de amor
novelesco.
La solvencia
ficcionalizadora, llevada a sus niveles de máxima naturalidad, es una muestra
evidente de la evolución narrativa de Víctor Ramírez en esta segunda edición de
"Nos dejaron el muerto". La historia narrada sigue siendo la misma,
también los personajes y el ambiente en el que éstos se mueven.
Pero en esta segunda lectura se
perfilan acaso con mayor nitidez los actores y el mismo microuniverso cotidiano
y elemental, recreado con tanta naturalidad por el autor. Naturalidad que no
puede extrañamos puesto que es expresión literaria elaborada de «la propia».
*
Los epígrafes de la
novela
Luego de la
dedicatoria al escritor lanzaroteño Leandro Perdomo Spínola esta reedición
incluye tres epígrafes. El primero es una cita de José Clavijo y Fajardo -poeta,
periodista y educador de la villa de Teguise- quien, a mediados del siglo XVIII
publica «El tribunal de las damas», donde alegóricamente antepone la honestidad
y la modestia al orgullo sin límite del hombre.
Le sigue un epígrafe de Ángel Guerra
–José Betancor Cabrera-, cita que, a modo de interrogancia trascendental, se
pregunta sobre la autenticidad del alma humana. Completan las citaciones un
epígrafe del también lanzaroteño Agustín de la Hoz que nos introduce de lleno
en el texto de la novela. El movimiento de la conciencia adormecida de la cual
nos habla Agustín de la Hoz nos pone en las puertas del violento despertar que
sucede un sábado a mediodía, cuando "Nos dejaron el muerto".
*
La recuperación del
tiempo por la escritura
La novela es un
«raconte»: relato retrospectivo puesto en boca de un narrador-niño que cuenta
desde una edad bastante avanzada a juzgar por notaciones temporales, como la de
haber sobrevivido a casi todos los que participan en la historia (p. 146).
Perspectiva narrativa que, además de situar el relato en dos extremos
temporales (niñez y vejez), nos sitúa en dos tonalidades discursivas: el tono
de la evocación o del «recuerdo» endulzado por la desidia de la desesperanza
(p. 40) y el tono ingenuo y natural que cuenta puntualmente todo lo que ocurre
a su alrededor. La mirada retrospectiva del hombre que recuerda pasa por los
ojos del niño postrado en la "estera de palma amarilla con una manta
canela" (p. 52).
La novela no sólo es recuperación del
tiempo por la memoria, sino también su fijación en la escritura. El fluir de la
temporalidad novelesca corre paralelo a la interiorización del tiempo vivido
que se intenta recuperar por la palaba. De hecho, el narrador vuelca su mirada
a su propia infancia.
Pero el recuerdo
tiende a resolverse en imágenes estáticas. La poética visión del «yo» que
observa la figura de su padre es reveladora: "me gustaba mirar a mi padre,
no me cansaba de contemplarlo" (p. 168).
*
La fotografia:
imagen congelada del recuerdo
La fijación
material del recuerdo por la fotografia ocupa un lugar importante en la novela.
Evocando a dos cómplices de su infancia, el narrador habla como para sí mismo:
"Quizá no vuelva ya a verlos más (...). Tengo una foto de cuando éramos niños,
de ellos dos y yo, una foto que miro mucho y que no me canso de enseñar a mis
hijos” (p. 15).
La foto es la imagen congelada del
recuerdo. La mirada a la que alude el narrador no es la que se proyecta al
exterior. Al contrario, es la mirada que se vuelca sobre sí mismo para
recuperar del olvido su propia historia y la de los suyos.
La imagen del recuerdo recreado por la
fotografia es comentada con nostálgico humor por el narrador de la novela, con
la naturalidad de una confidencia familiar: "Rogelio Rapadura y yo
descalcitos y Lile Palangana con una alpargata vieja en el pie derecho y una
bota de fútbol en el izquierdo, una bota que había encontrado junto a la
catedral en una caja de basura de ricos" (p. 15).
La artística
naturalidad con la que el narrador aproxima el pasado al presente del relato se
materializa también en el retrato fotográfico del abuelo paterno. La foto es el
único documento que posee sobre la existencia de este hombre arrojado a la
Marfea por los falangistas.
Nótese la economía narrativa y la
sutileza con la que se contrasta la brutalidad de aquella acción y la imagen de
infinita ternura que proyecta sobre el lector la fotografia del abuelo
asesinado. El narrador tiene la habilidad de transferir su propia mirada a
nuestros ojos, de aproximarnos a la imagen fotográfica y hacerla nuestra para
compartir la evocación: "En la foto aparecía tieso de tristeza y con su
ropa de luchador, descalcito sobre la arena del terrero y al medio de dos
amigos de paisano normal y que sonreían asustados para el retrato" (p. 9).
La 'tristeza' no está en la fotografía
sino en la mirada del 'yo' que evoca. Es un 'yo' que se pluraliza al transferir
su visión a la nuestra, al hacernos partícipe de ella. Lo mismo ocurre con el
diminutivo de afecto ("descalcito") y la imagen de los dos
acompañantes del abuelo: Nota de humor que configura un cuadro tan familiar
como el de nuestros propios abuelos frente a la cámara fotográfica.
*
El arte de narrar y
la mirada del "voyeur"
La imagen que se
perfila con mayor nitidez en la memoria del narrador es la de Ignacio
Perpertuo: el abuelo baldado que, por no molestar a nadie, decide retirarse a
una cueva para 'ponerse a morir'. En realidad es él quien relata la muerte de
don Lucio Falcón. Éste es el único vecino a quien se le señala con el «don»
distanciador, por representar el poder represivo frente a personajes como
Metodio Alcántara el Escondido, que, como su sobrenombre indica, aún vive
oculto por el temor que para él supone la represión de la postguera.
El abuelo Ignacio Perpetuo (nótese el
simbolismo temporal del nombre) es maestro en gallos y en relatos. Hombre más
bien parco en palabras que busca la compañía para 'compartir silencios'. Su
maestría de gallero se asocia a su arte de narrar: "El abuelo Ignacio Perpetuo
hablaba más bien poco, y lo apropiado del caso. Si se ponía a contar algo, lo
relataba con maestría de gallero avezado y cabal" (p. 108): comentario que
mucho tiene que ver con el ideal narrativo del autor de la novela.
El relato de este
entrañable personaje que es el abuelo complementa la mirada espía y voyeurista
del niño narrador. La visión narrativa del muchacho está ciertamente limitada
por la posición en la que éste se encuentra. Aunque en ocasiones la perspectiva
tiende a la ubicuidad, como cuando observa "en silencio desde el agujero
del techo de la cocina" (p. 61), el relato se configura desde la curiosa
posición del niño tendido en la estera de palma: "Yo escuchaba desde mi
enfermedad acostado" (p. 23).
Desde esa posición se perfila la mirada
del 'voyeur', el ojo oculto que espía y se entera de todo para transmitirlo con
la naturalidad de la visión infantil: "Yo me había destapado un ojo, el
ojo más pegado a la estera, el ojo que no se me viera mirando" (p. 55).
Desde allí disfrutaba la intimidad de la viuda de don Lucio Falcón, desde allí
espera anhelante que la madre descubra los tocamientos que bajo la mesa
practican cotidianamente su hermana Cuaresma de la Concepción y su novio Juan
de Dios Casiano el Cosido. O bien espía los encantos, siempre ocultos, de su
prima Benigna Lucía.
De la muerte de don Lucio Falcón,
pretexto para el recuerdo novelesco, el niño se entera de oídas, por el relato
de Ignacio Perpetuo. Es el abuelo quien narra la agonía del vecino, cuya muerte
significa la liberación para su viuda y para Metodio Alcántara el Escondido,
ambos después unidos en matrimonio. Paradoja o ironía del destino que en la
narrativa de Víctor Ramírez opera como fuerza externa que tiende a reestablecer
el equilibrio natural de las cosas, ante la imposibilidad de establecerlo por
la justicia de los hombres.
Lo anterior supone
una visión ciertamente fatalista en el mundo novelesco de Víctor Ramírez. Véase
cómo los personajes asumen su Destino de forma natural y en el marco de la vida
cotidiana: la imagen resignada y siempre silenciosa de la madre, la presencia
ausente del padre, la prostitución de la prima Benigna Lucía que surge como
«consecuencia prístina» (p. 170), la muerte del abuelo Ignacio Perpetuo, la
enfermedad asumida por el niño y su familia como un hecho natural.
La rebeldía frente al Destino se
manifiesta a través de gestos guiñolescos, no exentos de humor negro y
elemental. Es el caso de la abuela Laureana Magnolia, esposa de Ignacio
Perpetuo, quien se ahorca disfrazada de carnaval «para ver cómo resulta eso de
morirse uno mismita» (p. 47).
También la revancha «post mortem» de
Metodio Alcántara el Escondido, quien suelta "un gran cagada de vientre
flojo en el rostro de don Lucio Falcón cadáver" (p. 92). O bien la
venganza de Máximo Florián niño sobre el hijo inválido y tolete del juez aliado
de los poderosos contra Aurorita María, víctima de estupro. Máximo Florián,
aprovechando un descuido de la sirvienta filipina del juez, quita el freno al
carrito y lo lanza por la pendiente de la calle Doctor Chil, mientras «el
inválido tolete aplaudía feliz de memez» hasta estrellarse al final de la
cuesta (pgs: 181 y 182).
La misma función
compensatoria contra el poder y la injusticia tiene el humor en la escena final
de la novela. Altamiro Benito, el hermano mayor del niño narrador, confunde con
el abuelo al cadáver de don Lucio Falcón. Lo alza por los sobacos y comienza
una danza macabra al compás del pasodoble «Islas Canarias».
Con la naturalidad de la mirada
infantil se evoca la escena de macabro humor negro: «Desde la estera de palma
amarillenta me pareció ver cómo la cabeza momia de don Lucio Falcón llevaba con
precisión el compás adecuado» (p. 183).
*
Configuración del
mensaje novelesco
Por lo dicho puede
concluirse que el mensaje de la novela, a pesar de su marcado trasfondo social,
no se resuelve en esquemas dualistas y reductores. Se impone la sutileza
lograda por el arte de la narración.
Nótese a este
respecto la naturalidad con la que se manifiesta el contraste entre la muerte y
el funeral de Cenicita Cameja frente al de don Lucio Falcón.
La desesperada agonía de don Lucio
Falcón y su funeral, inscrito en el marco grotesco de la diligencia carente de
afecto, contrasta fuertemente con el de Cenicita Cameja, marcada por el signo
positivo de la entereza ante la muerte. Para ella no hay agonía, se muere
cantando su canción preferida. Y su funeral, más que un duelo, es una fiesta
popular de reafirmación vital más allá de la muerte.
No hay más comentarios. Los hechos
están narrados así y el que quiera entender que entienda. El que no, puede
seguir en la inconsciencia planteada por Agustín de la Hoz en el epígrafe
inicial: «En cambio la nana dormidera continuaba al pairo, sin mesana ni
trinquete, corriendo la misma calma:
reverencias a Dios y a las leyes del Amo» (p. 5).
1990 (2ª edición
por el Ayuntamiento de Teguise)
No hay comentarios:
Publicar un comentario