EL REY A POR UVAS
DAVID TORRES
Me perdí el
comienzo del mensaje navideño del rey porque estaba viendo el primer capítulo
de The Witcher, la nueva teleserie de Netflix, y no me di cuenta del cambio de
canal: apenas alcanzaba a distinguir la brujería heroica de Geralt de Rivia de
la fantasía borbónica de Felipe VI. En cierto modo mi confusión era
comprensible, puesto que ambos personajes tienen muchas más cosas en común de
lo que parece, desde los orígenes mitológicos hasta los extraños poderes que
los adornan, sin contar con que ambos protagonizan sendas sagas de lo más
anacrónico. Poco a poco, y a pesar de la corbata, nos vamos acostumbrando al
eterno retorno de la Edad Media.
El discurso real
sonaba, en efecto, a ensalmo, a encantamiento reforzado mediante esos
peculiares gestos de las manos con que el rey se dirige a sus súbditos,
animando sus palabras mediante pases mágicos. Detrás, oculta al estilo de un
grimorio medieval, reposaba la Constitución, ese libro fundacional que guarda
artículos esenciales como la integridad territorial o la inviolabilidad del
monarca, y artículos de broma como la igualdad ante la ley, el derecho al
trabajo o el derecho a la vivienda. Los repetidos “valores sobre los que
fundamentar nuestra convivencia” consisten en la bandera rojigualda, el himno y
el carné; lo de comer caliente y vivir bajo techo son chistes que los padres de
la Constitución metieron para distraerse y pasar el rato.
Cuando habla del
orden constitucional, Felipe VI, lo mismo que su antecesor en el cargo, se
refiere casi siempre a los artículos citados en primer lugar, casi nunca a ese
embrollo de la casa, el curro, la sanidad y la educación, salvo en menciones
puntuales al desempleo y a la difícil situación en que viven algunos
compatriotas. Problemas que en realidad afectan a millones de españoles y de
los que el rey habla de oídas, igual que esos dragones marinos que los
cartógrafos imaginativos pintaban al borde de los mapas con la leyenda: “Más
allá hay monstruos”.
Entre esos
problemas el rey mencionó, al final y casi de pasada, el conflicto catalán. Lo
hizo al término de una concatenación copulativa con una fórmula que sonaba
también muy solemne y muy antigua: “Y, desde luego, Cataluña”. A la mención de
Cataluña como tópico navideño nos hemos acostumbrado ya en los últimos años del
mismo modo que al turrón, los alfajores y esos polvorones que se quedan al
fondo de la bandeja y que no quiere nadie. Problema -el de los polvorones
revenidos, el turrón duro y la independencia atascada- que se soluciona
aparcándolo hasta las próximas navidades, en las que volverán a disfrutar de su
minuto de gloria.
Tras ello siguió el
inevitable cúmulo de obviedades, simplezas y trivialidades típicas de un
discurso navideño, tan inanes y protocolarias como los deseos de buena voluntad
o las felicitaciones del vecino en la escalera. Realidad y realeza parecen
compartir la misma raíz pero sólo se trata de una ilusión semántica. Si a
muchos de ustedes les molesta la pesadez y la reiteración de un mensaje
repetido año tras año, imagínense al rey, que tiene que decirlo. Mientras le
oía discursear en diferido, sobrio hasta las trancas, me acordé de la única vez
que vi a Andrezj Sapkowski, el autor polaco de la saga de espada y brujería en
que se basa The Witcher. Fue en el tren de la Semana Negra, un año que
prohibieron las bebidas alcohólicas para impedir que los escritores llegáramos
borrachos perdidos a Gijón, como es costumbre. Sapkowski pidió un refresco de
naranja y luego le dijo al traductor que preguntara por ahí si alguien podía
echarle un poco de colonia en el vaso, a ver si animaba un poco el cotarro.
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