BALA DE GOMA: O LA INUTILIDAD DE ESCRIBIR
POR JOSÉ LUIS GALLARDO NAVARRO
La Provincia, 7-1-81
Pocos escritores
logran así de golpe producir en nosotros esa desazón punzante que nos induce a
confirmarnos en las sospecha de que la literatura consiste en algo que nos
resulta atractivo sólo porque es inútil. “Irremediablemente el sable vence a la
pluma”, escribe Víctor Ramírez en su último relato, donde nos cuenta la
historia “del anónimo muchacho que acabó el COU” y al que una bala de goma “en
pleno pecho le reventaría el corazón”.
Uno termina por ver
“en bien pensante” todo eso de escribir y escribir sobre los que escriben,
porque al fin y al cabo es a esto a lo que unos se dedica en sus ratos libres,
ya que ni siquiera tiene uno el arresto de jugárselo todo en la apuesta de la
literatura hasta sus últimas consecuencias, que es realmente lo que habría que
hacer, a ver qué es lo que diablo pasa.
Víctor Ramírez,
como sin quererlo, sin embargo consigue ponernos los pelos de punta, desde un
esquinazo de la escritura, cuando camina descalzo sobre cristales de botella
recién rotos, cortantes: “el asunto Zola, ese hombre enfebrecido ante la
injusticia”. Porque uno ha leído hasta demasiado, hasta las más de las veces o
por inercia o por compromiso, tiende a olvidar la necesaria conexión con la
vida que haga que la literatura no sea algo nocivamente ocioso: “No me traigas
más de aventuras. Todos me parecen iguales” –dice el muchacho que acabó COU a
su tío Evelio el fotógrafo.
A uno también le
ahíta la repetición de lo mismo, hasta que uno se tropieza con un Víctor
Ramírez, un Rimbaud, un Artaud, un Kafka, un Passolini. Entonces las cosas,
como quien dice, se enderezan, se ponen a contrapelo: “irremediablemente, el
sable bien pagado, dócil y fatuo mercenario pseudopatriota, ya enseñorea hasta
el hartazgo y sin eficaces disidencias…”.
Es que o al
lenguaje hay que tomarlo desde dentro de su partición o el lenguaje no es
simplemente. Como afirma Freud de las intenciones: Antes de llegar a ser
perturbadoras, tienen que haber sido alguna vez ellas mismas perturbadas.
Pero es que Víctor
Ramírez lo que escribe no es eso que por ahí llaman cuentos. Víctor Ramírez lo
que hace es que nos coge por el cuello de la camisa y nos mete de rondón en una
historia de escritura lacerante, sin concesiones, es decir, que tiene “sable”.
Víctor Ramírez deja
que el sujeto transcurra su historia inconsciente allí, en el preciso momento
en que se manifiesta lo ético, lo clandestino, aquello que sobrenada a la
mierda del Poder, que no recubre sus fisuras.
Estas historias
–que nuestro escritor automarginado nos va dando a cuentagotas- no tratan de
demostrar ninguna tesis más o menos “social”, sino más bien mostrar lo que en
la naturaleza humana resiste a la erosión constante del discurso.
El universo de este
narrador en solitario no es la historia (siempre exterior al sujeto) sino el
proceso mismo de escritura en que esa historia es prostituida, como el calvario
de ese pequeño empleado kafkiano que se convierte en insecto putrefacto,
víctima de su intrínseco cuarteamiento de lenguaje, o como esos personajes
paolinianos convertidos en simulacraos y que llevan la marca de la pulsión de
muerte; o finalmente hay que tartamudear, como en la elocuente glosolalia de
Artaud. Por todo ello los realots
ramirezianos –desde ya en Cuentos cobardes- no buscan el venecianismo de un
supuesto “real mágico o maravilloso” ni otras pamplinadas por el estilo, sino
que procuran el lenguaje del propio cuerpo, de la diferencia sexual, del
malestar de la cultura de que hablaba Freud. A lo más, cuando una sociedad como
la nuestra se refocila en su propia inmundicia, al escritor entero (que es el
propio sujeto en su partición) no le queda otro camino que hacerse socialmente
irrelevante, que clamar por la felicidad del hombre.
Así el muchacho que acabó COU va
fatalmente al encuentro de la bala de goma que le parta el corazón haciendo
footing con la muchacha que trabaja en Galerías y que le dice: “¿Sabes que soy
una hedionda?, ¿qué me gusta el olor de tu sudor?”.
“…Y me acuerdo –continúa Víctor
Ramírez-, y quiero recordar a ustedes, de que la pluma al servicio del sable es
cual ese infecto pajarito parásito que se alimenta limpiando las fauces de la
fiera tras la carnicería que ha hecho ésta”. Un paciente del psiquiatra Shands
–según cuenta Rossi-Landi- le confesó que durante largo tiempo se había
abstenido de decir o escribir cosa alguna, porque temía que, si “ellos” se
“apoderaban” de sus palabras, lo recuperarían para siempre. Pero lo difícil es
saber cuándo “ello” ocurre. ¿Tenemos nosotros en verdad alguna vez algún
control sobre la palabra? –se interroga al respecto, finalmente, el autor del
El lenguaje como trabajo y como mercado.
Si bien una lectura
política de Bala de goma, no obstante lo dicho y aún tomando en consideración
la brevedad del relato (es por ello que esperamos impaciente esa gran novela
que nos tiene prometida Víctor Ramírez), nos llevaría de la mano de Lucien
Goldmain a un análisis, siquiera sea somero, de la índole conjunta de las dos
degradaciones -la del sujeto y la del mundo-, degradaciones que deben engendrar
al mismo tiempo –según la conocida tesis sociológica del aventajado discípulo
de Lukács- una oposición constitutiva, base de la ruptura ineludible entre
estos dos elementos y de la concomitancia necesaria y suficiente que elevaría
este “cuento” a la categoría de micronovela épica.
Es mi opinión, por
el contrario, que este breve espacio entre dos guerras en el que el
protagonista que “acaba de terminar el COU” vive su exiguo lapsus de felicidad
en exceso, constituye el lugar sexual donde precisamente se cierra el lazo de
la posible novela, aún antes de que la monicida bala “disuasoria” (es evidente
el eufemismo irónico-trágico sofocleano que da origen al título) siegue en flor
una vida, dejando tras de sí sólo “las gafas que no se rompieron por llevarlas
el muchacho que acabó COU atadas a la nuca con hilo carreto”.
Nada que añadir,
sino que Víctor Ramírez practica en este brevísimo relato a tumba abierta si no
la única, sí al menos una de las escacísimas actitudes posibles que no sea la
claudicante, de negarse al discurso y sin embargo, por imperativo de rebeldía,
continuar de todos modos escribiendo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario