lunes, 2 de diciembre de 2019

BALA DE GOMA: O LA INUTILIDAD DE ESCRIBIR


BALA DE GOMA: O LA INUTILIDAD DE ESCRIBIR
POR JOSÉ LUIS GALLARDO NAVARRO
La Provincia, 7-1-81
Pocos escritores logran así de golpe producir en nosotros esa desazón punzante que nos induce a confirmarnos en las sospecha de que la literatura consiste en algo que nos resulta atractivo sólo porque es inútil. “Irremediablemente el sable vence a la pluma”, escribe Víctor Ramírez en su último relato, donde nos cuenta la historia “del anónimo muchacho que acabó el COU” y al que una bala de goma “en pleno pecho le reventaría el corazón”.

Uno termina por ver “en bien pensante” todo eso de escribir y escribir sobre los que escriben, porque al fin y al cabo es a esto a lo que unos se dedica en sus ratos libres, ya que ni siquiera tiene uno el arresto de jugárselo todo en la apuesta de la literatura hasta sus últimas consecuencias, que es realmente lo que habría que hacer, a ver qué es lo que diablo pasa.


Víctor Ramírez, como sin quererlo, sin embargo consigue ponernos los pelos de punta, desde un esquinazo de la escritura, cuando camina descalzo sobre cristales de botella recién rotos, cortantes: “el asunto Zola, ese hombre enfebrecido ante la injusticia”. Porque uno ha leído hasta demasiado, hasta las más de las veces o por inercia o por compromiso, tiende a olvidar la necesaria conexión con la vida que haga que la literatura no sea algo nocivamente ocioso: “No me traigas más de aventuras. Todos me parecen iguales” –dice el muchacho que acabó COU a su tío Evelio el fotógrafo.
A uno también le ahíta la repetición de lo mismo, hasta que uno se tropieza con un Víctor Ramírez, un Rimbaud, un Artaud, un Kafka, un Passolini. Entonces las cosas, como quien dice, se enderezan, se ponen a contrapelo: “irremediablemente, el sable bien pagado, dócil y fatuo mercenario pseudopatriota, ya enseñorea hasta el hartazgo y sin eficaces disidencias…”.
Es que o al lenguaje hay que tomarlo desde dentro de su partición o el lenguaje no es simplemente. Como afirma Freud de las intenciones: Antes de llegar a ser perturbadoras, tienen que haber sido alguna vez ellas mismas perturbadas.

Pero es que Víctor Ramírez lo que escribe no es eso que por ahí llaman cuentos. Víctor Ramírez lo que hace es que nos coge por el cuello de la camisa y nos mete de rondón en una historia de escritura lacerante, sin concesiones, es decir, que tiene “sable”.
Víctor Ramírez deja que el sujeto transcurra su historia inconsciente allí, en el preciso momento en que se manifiesta lo ético, lo clandestino, aquello que sobrenada a la mierda del Poder, que no recubre sus fisuras.
Estas historias –que nuestro escritor automarginado nos va dando a cuentagotas- no tratan de demostrar ninguna tesis más o menos “social”, sino más bien mostrar lo que en la naturaleza humana resiste a la erosión constante del discurso.

El universo de este narrador en solitario no es la historia (siempre exterior al sujeto) sino el proceso mismo de escritura en que esa historia es prostituida, como el calvario de ese pequeño empleado kafkiano que se convierte en insecto putrefacto, víctima de su intrínseco cuarteamiento de lenguaje, o como esos personajes paolinianos convertidos en simulacraos y que llevan la marca de la pulsión de muerte; o finalmente hay que tartamudear, como en la elocuente glosolalia de Artaud.       Por todo ello los realots ramirezianos –desde ya en Cuentos cobardes- no buscan el venecianismo de un supuesto “real mágico o maravilloso” ni otras pamplinadas por el estilo, sino que procuran el lenguaje del propio cuerpo, de la diferencia sexual, del malestar de la cultura de que hablaba Freud. A lo más, cuando una sociedad como la nuestra se refocila en su propia inmundicia, al escritor entero (que es el propio sujeto en su partición) no le queda otro camino que hacerse socialmente irrelevante, que clamar por la felicidad del hombre.
         Así el muchacho que acabó COU va fatalmente al encuentro de la bala de goma que le parta el corazón haciendo footing con la muchacha que trabaja en Galerías y que le dice: “¿Sabes que soy una hedionda?, ¿qué me gusta el olor de tu sudor?”.

         “…Y me acuerdo –continúa Víctor Ramírez-, y quiero recordar a ustedes, de que la pluma al servicio del sable es cual ese infecto pajarito parásito que se alimenta limpiando las fauces de la fiera tras la carnicería que ha hecho ésta”. Un paciente del psiquiatra Shands –según cuenta Rossi-Landi- le confesó que durante largo tiempo se había abstenido de decir o escribir cosa alguna, porque temía que, si “ellos” se “apoderaban” de sus palabras, lo recuperarían para siempre. Pero lo difícil es saber cuándo “ello” ocurre. ¿Tenemos nosotros en verdad alguna vez algún control sobre la palabra? –se interroga al respecto, finalmente, el autor del El lenguaje como trabajo y como mercado.

Si bien una lectura política de Bala de goma, no obstante lo dicho y aún tomando en consideración la brevedad del relato (es por ello que esperamos impaciente esa gran novela que nos tiene prometida Víctor Ramírez), nos llevaría de la mano de Lucien Goldmain a un análisis, siquiera sea somero, de la índole conjunta de las dos degradaciones -la del sujeto y la del mundo-, degradaciones que deben engendrar al mismo tiempo –según la conocida tesis sociológica del aventajado discípulo de Lukács- una oposición constitutiva, base de la ruptura ineludible entre estos dos elementos y de la concomitancia necesaria y suficiente que elevaría este “cuento” a la categoría de micronovela épica.
Es mi opinión, por el contrario, que este breve espacio entre dos guerras en el que el protagonista que “acaba de terminar el COU” vive su exiguo lapsus de felicidad en exceso, constituye el lugar sexual donde precisamente se cierra el lazo de la posible novela, aún antes de que la monicida bala “disuasoria” (es evidente el eufemismo irónico-trágico sofocleano que da origen al título) siegue en flor una vida, dejando tras de sí sólo “las gafas que no se rompieron por llevarlas el muchacho que acabó COU atadas a la nuca con hilo carreto”.

Nada que añadir, sino que Víctor Ramírez practica en este brevísimo relato a tumba abierta si no la única, sí al menos una de las escacísimas actitudes posibles que no sea la claudicante, de negarse al discurso y sin embargo, por imperativo de rebeldía, continuar de todos modos escribiendo.

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