LA DIETA DE LOS MONSTRUOS
JONATHAN
MARTÍNEZ
Varias personas
portan banderas de España y una pancarta con la imagen del presidente de
Gobierno, Pedro Sánchez, en la que se lee "Que te vote Txapote, traidor!",
durante una manifestación para protestar por la gestión del Ejecutivo central
desde la Puerta del Sol hacia el Congreso de los Diputados, a 10 de septiembre
de 2022, en Madrid (España). Fernando Sánchez / Europa Press
El otro día, durante el debate de Atresmedia, Sánchez y Feijóo desplegaron un exasperante toma y daca en el que los moderadores fueron protagonistas por incomparecencia. Los candidatos a la presidencia no hicieron otra cosa que arrojarse datos y pisarse el uno al otro el turno de palabra con estribillos manidos y consignas tan simples y pegadizas que podrían corearse en un estadio de fútbol. No es que los encuentros entre González y Aznar o entre Zapatero y Rajoy fueran un dechado de oratoria, pero basta una rápida comparación para verificar que el debate de ideas, al menos en su vertiente electoral, ha quedado reducido a su expresión más pueril y vulgarizada.
Las inercias
tóxicas de Twitter contaminan ya el espacio público. En un paisaje televisivo
dominado por las prisas y el hambre de audiencias, se ha impuesto la cultura
del eslogan, la réplica hiriente, el bulo elevado a evidencia. El ruido nos
ensordece y la mejor forma de no escuchar al otro es no dejar de escucharnos a
nosotros mismos. Por eso, cuando en el duelo de Atresmedia salió a relucir la
muletilla del "que te vote Txapote", era fácil darse cuenta de sus
implicaciones. Cualquier descerebrado, ebrio de mil vinos, puede gritárselo a
un reportero en plenos sanfermines y algunos gobernantes lo celebrarán como si
fuera una hazaña encomiable.
No conviene olvidar
de dónde procede la gracieta. El pasado mes de enero, durante un directo de
TVE, un tal Chema interrumpía una entrevista para berrear ante la cámara.
"Que te vote Txapote" era solo el prólogo de lo que nos espera.
"¡Sánchez, socialista, hijo de puta! ¡Rojos de mierda! ¡Que os follen! ¡No
te acerques a mí, hijo de puta de la tele! ¡Te mato a hostias! ¡Fuera de mi
puto pueblo!". El tal Chema es hijo del historiador franquista Ricardo de
la Cierva. Convertido ya en vedette de la derecha, nuestro héroe se desahogaba
en las páginas de El Mundo: "Con Franco no había libertad para los
etarras. Con Franco no había IVA". Estos son los ingenieros de la batalla
cultural conservadora.
En los últimos
días, Consuelo Ordóñez recriminaba al PP que haya divulgado de esta forma el
alias del miembro de ETA que mató a su hermano. Isabel Díaz Ayuso repetía el
pareado en la Asamblea de Madrid. Lo escupía Esperanza Aguirre ante los
micrófonos mientras la Audiencia Nacional reunía indicios para tratar de
confirmar que el ex secretario general de su partido, Francisco Granados,
"manipuló y falseó" las cuentas electorales en el contexto de la
trama Púnica. El espantajo de ETA no solo sirve para rascar réditos electorales
a costa de despreciar el dolor de las víctimas, como sostiene Ordóñez, sino que
también corre un oportuno velo sobre la ciénaga de la corrupción.
A las demandas de
Ordóñez se ha unido un nutrido plantel de firmantes. La presidenta de Covite,
arropada por una veintena de víctimas de ETA y los Comandos Autónomos, exige al
PP y a VOX que dejen de difundir un lema que "banaliza el
terrorismo". La respuesta ha llegado en forma de contracomunicado. No son
una veintena sino un centenar las víctimas que defienden el lema de marras, entre
ellas Marimar Blanco y Daniel Portero. Es una expresión, sostienen, que
"ha nacido del pueblo". Para la derecha española, el pueblo es un
franquista acalorado que amenaza a los trabajadores de la televisión pública
mientras reparte exabruptos con la boca llena de espumarajos.
En España reina el
desconcierto ante esta guerra de facciones. Durante muchos años, los
gobernantes y los medios de comunicación han sostenido la entelequia de
"las víctimas", como si todas las personas que han padecido la
violencia fueran un cuerpo único e indivisible, guiado por los mismos afectos y
unido por una misma voluntad política. Apelar a "las víctimas" se
convertía así en un argumento definitivo que nadie se atrevía a contrariar bajo
el riesgo de terminar acusado de insensible, o peor aún, de antipatriota. Los
deseos de "las víctimas", visualizadas como lobby, han constituido
muchas veces un pretexto para llevar la política española hacia posiciones
reaccionarias.
La categoría de
víctima no es ninguna garantía de integridad moral o ideológica. Quien haya
padecido los estragos de ETA o de los GAL o del franquismo debe tener derecho
al reconocimiento. Pero si una víctima interviene en la vida pública como actor
político, sus palabras están sujetas a la crítica. Y si Feijóo utiliza la memoria
de Miguel Ángel Blanco para arremeter contra el Gobierno de Sánchez, la
sociedad tiene derecho a recordarle que su partido utilizó la fundación del
concejal asesinado para desviar dinero a las empresas de la trama Gürtel. O que
Esperanza Aguirre fraccionó contratos
para conceder a dedo la organización de un homenaje.
Pero la crítica
puede tomar muchas direcciones. En diciembre de 2013, la semana antes del
nacimiento de Vox, la fundación Denaes de Santiago Abascal organizó un acto en
Madrid que iba a servir para impulsar las nuevas siglas. La ultraderecha
llamaba a protestar contra una sentencia del Tribunal Europeo de Derechos
Humanos, que amonestaba a España por haber aplicado la cadena perpetua de facto
bajo la excusa de la suma de penas. Aquel día, Consuelo Ordóñez compartía
cabeza de cartel con los mismos que hoy ofenden la memoria de su hermano:
Abascal, Ortega Lara, Francisco José Alcaraz y Daniel Portero.
Es posible criticar
también que el Gobierno de Zapatero concediera en 2010 la Cruz del Mérito
Militar con Distintivo Blanco a un agente doble del franquismo como Mikel
Lejarza. La leyenda de El lobo, cuya intervención encubierta se saldó con
cuatro ejecuciones extrajudiciales, aparece siempre teñida de una mitología
heroica. La memoria oficial ha honrado con más ahínco a Lejarza que a Jon
Paredes Manot, uno de los cinco últimos fusilados por Franco gracias al
chivatazo lobuno. Lejarza firma ahora el manifiesto que grita con orgullo el
nombre de Txapote. La historia no escatima en moralejas: los monstruos que
alimentes hoy acabarán por devorarte mañana.
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