CON GRANDE-MARLASKA GANAN
LOS DEL ODIO Y EL MIEDO
PATRICIA
SIMÓN
Fernando
Grande-Marlaska en el acto de toma de posesión de los nuevos altos cargos del
ministerio. MINISTERIO DEL INTERIOR
El portavoz de VOX, Iván Espinosa de los Monteros, ha dejado caer que no “bloqueará” la investidura del candidato Alberto Núñez Feijóo si este consigue el apoyo de algunos socialistas «buenos». Con un tono con tanto cinismo como sorna, introdujo el transfuguismo como una vía para conformar gobierno en España. Para hacer una declaración de tal gravedad recurrió al humor, la vía más eficaz para la normalización de lo inédito. De poco ayuda que un exlíder socialista como Nicolás Redondo declare que Pedro Sánchez no debería convertirse en presidente gracias al apoyo de los independentistas de Junts per Catalunya y que cierta prensa hable de “veteranos socialistas” como si fueran más de dos. En cualquier caso, esperemos que no haya socialistas buenos para los de Santiago Abascal en el Congreso de los Diputados.
El transfuguismo es
una de las mayores afrentas a la democracia: la desobediencia del primer
mandato que le dan las urnas a un representante público elegido por unas siglas
y un programa asociado a las mismas. El delito es tan grave que, como
constatamos con el tamayazo, puede cambiar el curso político de una región
durante décadas. Si VOX lo introduce ahora en el debate público, tras perder
uno de cada seis votos en las últimas elecciones generales, es porque necesita
que se deje de hablar de él como el gran perdedor de estas elecciones y de
analizar si seguirá el destino de Ciudadanos tras este desmoronamiento.
La ultraderecha se
dispara con el descrédito de la democracia. El batacazo electoral le ha demostrado
a VOX que adoptar el discurso antieuropeísta y antiglobalista, como le aconsejó
el representante de su alma falangista Jorge Buxadé, no funciona en España. Su
odio enfermizo a la Agenda 2030 -un acuerdo de 193 países para mejorar la vida
de la población- o contra las élites de Bruselas no cala en un país donde, pese
al enorme sufrimiento causado por las políticas de austeridad tras la crisis de
2008, sigue muy presente que, tras la dictadura franquista, fueron los fondos
europeos los que consiguieron devolver a España, al siglo XX.
Así que, tras unas
semanas en los que los ultras de Vox intentaron sofisticar su discurso hablando
de Soros y de soberanía alimentaria mientras sus correligionarios del Partido
Popular hozaban la inmundicia coreando el nombre de un terrorista, ahora
vuelven a la estrategia compartida por ambos partidos con la extrema derecha
europea y el nacionalpopulismo de Donald Trump y Jair Bolsonaro: sembrar dudas
y desconfianza sobre el funcionamiento del sistema democrático, repetir mucho
“pucherazo”, “gobierno ilegítimo”, “terroristas, “independentistas”, “golpe de
Estado”… para conseguir que la mentira, reproducida acríticamente por su
maquinaria mediática, adquiera visos de veracidad; así como acusar de
manipuladores a los medios plurales e independientes para fortalecer la falacia
de que todos mienten, incluidos los suyos.
Porque si algo
busca la ultraderecha no es que se crean sus bulos, a menudo, demasiado burdos,
sino que la sociedad termine por creer que resulta imposible distinguir la
mentira de la verdad por lo que no merece la pena destinar esfuerzos a
intentarlo.
Así es como se
termina borrando la distinción entre los hechos y las opiniones para hacer
pasar falsedades por una opinión respetable. Y, por supuesto, repetir “España”,
“unidad de España” o “supervivencia de España” para intentar ocultar su reflejo
más fiel: la composición plurinacional y diversa del Parlamento que, lejos de
ser ingobernable, lo que requiere es, precisamente, de representantes públicos
duchos en la aplicación de la definición de la política: negociar hasta
consensuar.
Para subsistir y
medrar, la ultraderecha necesita arrastrarnos al lodazal y enredarnos en sus
falsas polémicas. No les demos casito. Estas elecciones nos han demostrado algo
que empezábamos a dudar: que no estamos locos ni locas, que el país en el que
vivimos se parece más a lo que vemos en la calle, en el bar o en la puerta del
colegio que a lo que nos dicen algunas televisiones o encuestas. Por eso,
recordemos, la mayoría no admitiría un nuevo tamayazo, ni hay tantos
socialistas malos dispuestos a secuestrar y malversar la soberanía popular.
Dejemos de darle
alas a las ensoñaciones fascistas de los adláteres de Santiago Abascal,
expongamos su enfermizo déficit de realismo y llenemos el debate público de
pensamiento, análisis e investigaciones sobre lo más eficaz para inhabilitar la
extrema derecha y el fascismo: revertir el neoliberalismo, subir los salarios,
recuperar y fortalecer los servicios públicos, controlar el precio de la
vivienda y ampliar el parque público, invertir en educación, educar en derechos
humanos, derogar las leyes racistas, acabar con el régimen fronterizo
responsable de tantas muertes y de su impunidad en la Unión Europea, emprender
una transición ecológica justa. En definitiva, garantizarnos la supervivencia
como especie y el bienestar como ciudadanía.
Ellos quieren que,
en lugar de su batacazo hablemos de tamayazos. No les dejemos volver a marcar
la agenda mediática. La noticia es que, de nuevo, España ha roto con la
tendencia europea de auge de la ultraderecha. La otra vez fue en 2011, cuando
como respuesta a las políticas austericidas, surgió el 15M, y en 2014, cuando
un partido recién creado de izquierdas como era Podemos se convirtió en la
cuarta fuerza política del país.
Casi una década
después, varias crisis, una pandemia, una guerra y una crisis climática fuera
de control, los partidos progresistas de España tienen la oportunidad de
revalidar su gobierno y convertirse en un referente para la marchita
socialdemocracia europea. Pero para ganarse la credibilidad, no basta con
políticas económicas, laborales o feministas, tiene que dejar de ejecutar
decisiones criminales contra la población migrante. Y, como muestra de ese
compromiso, es fundamental la sustitución del ministro de Interior, Fernando
Grande-Marlaska, y que el Ejecutivo rinda cuentas, al menos, por la masacre de
Melilla y por la deportación de menores desde Ceuta a Marruecos. De lo
contrario, seguirá siendo el principal legitimador de la política del odio y
del miedo. Y los ultras terminarán venciendo.
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