UN EJÉRCITO DE VIENTRES AL SERVICIO
DE LA NACIÓN
NURIA ALABAO
En su discurso de la moción de censura, Ramón Tamames, a la sombra de Vox, citó el “suicidio demográfico” y el “problema de la bajísima fecundidad” y repartió culpas: “Una gran parte del feminismo radical está en contra de una mayor natalidad”. En un artículo anterior expliqué cómo la demografía se ha convertido en un arma poderosa en manos de las extremas derechas, donde se conjugan la caída de la natalidad con el etnonacionalismo para generar auténticos terrores identitarios que impulsan la xenofobia y el racismo.
La propuesta natalista hace
converger la agenda contra los migrantes y el antifeminismo, ya que trata de
reinstaurar el papel que el nacionalismo ha asignado tradicionalmente a las
mujeres como reproductoras de la nación. Primero se crea el pánico al
“reemplazo poblacional” por parte de migrantes o musulmanes, luego se propone
la solución: que las mujeres autóctonas –blancas– se pongan a parir y a criar.
Si por ellos fuese, de manera obligatoria. A eso responden claramente los
intentos de restricción del aborto.
El género y la sexualidad siempre han tenido un papel
central en la construcción de la nación. Históricamente, los Estados han
intervenido activamente en la planificación familiar, la creación de
heteronormatividad y la promoción de formas de trabajo basadas en el género, como explica la historiadora Ulla
Wikander. Lo que aprendemos de la historia es
que cada que vez que se ha invocado una “crisis demográfica” –como después de
las dos guerras mundiales– siempre se ha intentado solucionar con un
reforzamiento del papel de cuidadoras de las mujeres, poniéndolas a engendrar
niños –a reproducir mano de obra, en términos marxistas–. Después de las
guerras, hacía falta sustituir a los hombres que murieron, así que, tras la
Primera, se instalaron limitaciones al empleo de las mujeres en toda Europa.
Mientras que después de la Segunda, el pacto keynesiano-fordista estuvo basado
en el salario familiar –al menos para las mujeres de clase media–. Es decir,
que el trabajador ganaría suficiente para sostener a mujer e hijos
promocionando su papel de cuidadoras en el hogar.
Muchas autoras han enfatizado los vínculos históricos
entre el imperialismo, la construcción de la nación y la creación de órdenes de
género específicos, con sus correspondientes restricciones sexuales: quién
puede reproducirse y quién no y a qué ritmo. Pero también qué prácticas no
destinadas a esta reproducción se penalizan. De ahí que en muchos lugares donde
las nuevas extremas derechas más radicales son fuertes –como en el este de
Europa– también se haya relanzado una nueva cruzada contra las personas
LGTIBQ+. (Mientras que en Europa Occidental los argumentos más bien serían los
de que su relativa aceptación social es una
muestra de nuestra superioridad nacional frente a otras culturas “más atrasadas”.) Si
tradicionalmente la homosexualidad supone una amenaza de “debilitamiento” del
ser nacional o un peligro
para los ejércitos, las mujeres por su parte han jugado un papel relevante en
la construcción de las identidades nacionales: “Por un lado como símbolos de la
nación, encarnando sus principios, por otro, en su rol de madres, las mujeres
transmiten cultura y valores a la siguiente generación, además de reproducir
biológicamente al grupo”, según la socióloga Umut Erel.
La actual presidenta de Hungría, Katalin Novák, dijo
que las mujeres no deben “competir” con los hombres
Si estos discursos pueden parecer de otros tiempos,
hoy en la retórica de las extremas derechas en Europa están muy presentes.
Estas preocupaciones demográficas generan un imaginario de un continente en
peligro, asediado por el multiculturalismo y el feminismo que se representa
como una ideología totalitaria –“el feminismo supremacista” para Vox–. Por
ejemplo, la actual presidenta de Hungría, Katalin Novák, de Fidesz, el partido
de ultraderecha en el gobierno, dijo que las mujeres no deben “competir” con
los hombres, ni creer que deben ganar tanto como ellos, sino que tienen que potenciar sus
capacidades “innatas” como cuidadoras y que es un “privilegio poder dar a luz”, al que
no se debe renunciar en una “malinterpretada” lucha por la emancipación.
Estas declaraciones servían para justificar las políticas familiaristas
–antiigualitarias– que está impulsando este país. Por su parte, Vladímir Putin,
a cinco meses del inicio de la guerra de Ucrania, propuso reinstaurar un premio
estalinista a la maternidad –el Madre Heroína– que ofrece unos doce mil euros a
las mujeres que tengan diez o más hijos y cuya lógica propagandista es similar
a los premios franquistas a la maternidad. Sus llamamientos a superar la
“crisis demográfica” rusa datan en realidad de su primer discurso de toma de posesión
en el 2000; pocos años después, empezó a hablar de
la misión histórica rusa en la defensa de sus “valores tradicionales”.
Políticas familiaristas
En Europa del Este y Rusia los gobiernos de extrema
derecha nacionalistas están impulsando medidas de promoción de la natalidad,
aunque con resultados poco significativos y nada
concluyentes, pese a la propaganda
estatal. Si bien se dice que las políticas de transferencias de renta y
similares pueden estimular las tasas de fertilidad, no se perciben cambios
radicales en ninguno de esos países. De hecho, Suecia, Dinamarca y Noruega,
pese a tener algunos de los sistemas de bienestar más amplios del mundo,
tampoco alcanzan la tasa de reemplazo poblacional –2,1 hijos por mujer–. Quizás
estas políticas no cumplan su objetivo declarado de aumento de la natalidad,
pero sus consecuencias van más allá. También están pensadas para remoralizar la
sociedad y reforzar el papel del matrimonio heterosexual de roles diferenciados
y orientado hacia la reproducción. El ejemplo más claro es el de la política de préstamos preferentes de
Hungría, destinada a las parejas casadas que
cumplan ciertos requisitos –que la mujer esté en edad reproductiva, que para
alguno de los dos sea el primer matrimonio, entre otras–. Criterios que
pretenden modelar las relaciones afectivas. El préstamo asciende a 24.500 euros
y su devolución se suspende durante los tres años siguientes al nacimiento del
primer hijo, se perdona el 30% de la deuda si se tiene un segundo y queda
totalmente saldado después del tercero. Pero si la pareja se divorcia o no
tiene hijos antes de su quinto aniversario, la ayuda se convierte en una losa:
se tiene que devolver el préstamo con intereses de mercado, también de los años
en el que el pago había sido suspendido. Las personas que atraviesen
dificultades económicas se verán obligadas a tener más hijos de los deseados.
Las ayudas por tener hijos hoy tienen poco efecto en
las decisiones reproductivas de las mujeres
En España Vox dice inspirarse en estas políticas para
la redacción de su vago programa para la “promoción de la
familia”. Bueno, más que vago, un absoluto
brindis al sol que dice “apoyar la maternidad y la conciliación”, propone
ayudas directas progresivas por número de hijos, bonificaciones fiscales para
familias numerosas –siempre regresivas–, o préstamos sin intereses a parejas
jóvenes. El objetivo no lo ocultan: “Dignificar y bonificar la decisión de uno
de los progenitores de dedicarse en exclusiva al cuidado y educación de los
hijos”. Este programa, que apunta a reforzar el papel de la mujer en el hogar,
lo impulsarían al mismo tiempo que bajan los impuestos de forma generalizada
–aquí tendríamos que añadir unas risas enlatadas–. En el mismo documento, y con
las mismas justificaciones, estas políticas familiaristas van acompañadas de
intentos de restringir los derechos reproductivos y las migraciones. El pack
completo del “invierno demográfico”.
Sobre las ayudas por tener hijos hay un debate
abierto, pero, aunque fuesen conservadoras en su origen –durante el primer
franquismo en España fueron prácticamente el único “Estado de bienestar” que
existía–, hoy tienen poco efecto en las decisiones reproductivas de las
mujeres. No lo tienen al menos en Europa Occidental, donde la tasa de
participación femenina en el empleo es alta. La situación cambia un poco en
lugares donde hay mayor desigualdad como en muchos países del este. Sin
embargo, parece que tienen resultados positivos sobre todo cuando estas ayudas
son universales, ya que, más que reforzar el papel de la mujer en el hogar,
contribuyen a combatir la pobreza infantil. Por más propaganda que haga Vox, ni
las mujeres se van a quedar en casa por unos cientos de euros al mes –la ayuda
actual es de cien euros y no la puede cobrar todo el mundo– ni van a decidir
tener más hijos. Es pura palabrería.
Reproducción, sí, pero no para todas
Las medidas de apoyo a la maternidad propuestas son
parches en el paisaje de fondo neoliberal, que ha contraído los recursos que
estaban destinados a socializar –algo– la reproducción social, de manera que ha
sido mercantilizada para quienes pueden pagarla y privatizada –devuelta a los
hogares– para los que no, dice Nancy Fraser. Esta mercantilización se ha hecho sobre los hombros
y las manos de las mujeres migrantes. Aquellas cuyas “elevadas tasas de
natalidad” amenazan a la nación blanca en la Teoría del Gran Reemplazo y similares. Hoy estas trabajadoras son esenciales para las
familias de clase media europeas, a través del cuidado de niños y ancianos,
pero al mismo tiempo se les niegan sus derechos como trabajadoras y la
posibilidad de criar a sus propios hijos en condiciones. Se lo impiden tanto
las restrictivas leyes migratorias –muchas veces no los pueden traer a Europa–,
como su falta de derechos laborales.
Se proponen ayudas para que ciertas mujeres tengan
hijos, mientras se restringe la capacidad de tenerlos de las personas pobres o
migrantes
Por un lado, se proponen ayudas para que ciertas
mujeres tengan hijos o críen, mientras las legislaciones de inmigración o las
políticas de encarcelamiento masivo restringen la capacidad de tener y cuidar
niños de las personas pobres o migrantes, como explica Sophia Siddiqui, o incluso sufren quitas de custodias injustas que se
enmarcan en el racismo institucional existente y su falta de derechos. Por
ejemplo, hace poco se hizo público el caso de
una madre migrante, de 23 años, a quien le fue retirada la custodia de su hija por dejarla una noche sola para poder ir a
trabajar. No tenía a nadie que la cuidase y no podía pagar esa ayuda. Ha
perdido el trabajo y, de momento, a su hija. Si una familia acoge a la niña
recibirá por esta tarea entre 400 y 750 euros al mes; la propia madre en
dificultades, nada, porque no tiene papeles ya que su solicitud de asilo fue
rechazada. El sistema, pensado para “proteger” a los niños, los separa de sus
madres en aras de su propio bien. En este caso unas pueden recibir una ayuda
para criar hijos ajenos, mientras otras no tienen derecho a conservar los
propios.
No pariremos por ningún Estado
Muchas veces se explica que, según las encuestas, las
mujeres jóvenes querrían tener más hijos de los que acaban teniendo. Parece
probable que si los trabajos fuesen más estables, estuviesen mejor pagados y
dejasen más tiempo para cuidar; si las viviendas fuesen más asequibles y
existiesen más espacios de socialización de la crianza –por ejemplo guarderías
24 horas, como pedían las feministas de los 70– las mujeres tendrían más hijos
que en la actualidad. Pero fiarlo todo a “las condiciones” resulta una premisa
falsa: detrás de la decisión de no tener hijos no siempre hay escasez de medios
o condiciones de vida difíciles, muchas mujeres no los desean y ya está. El
debate jamás se aborda desde la perspectiva de la libertad, dice Estefanía Molina. No siempre es una consecuencias de las condiciones
económicas, es que simplemente no queremos por motivos diversos, algunos que
seguro serían calificados de “frívolos” por abascales y similares. Para ser
felices o tener vidas significativas las mujeres no necesitamos tener hijos, y
ciertamente no para solucionar ninguna supuesta “crisis demográfica”. No hay ninguna crisis, pero si la hubiese, su solución no puede recaer en
los vientres de las mujeres. Y el feminismo emancipador solo puede ser uno no
alineado con el frente natalista, maternalista o patriótico.
Aumentar los recursos para que tener hijos no sea un
infierno –ya sea la Renta Básica Universal u otras transferencias directas de
renta, así como formas de trabajo menos invasivas y aniquiladoras de la vida–
debería ser una cuestión de justicia reproductiva, no una política a mayor
gloria del Estado. Desde luego, si se implementa cualquier tipo de ayudas a la
reproducción o la crianza, estas deberían estar completamente desligadas del
refuerzo de un determinado tipo de familia –de una normatividad heterosexual o
patriarcal–, como proponen las extremas derechas. (Las de carácter universal
son más emancipadoras desde el punto de vista feminista porque al no estar
condicionadas no pueden imponer determinadas visiones morales, ni reforzar la
institución familiar y permiten el establecimiento de vínculos afectivos de
manera más libre. La relación biológica con el vástago tampoco tendría ser una
premisa necesaria.) Por supuesto, las migrantes, cualquiera que sea su estatus,
deberían poder acceder a esos mismos derechos. El trabajo de cambiar la cultura
para que definitivamente se deje de presionar a las mujeres para que tengan
hijos, o la tarea de generar espacios afectivos –familias elegidas– que
ahuyenten la soledad y generen formas de cuidado más allá de la familia
biológica depende solo de nosotras, del feminismo, de la sociedad organizada, y
de la imaginación y creatividad de las que seamos capaces.
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