TAMAMES Y VOX. HISTORIA Y LITERATURA
La próxima semana el dirigente excomunista y la formación ultraderechista escribirán, a su pesar, la necrológica a una forma mitificada de entender la transición
JUAN ANDRADE
Ramón
Tamames.
El 21 y el 22 de marzo se debatirá en el Congreso la sexta moción de censura desde que fue aprobada la constitución de 1978. La presenta el grupo parlamentario de Vox y la encabeza Ramón Tamames, dirigente del Partido Comunista de España durante la transición. La iniciativa pone de manifiesto las actitudes de la ultraderecha hacia el momento fundacional de la democracia vigente y hacia el movimiento político, hacia el partido, que más luchó por conquistarla. Pone de manifiesto sus actitudes contradictorias y obsesivas sobre la transición y el comunismo. La iniciativa también subraya la mutación experimentada por algunas figuras que militaron en el PCE durante aquel tiempo, así como la evolución que ha sufrido el llamado espíritu de la transición, hoy apenas un espectro. Esta amalgama de nuevos actores políticos con personalidades y momentos del pasado tiene una explicación histórica, pero puede entenderse también desde algunas expresiones y géneros literarios.
La actitud de la derecha hacia el
comunismo se expresa en la actualidad a través de una figura retórica, la
hipérbole, y por medio de una técnica narrativa en boga durante los años
cuarenta, el tremendismo. La exageración de la amenaza comunista –la virulencia
de un anticomunismo sin apenas comunismo– responde a un malestar y a un deseo.
La ultraderecha en España ha crecido como reacción a tres desafíos: el del
independentismo catalán, el de la última ola feminista y el de la irrupción
popular que, en términos simbólicos, podemos situar en el 15M y cuyo correlato
político fue el ensanchamiento del espacio electoral de la izquierda
alternativa que luego condujo a su entrada en el gobierno. El miedo de la
derecha hoy no es equivalente al que sufría en los años treinta o todavía en
los setenta, cuando tenía mucho que perder frente a alternativas fuertes, como
la del comunismo. Expresa un malestar caprichoso por haber perdido, tras
décadas de consenso neoliberal y preeminencia en todas las estructuras de
poder, unas pocas posiciones culturales e institucionales frente al tímido
avance de tendencias progresistas. Justificar la recuperación de esas pocas
posiciones obliga a dramatizar la pérdida, a exagerarla y compartirla. Hacerlo
frente a un enemigo poderoso y ladino brinda a la ultraderecha –ese simulacro de
rebeldía para gente de orden– la posibilidad de una épica.
Si el diagnóstico de la
ultraderecha parte del tremendismo, no es extraño que la alternativa que
postula para la moción de censura haya sido calificada de esperpento. Extraña
menos si se tiene en cuenta que uno de sus arquitectos intelectuales ha sido
Fernando Sánchez Dragó, autor en su día de una tesis sobre Valle Inclán. Su
obra más conocida, Gárgoris y Habidis, publicada en 1978, año central de la
transición, llevaba por subtítulo “Una historia mágica de España”, y en ella
reivindicaba la necesidad y el atractivo de los mitos para contar el pasado del
país.
Leyendas y figuras mitológicas
han poblado algunas narrativas de la transición, cuyos protagonistas han sido
aquellos hombres de Estado que, por altura de miras y generosidad, dejaron a un
lado su ideología de partido para remar conjuntamente en favor del bien común
en un momento crítico de nuestra historia. Entre estas personalidades
legendarias estaría la del comunista Ramón Tamames, con su contribución a los
Pactos de la Moncloa. Sucede a veces que la realidad se queda enredada en sus
mitos y que los personajes literarios se apoderan de las personas en que se
habían inspirado. Tal vez la decisión de Tamames de ponerse al frente de la moción
de censura la haya tomado ese personaje que, tras tantos años sin salir a
escena, se siente llamado a contribuir de nuevo a la salvación del país. Como
en la afamada obra de Luigi Pirandello, ese personaje incontinente andaría
buscando autor, y lo ha ido a encontrar en Vox. El personaje ha evolucionado a
su modo después de años entre bambalinas y ahora no sale a defender, como
antiguos compañeros de función, un entendimiento de Estado entre los dos
principales partidos del arco parlamentario, sino un movimiento forzado desde
uno de sus extremos.
Victoria Prego, artífice de la
versión más popular de esa narrativa legendaria que ha encumbrado a hombres
como Tamames, escribió un artículo cuando empezó a sonar el nombre del
economista como candidato de la moción presentada por Vox. El título era
“Detente, Ramón Tamames”. Como Miguel de Unamuno en Niebla, Victoria Prego
llamaba al orden al personaje de su novela, amonestándolo por haberse salido
del guión. Su enfado era de tal calibre que en el artículo calificaba a Tamames
de “león sin dientes”. No reparaba la veterana periodista en que el tiempo ha
podido hacer idéntica mella en otros animales de su bestiario y en el conjunto
de su fábula.
No es esa dimensión legendaria de
Tamames, la del hombre de consenso, la que seduce a la ultraderecha, sino otra
de resonancias bíblicas que encarna la figura del converso. Tamames abandonó el
PCE en 1981; fundó Federación Progresista, que pasó fugazmente por Izquierda
Unida; recaló en el Centro Democrático y Social de Adolfo Suárez; y de entonces
a esta parte ha sido invitado habitual en las tertulias de la derecha. En los
parámetros de la cultura cristiana, la mayor victoria sobre los paganos es su
conversión a la fe verdadera, una conversión exhibida con afán ejemplarizante
por las autoridades u ostentada motu proprio por el afectado. Algo de las dos
cosas se advierte en la moción de censura, pues, por más que Vox
instrumentalice a Tamames para arrojárselo a la izquierda como ejemplo de lo
que debería ser, este cultiva sus propios géneros literarios. Entre otros, como
San Pablo, destaca profusamente en el género epistolar. Un día después de que
Vox registrara en el Congreso la moción de censura, los medios informaban de
una carta de Tamames a Mariano Rajoy y a Artur Mas, en la que proponía para la
solución del conflicto catalán no ya medidas antagónicas a las de Vox, sino
algo más inquietante que atañe a las palabras. Hablaba del reconocimiento de la
“Nación catalana”.
“Show”, “performance”, “teatro”,
“pantomima”, “circo” son algunas de las palabras con que dirigentes de casi
todos los partidos, con el Partido Popular a la cabeza, se han referido a la
moción de censura. Parece que Ramón Tamames ha retenido de su paso por la
dirección del PCE en la transición la inclinación a la dramaturgia y al
efectismo, y que estas pulsiones arrebatan hoy a Vox. Santiago Carrillo trató
de romper el vacío mediático y las discrepancias internas del PCE en la
transición a golpe de efecto: viaje a Estados Unidos, abandono del leninismo,
conferencia con Manuel Fraga... Por audaz que fuera el dirigente eurocomunista,
su exceso de gestualidad tuvo efectos contraproducentes. No parece que la
audacia haya inspirado la iniciativa efectista de la moción de censura con que
Vox quiere recuperar relevancia mediática frente al PP y tapar sus problemas
con Macarena Olona. Cuando quieres llamar la atención en exceso corres el
riesgo de que no te hagan caso o no te tomen en serio.
La relación de la ultraderecha
con la transición es contradictoria y a la vez reveladora. Es llamativo que
quien ahora apela al espíritu del consenso de la transición presida una
fundación llamada Disenso. Como también es llamativo que Vox invoque con tanta
solemnidad la Constitución del 78 si se considera que de los 16 diputados de
Alianza Popular –de la que en buena medida se siente heredera (no miremos ya a
Fuerza Nueva o a la Falange de Buxadé)– cinco votaron en contra y tres se
abstuvieron. La respuesta puede estar en que el llamado consenso de la
transición se parece poco a lo que Jürgen Habermas, el gran teórico del
consenso, denomina “una situación ideal de habla”; es decir, aquella en la que
todos los sujetos del acuerdo cuentan con recursos parecidos y prima la
voluntad de entendimiento del contrario. En la transición no todos los partidos
cedieron por igual, sino que lo hicieron, como es lógico, en función de su
posición de poder, y esta dependió, en buena medida, de cómo habían salido de
la dictadura, si de sus cárceles o de sus despachos. El consenso estuvo
cimentado por el miedo a un golpe de Estado, y ese miedo fue rentabilizado
también por una parte de la derecha, que presionó a la oposición para que
cediera a fin de evitar lo que se podía venir encima. La ultraderecha que tanto
apela hoy a la transición no parece echar de menos el consenso, sino la
posición de poder desde la que se negoció y la amenaza golpista que algunos
rentabilizaron. Lo que no echa de menos y calla es la amplísima movilización
social por las libertades y la justicia social que condicionó también en un
sentido progresista ese consenso, una movilización diversa y autónoma en buena
medida hegemonizada por el PCE. Su nostalgia de la transición no es por ese
proceso rico y complejo, creativo y conflictivo, de activación política y
experimentación cultural, sino por la forma en que se clausuró. Y su obsesión
por la transición lo es también contra cierto sentido común progresista, contra
el prestigio del antifranquismo y contra el remanente de las experiencias de
lucha y participación que, en las instituciones y en la sociedad civil,
sobrevivieron a esa clausura.
En definitiva, lo que la derecha
echa de menos no es ni la transición ni el espíritu de la transición, sino
cierta narrativa sobre la misma y el orden al que sirvió en las décadas
siguientes. Como narrativa encomiástica, como “invención de una tradición”, que
diría Eric Hobsbawm, la transición es un producto sobre todo de los noventa,
que sirvió tanto a los gobiernos de Felipe González como a los de José María
Aznar. Y como narración funcional a los nuevos objetivos políticos de la
ultraderecha, esta narración requiere, pasado el tiempo, de otro remake.
Sorprende que Tamames se haya prestado (o se haya propuesto) para
protagonizarlo, porque de entonces a esta parte –de la transición que él vivió a
la secuela que quieren hacer de ella con la moción de censura– han cambiado,
versión tras versión, cosas que le van afectar. Entre otras, ha cambiado el
modo de tratar a los adversarios. En la transición se estilaba reconocer, más
allá de las discrepancias políticas o precisamente por ellas, las virtudes
personales, éticas o intelectuales del contrincante. Los halagos recíprocos se
producían a veces de forma honesta; otras como un intercambio de capitales
simbólicos o con la intención de seducir y cooptar al contrario. Tamames
disfrutó de todo eso. Pero hoy la comunicación política es más agresiva y
Tamames será, ya está siendo, objeto de desprecio, también personal e
intelectual, por la izquierda y por la derecha.
Tampoco se entiende qué beneficio
va a sacar Vox de este embrollo en el que se han metido ellos solos. Cohesiona
al Gobierno de coalición, realza la imagen de seriedad del Partido Popular y
molesta a parte de unas bases, sobre todo jóvenes, que no entienden que su
iniciativa la encabece un señor que piensa de aquella manera y en cuya imagen
pesa más su pasado comunista que su evolución posterior. Así vista, la morbosa
relación entre Vox y Tamames recuerda a aquellas historias narradas por el
Marqués de Sade, donde la pareja experimentaba placer infligiéndose daño
mutuamente.
La próxima semana Tamames y Vox
escribirán, a su pesar, la necrológica a una forma mitificada de entender la
transición. Puede ser una oportunidad para mirar las experiencias tan
interesantes que ocultaba ese trampantojo. También para reconocer –detrás de
quien ya no representa a nadie y venía tapando a tantos– a la cantidad de
personas anónimas que desde las filas del PCE y otros partidos y movimientos
dieron lo mejor de sí mismas a la lucha por las libertades y la justicia social.
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