LESIONES MORALES
WILL SELBER
“Conmoción y
pavor”. Hace hoy veinte años esa era la frase que todo el mundo repetía
mientras Estados Unidos invadía Irak. En este aniversario habrá muchos análisis
y debates acerca de lo que ocurrió, por qué y si el precio pagado valió la pena
o no.
Pero esto es diferente.
Yo pasé casi 1.500 días en el campo de batalla en Irak y Afganistán y todavía estoy desgranando mi propia experiencia. No son recuerdos agradables, en especial los del Verano de la Muerte en Bagdad, cuando la destrucción, la futilidad y la derrota flotaban en el aire. Para mí no hay otro modo de superarlo que volver sobre ello.
Junio de 2006
La segunda guerra de Irak originó unas cuantas
batallas legendarias: la invasión inicial (2003), la primera y segunda batallas
de Faluya (2004), el asedio de Ciudad Sáder (2004), la batalla de Nayaf (2004)
y la campaña general de Anbar. El Verano de la Muerte en Bagdad en 2006 no fue
una de estas campañas que destacara desde el punto de vista histórico.
Sencillamente fue el infierno en la tierra.
Eso ocurrió antes de la cacareada oleada del general
David Petraeus, del Despertar de Anbar y de los míticos Hijos de Irak. Pero
ocurrió después de que Al Qaeda en Irak (AQI) atentara contra la mezquita de
Samarra, uno de los lugares más sagrados del islam chií, con múltiples coches
bomba, lo cual desencadenó una guerra civil entre suníes y chiíes que estuvo a
punto de fracturar el país.
A mi unidad se le encomendó la tarea de
“entrenar” a la Policía Iraquí (PI)
En medio de esta lucha intestina, a mi unidad se le
encomendó la tarea de “entrenar” a la Policía Iraquí (PI), porque 2006 fue
bautizado como el “Año de la Policía”, en un esfuerzo por volver a centrar la
atención de la coalición en el desatendido cuerpo paramilitar iraquí. Al igual
que en Afganistán, la PI se centraría en la lucha contra los insurgentes, no
contra la delincuencia. La formación de la policía iraquí pasaría a conocerse
como “la misión más peligrosa de las Fuerzas Aéreas”. Y fue una pesadilla.
Inicialmente se nos había asignado un despliegue
permanente de nuestra unidad para la defensa de la base aérea del aeropuerto
regional de Kirkuk. Eso cambió en la primavera de 2006, cuando el Ejército de
Tierra, desbordado por las guerras de Irak y Afganistán, pidió ayuda al
Ejército del Aire para dotar de personal a los Equipos de Transición Policial
(PTT, por sus siglas en inglés) en Irak.
En un principio nos destinaron a Tikrit, Salah ad Din,
una zona de abrumadora mayoría suní en la ciudad natal de Sadam Hussein. No era
el paraíso, pero tampoco un lugar especialmente cinético. Sin embargo, cuando
estábamos en Kuwait terminando nuestras obligaciones de última hora para
nuestro cometido, fuimos reasignados a Bagdad debido al deterioro de la
seguridad en la ciudad.
Al enterarme de nuestro traslado, decidí informar a mi
familia.
Mi padre, que fallecería durante mi quinto despliegue,
siguió la guerra como un experimentado analista de defensa. Tenía un
conocimiento detallado de los diversos grupos insurgentes, sus métodos con
artefactos explosivos improvisados (IED, por sus siglas en inglés) y su
composición ideológica. Por eso, cuando en una calurosa noche de junio le llamé
desde un teléfono de la USO para comunicarle mi nuevo destino, un silencio
incómodo envolvió nuestra conversación.
Él lo sabía.
En realidad, no había nada que discutir. Mi padre
comprendió que enviaban a nuestra unidad al infierno. Era un hombre pragmático
y de pocas palabras, así que me hizo una pregunta que la mayoría de los padres
nunca hacen a sus hijos: “¿Dónde quieres que te entierren?”.
Así que, conectados a través del teléfono, en el calor
abrasador de la noche en los confines del imperio, planeamos mi funeral.
Se celebraría un funeral en Austin, Texas. Después me
enterrarían en el cementerio de Arlington, sección 60, junto a mis compañeros
de armas.
Julio de 2006
Lo que nos esperaba en Bagdad era una carnicería. Pero
no de las rápidas. Nada que ver con el asalto a Normandía, la ofensiva del Tet
o la invasión inicial de Irak. Fue una cocción a fuego lento, salpicada de atrocidades
a gran escala. Durante esos seis meses vimos todos los trucos de la
insurgencia: francotiradores, penetradores explosivos (EFP, por sus siglas en
inglés) de diseño iraní, ataques complejos con múltiples terroristas suicidas y
ejecuciones extrajudiciales o EJK, que en inglés no es más que un eufemismo de
asesinato en forma de acrónimo, un término que resta humanidad a la barbarie y
que es necesario para los ejércitos de todo el mundo.
A pesar de que mi unidad respondió a los atentados con
coche bomba y otros ataques de gran envergadura, pasamos la mayor parte del
tiempo reconociendo los cadáveres arrojados despreocupadamente a los lados de
la carretera. Todos los días hacíamos la crónica de los restos de la guerra
civil iraquí. Intentábamos identificar esos cadáveres, determinar su etnia y
averiguar de dónde eran. A menudo estos esfuerzos eran inútiles. Con el tiempo
se volvieron peligrosos. Después de ver cómo nos deteníamos para intentar
identificar los restos, los insurgentes empezaron a colocar artefactos
explosivos improvisados en los estómagos excavados de sus víctimas, matando a
decenas de soldados estadounidenses.
Lo hacíamos todos los días. Aclarar. Repetir.
Pasamos la mayor parte del tiempo reconociendo los
cadáveres arrojados a los lados de la carretera
Observamos con horror cómo la sociedad iraquí se
desintegraba a nuestro alrededor. Al Qaeda en Irak cometía atentados suicidas
en barrios chiíes. Militantes chiíes infiltrados en la policía entraban en
comunidades de mayoría suní y mataban a su antojo. Era habitual encontrar
cadáveres de niños a los lados de la carretera. Las milicias chiíes, casi
siempre vinculadas a la Jaysh al-Mahdi de Muqtada al-Sadr, a menudo violaban a
niños u otros seres queridos delante de sus padres y familiares antes de
matarlos. Encontrar a niños violados, amordazados y asesinados de esta manera
es un horror indescriptible. Ningún entrenamiento en el mundo te prepara para
enfrentarte a algo así.
Y lo vimos demasiado a menudo como para olvidarlo.
Agosto de 2006
He tenido como compañeros a violadores, pedófilos,
torturadores y asesinos en serie. Aprendí a pasar por alto las barbaridades que
hacían por obligación profesional. Años más tarde, en Afganistán, me haría
amigo de un antiguo comandante talibán de rango medio convertido en gobernador
de distrito que tenía las manos manchadas de sangre estadounidense. En el
ámbito del Estado-nación los enemigos de ayer se convierten en los aliados de
mañana sin tener en cuenta lo que puedan sentir los individuos.
Digo esto porque, sinceramente, me vi obligado a
trabajar con tantos monstruos que he olvidado a muchos (¿la mayoría?) de ellos.
Pero los monstruos con los que nos asociamos durante el Verano de la Muerte
eran diferentes. A esos monstruos nunca los podré olvidar, por mucho que me
gustaría hacerlo.
Los agentes de la policía iraquí, a los que
aparentemente estábamos formando, volvían a su comisaría de patrullar con
cadáveres en la parte trasera de sus camiones. A menudo, eran los propios
policías iraquíes quienes los habían asesinado. Mis tropas habitualmente
comentaban que estábamos entrenando a los insurgentes para que nos mataran, lo
cual no difería mucho de la verdad. En ocasiones, antes de patrullar teníamos
que confiscar los teléfonos de nuestros policías porque descubríamos que algunos
de estos “compañeros” estaban avisando al enemigo de nuestros movimientos.
Muchos policías tenían fotos del líder insurgente Muqtada al-Sadr en sus
vehículos oficiales o llevaban camisetas negras con su imagen estampada bajo el
uniforme.
No trataban de ocultar su afiliación. Al contrario,
estaban orgullosos de ella. Era habitual que un agente de la policía iraquí te
enseñara su camiseta de Sadr y te preguntara: “¿Por qué le odias?”.
¿Cómo se puede pedir a jóvenes militares
estadounidenses que se asocien con personas que intentan matarlos? ¿Cómo se
puede pedir a las familias estadounidenses que envíen a sus hijos e hijas al
peligro para hacerse amigos de asesinos múltiples?
Sin embargo, con la perspectiva de los años me doy
cuenta de que tampoco fuimos los mejores socios. A menudo veíamos a los PI como
prescindibles. Era muy común que al responder a episodios con múltiples
víctimas, dejáramos que los PI fueran por delante para que absorbieran los
consiguientes e inevitables ataques –ya fueran de coches bomba o
francotiradores– dirigidos a los primeros en responder.
La verdad es que ambas partes simplemente intentábamos
sobrevivir.
En nuestra unidad lo único que intentábamos hacer era
regresar a casa con nuestros amigos y familias. Sí, la misión era importante.
Sin embargo, desde los primeros meses estaba claro que algunos compañeros
iraquíes intentaban matarnos. Esta paradoja era evidente incluso para los
alistados más jóvenes. Y cuando la misión fundamental de una unidad entra en
conflicto con la realidad, socava casi todo lo que toca. Por consiguiente,
aunque hacíamos lo que podíamos para “entrenar” a los PI, principalmente
intentábamos sobrevivir y cuidarnos unos a otros.
Sin embargo, los iraquíes también intentaban
sobrevivir. En una ocasión, un joven policía iraquí me dijo: “Tú vas a vivir
esto durante seis meses. Yo toda mi vida. Por la noche tú vuelves a la base. Mi
casa está a la vuelta de la comisaría”. Su país había quedado destrozado. Los
empleos escaseaban. La violencia y la muerte estaban por todas partes. Durante
el Verano de la Muerte, incluso ser neutral era elegir un bando, y estar en el
bando equivocado en el momento equivocado significaba la muerte.
Aquel joven oficial era un buen tipo. Sin embargo, no
todos los hombres que llevaban un uniforme de la PI lo eran.
Los aviadores asignados al distrito de Amil sabían que
se encontraban en una de las zonas más peligrosas de Bagdad. La insurgencia
acechaba en cada esquina. Los EFP suministrados por Irán –que atravesaban
nuestro blindaje como un cuchillo la mantequilla– iluminaban las calles. Muchos
soldados se colocaban torniquetes en las piernas y los brazos antes de salir.
En medio de toda esta locura, fue como un pequeño
milagro que unos cachorros vinieran a jugar cerca de la estación de la PI. Nuestros
aviadores les llevaron comida y juguetes. Suponía un poco de decencia y pureza
en medio de la barbarie.
Los insurgentes de Jaysh al-Madi que se hacían pasar
por IP observaron esta decencia. Un día de julio, nuestros Humvees aparcaron en
sus plazas asignadas en la estación de la IP. En nuestras plazas de
aparcamiento estaban nuestros cachorros. Los insurgentes/PI los habían matado
arrojándolos desde el tejado de la estación.
Muchos soldados se colocaban torniquetes en las
piernas y los brazos antes de salir
El mensaje no era tan sutil para nosotros, sus socios:
aquí no sois bienvenidos.
Septiembre de 2006
Cada zona desplegada tiene su punto conflictivo, el
lugar donde el canguelo se dispara. Dora, al sur de Bagdad,
bajo la península de Karrada, era nuestro punto conflictivo. Dora era un barrio
predominantemente suní que rezumaba resentimiento sectario hacia la PI.
Albergaba una importante célula de Al Qaeda en Irak (AQI) que se alió con
grupos insurgentes nacionales suníes y estaba repleta de antiguos elementos del
régimen de Hussein. Su alianza actuaba como baluarte contra un gobierno
depredador empeñado en vengarse sectariamente del atentado contra la mezquita
de Samarra (y de los últimos cincuenta años de dominación suní).
La entrada en Dora formaba parte de la Operación
Juntos Adelante II. Esta operación sería el último estertor del General George
Casey antes de ser suplantado por el General David Petraeus, y aunque imitó
muchos de los principios que Petraeus hizo famosos –despejar, mantener,
construir–, no consiguió aplastar la violencia porque las fuerzas
estadounidenses no permanecieron en esos barrios.
En lugar de eso, como siempre, por la noche volvíamos
a nuestras megabases.
En agosto todo el mundo sabía que la operación estaba
fracasando. Era evidente por el continuo aumento de cadáveres desfigurados en
las carreteras, coches bomba y artefactos explosivos improvisados. Estaba
fracasando en todas partes, pero en Dora de forma más espectacular. No
obstante, cada día peregrinábamos a Dora para colaborar con la policía iraquí.
Este grupo sería disuelto años más tarde por ineficacia y corrupción, y por
actuar como escuadrones de asalto designados por Muqtada al-Sadr.
Durante los últimos veinte años, los estadounidenses
han sido alimentados con una dieta constante de historias dramáticas sobre
soldados barbudos de las fuerzas especiales, desde la redada contra Bin Laden
hasta el asesinato de Baghdadi. Pero las fuerzas especiales no fueron las
únicas que combatieron en Irak. Ni de lejos. La mayor parte eran soldados de a
pie que no contaban con una vigilancia omnipresente, ni con los últimos equipos
de alta tecnología, ni con un presupuesto ilimitado. Los soldados de a pie
dedicábamos nuestro tiempo a actuar a la antigua usanza: movimiento hacia el
contacto. Traducción: encuentra al enemigo convirtiéndote en objetivo.
Éramos objetivos grandes y valiosos, y de eso se
trataba. A una procesión de estadounidenses, tanto dentro como fuera de sus
Humvees, se unieron iraquíes tanto dentro como fuera de sus Ford Rangers. Nos
extendimos a lo largo de casi 50 metros y nos abrimos paso por las calles
vacías de Dora.
Ningún iraquí se atrevía a salir. Los mercados estaban
vacíos. Las tiendas estaban cerradas. Todo el mundo estaba atrincherado
tratando de sobrevivir. Nadie quería hablar con nosotros. Todos temían las
repercusiones. Era inútil. Y todos lo sabíamos.
A menudo me encontraba fuera del vehículo en la
retaguardia de nuestro desfile. Oteando. Fumando mi cigarrillo. Oteando.
Fumando. La guerra era aburrimiento salpicado de momentos de una violencia
estremecedora. Pero si no te mantenías alerta, la monotonía podía matarte. Los
francotiradores prosperaban en Dora. Y nosotros éramos su sueño húmedo. Sólo
esperaba que el disparo que me derribara fuera rápido e indoloro. Todos
compartíamos la misma esperanza. Temíamos quedar parapléjicos. O peor aún,
perder nuestros genitales en un ataque con un artefacto explosivo improvisado,
el temor secreto de todo hombre. Era lo primero que se comprobaba tras una
explosión.
La guerra era aburrimiento salpicado de momentos de
una violencia estremecedora
Lo vi agacharse por primera vez con el rabillo del
ojo. Al principio lo descarté, pero luego volvió a ocurrir.
Mientras giraba mi cuerpo y mi M4 hacia el objetivo,
se me aceleró el corazón y apreté la mandíbula. Me giré hacia la izquierda,
pero no vi nada. Entonces, de nuevo, una figura se levantó y se dejó caer
rápidamente.
“¿Ve algo, señor?”, preguntó mi artillero de torreta.
“No lo sé. No lo distingo”, respondí enfadado.
El artillero de la torreta se movió para imitar mi
posición, y el objeto se levantó y bajó de nuevo.
“¡Lo he visto!”, exclamó mi artillero de torreta.
Mientras esperábamos a que se levantara de nuevo, la
adrenalina corrió por mi cuerpo, ralentizando el tiempo exponencialmente. Todo
mi cuerpo se concentró en un punto.
Entonces reapareció a 15 metros a nuestra derecha, en
el mismo tejado.
“Mierda, se ha movido”, dije.
“Rastreando”.
La figura volvió a aparecer y parecía tener algo en la
mano. No podía distinguirlo, tampoco mi artillero de torreta.
Aunque las calles estaban desiertas, no era extraño
que, al anochecer, los iraquíes pasaran el rato en los tejados para huir del
calor.
La figura se levantó de nuevo y parecía llevar un
arma.
“¿Eso era un arma?”, pregunté nervioso.
“No sabría decirle, señor. Usted tiene mejor punto de
observación”.
Preparé mi arma para disparar e intenté
calmarme. Respirar. Relajarme.
Entonces salió ella. Una mujer de mediana edad vestida
de blanco y negro. Empezó a gritar en el tejado agitando los brazos con
excitación. El niño se levantó y dejó caer su pistola de juguete. La madre lo
agarró del brazo y tiró de él. Le gritaba mientras se apresuraban a entrar.
Los insurgentes habían estado repartiendo armas de
juguete a los niños por todo Bagdad con la esperanza de hacer propaganda, lo
que inevitablemente conseguían, y cada tragedia destrozaba a una familia iraquí
y causaba un dolor de por vida a un desafortunado miembro del ejército.
Entonces la mujer salió del edificio, gimiendo. Estaba
histérica y hablaba rápido. Pedí a gritos un intérprete, y uno se apresuró a ir
detrás de nuestra patrulla. Le costó entenderla porque no hablaba árabe iraquí
con fluidez, un problema habitual para las fuerzas estadounidenses incluso tres
años después de la invasión. Entendió que el marido de la mujer había sido
secuestrado el día anterior, pero los detalles eran difíciles de descifrar.
Mientras esperaba impaciente a que mi intérprete
hiciera su trabajo con papel y bolígrafo en la mano, un policía federal se
acercó con rapidez. La cara y el comportamiento de la mujer cambiaron
inmediatamente en cuanto llegó. Sus ojos se cruzaron con los míos y, en un
instante, huyó corriendo.
Supe al instante que la policía federal era
responsable del secuestro de su marido.
En algún lugar de una mezquita chií probablemente
estaban torturando a su marido hasta morir. En unos días alguien encontraría su
cuerpo en la carretera, esposado, con los ojos vendados y un agujero en la
frente hecho con una broca. Una técnica a la que llamábamos “la opción
completa”.
Nos familiarizamos con la barbarie de nuestros
compañeros. Las mujeres iraquíes acudían a menudo a la comisaría para
identificar a sus seres queridos, que habían sido asesinados por la Policía
iraquí. Ululaban al identificar a sus hijos o maridos. Muchas nos maldecían por
asociarnos con los asesinos de sus seres queridos.
Por la noche, cuando estoy solo y aparecen los
demonios, veo el rostro de esa mujer en Dora. Me persigue. Recuerdo su mirada
de repulsa y me avergüenzo.
Nos familiarizamos con la barbarie de nuestros
compañeros
Octubre de 2006
Visitar la Sección 60 del Cementerio Nacional de
Arlington me resulta emocionalmente agotador, un viaje lleno de culpa,
vergüenza y remordimientos.
Durante un viaje reciente a Washington, hice el
trayecto para ir a verlo. Caminé solo hasta su última morada, en un hermoso día
ventoso.
Nadie más estaba visitando la Sección 60 esa tarde,
así que pude hacer mi duelo a solas. Vi las lápidas que su familia había
colocado recientemente en su tumba. En ellas se leía Fuerza, Creer y Amigos. Di
un paso atrás y miré su lápida.
“LeeBernard Emmanuel Chavis
AIC US Air Force
Feb 23 1985 - Oct 14 2006
Estrella de Bronce, Corazón Púrpura
Operación Libertad Iraquí”
Me arrodillé ante la lápida de Chavis, toqué su lápida
y recordé. La última vez que había hablado con él me había dicho que le diera
las gracias a mi madre por los paquetes que había enviado a toda la unidad.
Recordé su sonrisa traviesa. Se había metido en algún lío antes de que nos
desplegáramos. Nada grave. Todas las unidades se enfrentan a estos problemas,
especialmente las que tienen personal en servicio por primera vez.
Aun así, el comandante de nuestra unidad le había
confiado nuestra insignia. Chavis lideró el camino hacia el hervidero de
Bagdad.
Tenía sueños que iban más allá del Ejército del Aire.
Quizá entraría en el FBI o en la CIA. Iba a declararse a su novia.
Aquellos sueños murieron en la península de Karrada.
La PI había pedido apoyo por un presunto artefacto
explosivo improvisado (IED, por sus siglas en inglés). El escuadrón de Chavis
respondió obedientemente garantizando la seguridad de mujeres y niños. Cuando
se elevó sobre su torreta para hacerlos retroceder, un francotirador esperaba
pacientemente. Mató a Chavis un hermoso día de octubre.
Marchamos hacia el C-130 por una pista oscura y
tranquila. Era mi primera ceremonia patriota. La primera de muchas, demasiadas.
Estas ceremonias solo las ven los uniformados. Ni los
familiares, ni los congresistas, ni siquiera el presidente. Nos pertenecen solo
a nosotros.
Todos nos turnamos para saludar ante el féretro de
Chavis, que estaba envuelto en una bandera estadounidense. Algunos se
arrodillaron ante él. Otros tocaron la bandera. La mayoría se mantuvo estoico.
Unos pocos lloraban desconsoladamente. Después Chavis despegó hacia su último
lugar de descanso.
Días después, salió a la luz el vídeo. En un
repugnante montaje, Chavis aparecía en tercer lugar. “Juba”, el infame/mítico
francotirador del Ejército Islámico de Irak, había filmado una serie de muertes
recientes a manos de francotiradores y la de Chavis era la tercera. Su muerte se
convirtió en propaganda insurgente.
Lo vimos solo una vez. Pero yo sigo viéndolo casi
todos los días. Por mucho que desee no verlo.
--------------------
Will Selber es
teniente coronel de las Fuerzas Aéreas de Estados Unidos. Las opiniones
expresadas aquí son suyas y no reflejan la política o posición oficial de las
Fuerzas Aéreas o del Departamento de Defensa.
No hay comentarios:
Publicar un comentario