LA
PEQUEÑA LOCA DEL CLIMA
JUAN CARLOS ESCUDIER
Como lo de no
reconocer la influencia humana en el cambio climático se ha demostrado prueba
de una insolente ignorancia, sólo algún emperador del mundo como Trump o lo
bien pagados por la causa de las multinacionales del dióxido, tal que Aznar, se
atreven a pasarse por la calle con el traje de negacionista, bastante más
estrafalario que algunos modelitos de Agatha Ruiz de la Prada. De hecho, en un
lapso de tiempo relativamente breve, hasta los primos de Rajoy se han hecho
ecologistas y no paran de dar consejos sobre cómo afrontar la emergencia con
-según dicen- dosis de justicia y sentido común. Es decir, sin medidas
traumáticas que puedan incidir en la cuenta de resultados de los que realmente
contaminan en cantidades industriales.
La prueba del nueve
para distinguir a los conversos es su actitud ante la joven sueca Greta
Thumberg, cuya influencia en la concienciación sobre la crisis climática está
siendo decisiva, y a la que tratan de descalificar por veleidosa, mientras
hurgan en su entorno familiar para intentar demostrar alguna conexión
sospechosa o, directamente, la descalifican por su autismo. Los ataques contra
la adolescente están siendo de un especial bajeza: se le ha deseado la muerte
en sus viajes trasatlánticos en catamarán, se ha acusado a sus padres de abuso
infantil y de hacerse ricos a su costa y se ha argumentado que sus “trastornos
mentales” la incapacitan para cualquier tipo de liderazgo. Si lo que está
haciendo Thumberg por el planeta es fruto del desvarío, bendita sea su locura.
En este contexto ha
arrancado en Madrid la Cumbre del Clima con sus tradicionales objetivos de
ampliar los recortes de los gases de efecto invernadero que se lanzan a la atmósfera
y alcanzar el compromiso global de que en 2050 el mundo consiga la neutralidad
de emisiones. Si la incapacidad de los líderes mundiales para pasar de la
palabrería a los hechos se une la irresponsabilidad trumpiana de desconectar a
Estados Unidos del Acuerdo de París, es comprensible el escepticismo general,
por muy nítida que sea la perspectiva de que caminamos hacia lo irreversible
para contener el aumento de la temperatura de la Tierra y sus efectos
devastadores.
Si Greta Thumberg
ha sido puesta en la diana es porque ha logrado convertirse en un icono del
cambio climático y ha demostrado que se puede mover el mundo con un punto de
apoyo, aunque éste parezca tan irrelevante como sentarse sola frente al
edificio del Parlamento sueco con una pequeña pancarta. Es peligrosa porque
representa una fuente de inspiración para millones de personas y porque su
activismo es contagioso y tiene consecuencias directas en las acciones
cotidianas de millones de personas.
Si en la OPEP se
describe a esta niña de 16 años como la mayor amenaza para la industria de los
combustibles fósiles es porque su aversión a tomar un avión por las emisiones
de CO2 que genera no es solo el capricho de una pobre perturbada sino una
actitud compartida que ya ha tenido reflejo en las cifras oficiales. Si la
extrema derecha y los lobbies de la industria más contaminante se ensañan
contra ella y la tildan de profetisa de la Apocalipsis en pantalón corto es
porque su mensaje ha calado en algunos grandes centros de decisión política, que
nunca son ajenos a las corrientes que agitan la opinión pública.
Si Greta es
percibida como un riesgo para este inmenso conglomerado de intereses es porque
sus verdades de niña son irrefutables para los supuestos adultos, porque es si
el sistema no tiene soluciones para impedir el desastre climático, lo razonable
es cambiar el sistema, porque la gente ya no quiere esperanzas sino hechos,
porque si los encargados de impedir el desastre se encogen de hombros es el
momento de apartarlos. “Quiero que actúes como si tu casa estuviera en llamas,
porque eso es lo que está pasando”, urgía ante la Asamblea Anual del Foro
Económico Mundial. En Madrid se reúnen ‘bomberos’ de todo el mundo. Veremos
cuán largas son sus mangueras.
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