viernes, 1 de septiembre de 2023

SEXO, PODER Y UNA BATUTA

 

SEXO, PODER Y UNA BATUTA

Es un simbolismo demasiado obvio para que un cineasta se resista a plasmar su visión, aunque su visión derive en una plasta de una zafiedad y una imbecilidad apabullantes.

DAVID TORRES - COSECHA ROJA - CANAL RED

Si algún día hacen una película sobre el caso Rubiales en Hollywood, la única duda estará en si le ofrecen el papel de Luis Rubiales a una actriz calva o si le afeitarán la cabeza. Hay una augusta tradición en la Meca del cine que consiste en que los abusos sexuales en el entorno laboral sean protagonizados en la ficción cinematográfica básicamente por mujeres, ya que los hombres copan casi exclusivamente el plano de la realidad.

 

La película más famosa al respecto, Acoso (1994), de Barry Levinson, propone la alucinante fantasía de que una antigua novia –Demi Moore— le haga la vida imposible a un pobre hombre –Michael Douglas— en la empresa donde ambos trabajan, aprovechando que ella se encuentra por encima en el escalafón. Es una historia que hemos visto mil y dos mil veces, sí, en la empresa, en la política, en cualquier parte, sólo que con los géneros ligeramente cambiados: el hombre arriba y la mujer abajo. El colmo de la ironía es que Michael Douglas se resistía heroicamente a los avances eróticos de Demi Moore, un tipo que en la vida real tuvo que asistir durante años a una terapia para tratar su adicción al sexo.

 

Casi treinta años después, con el terremoto del MeToo y varias revoluciones feministas de por medio, es evidente que la óptica cinematográfica debería haber avanzado un poco. Sin embargo, el año pasado, el director Todd Field volvió a repetir la misma historia sólo que con una directora de orquesta en lugar de una ejecutiva agresiva, una señora que viste como un hombre y se comporta como un hombre, pero que por exigencias del guión, también es mujer, y lesbiana para más señas. Cate Blanchett hace lo que puede para sacar adelante el papel, y tiene talento de sobra para hacerlo, pero es que el personaje de Lydia Tár, igual que el resto de la película, no hay por dónde cogerlo.

 

En el prestigioso ámbito de la música clásica surgieron, a raíz del proceso contra el productor Harvey Weinstein, multitud de denuncias por abuso sexual que implicaron, entre otros, a varios célebres directores de orquesta. James Levine, Charles Dutoit y Danielle Gatti fueron cesados de modo fulminante de sus respectivos podios, aunque el caso más célebre, con diferencia, es el del tenor español Plácido Domingo, quien mancilló una trayectoria artística incomparable con la exhibición de su conducta depravada y asquerosa. No se sabe muy bien por qué razón Todd Field, director y guionista de Tár (2002), le pareció mejor colocar de protagonista a una mujer, probablemente para dar la nota.

 

La dirección de orquesta pervive, desde sus orígenes, como un reducto ferozmente masculino donde Marin Aslop, Alondra de la Parra, Anu Tali y unas pocas pioneras más están rompiendo una tradición de siglos. Maria C. Peters filmó en 2018 una película bastante desconocida sobre la tragedia de su compatriota Antonia Brico, la gran directora de orquesta neerlandesa que llegó a dirigir a la Filarmónica de Berlín y que tenía que conformarse con cinco representaciones al año. No menos feroz fue la persecución contra el gran director griego Dimitri Mitropoulos, quien, al contrario que otros colegas, nunca ocultó su homosexualidad.

 

«Pero a Todd Field habría que decirle, parafraseando a Manuel Vincent: haz el favor y no pongas tus sucias manos sobre Mahler. »

Si pretendía dar a su película un mínimo sesgo de verosimilitud, Field podía haber escogido algún oficio donde las mujeres estuvieran en paridad con los hombres: el negocio editorial, por ejemplo, o las agencias literarias. Pero la dirección de orquesta apunta, como señaló Elías Canetti, a la metáfora del poder absoluto: un hombre –o una mujer— armado de una batuta que manipula el tiempo y controla a una tropa de músicos mientras una multitud permanece fascinada a su espalda. Es un simbolismo demasiado obvio para que un cineasta se resista a plasmar su visión, aunque su visión derive en una plasta de una zafiedad y una imbecilidad apabullantes. La horripilante peluca que lleva un actor de la talla de Mark Strong basta para comprobar el espantoso mal gusto que reviste toda la producción, por no hablar de la ridícula secuencia en que su personaje, un mecenas diletante, se pone a dirigir a Mahler. Al frente de la Filarmónica de Berlín, nada menos.

 

No se sabe qué es peor, si la repugnante carga lesbofóbica de la película o su esteticismo vacuo y pretencioso. Cate Blanchett marca los tutti orquestales como si estuviese practicando una kata de karate y en casi tres horas de una película dedicada a la música clásica apenas si se oye un minuto seguido de la Quinta Sinfonía de Mahler o del bellísimo Concierto para violonchelo de Elgar. Por cierto, que alguien debería dirigir algún día una película sobre Mahler y el modo en que apartó a su joven esposa, Alma Maria, de la composición, del mismo modo que en aquella deliciosa Sinfonía de primavera (1983), de Peter Schamoni, con Nastassja Kinski en el papel de la abnegada Clara Schumann, que tuvo que dejar las partituras y consagrarse exclusivamente al piano para dejarle el terreno libre a su marido Robert. Pero a Todd Field habría que decirle, parafraseando a Manuel Vincent: haz el favor y no pongas tus sucias manos sobre Mahler

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