EN EL PUNTO (VIOLETA) DE MIRA
IRENE ZUGASTI
Si una conduce por la carretera de la Coruña camino a Madrid (o huyendo de ella, que sería más lógico) pronto asomará a su vista la atalaya de Torrelodones y después, su casino. Cuarto municipio con mayor renta de España, en Torrelodones habitan veintitrés mil personas, casi la mitad de ellas asentadas allí a partir del boom inmobiliario de los primeros 2000 y como consecuencia de la onda expansiva del modelo de crecimiento económico de la región. Solo hay que avistar el horizonte desde alguna de las cuatro torres de Chamartín, que funcionan como el ojo de Sauron de este Mordor fiscal para ricos que es Madrid.
Y es que mientras
el sur de la región se empobrece, la jungla neoliberal depredadora y carnicera
ha ido dejando para su noroeste el destierro de la burguesía empresarial y
funcionarial que no quiere tragar humo, con sus casitas con rejas y antejardín,
con sus dentistas, sus comerciantes, latifundistas y traficantes, si se me
permite la poesía, con su Waldorf y su Montessori, sus famosos con acento
caraqueño, su autopista directa a la Puerta de Hierro, sus adosados de quiero y
sí puedo, y sus piscinas en las que nunca hay olas de calor.
Que no se enfaden
mis amigas que viven allende Plaza Castilla (que me dejan sin baño este
verano), porque en Torrelodones hay de todo, gentes de cien mil raleas, como en
todas partes, y ni mucho menos esta ofensiva se circunscribe a un territorio
concreto ni a sus gentes. Pero con esa estructura sociodemográfica era más que
previsible que el matrimonio entre las derechas, la extremísima y la extrema
con americana azul marino y sin corbata, se consumara en un pueblo como este y
como otros de sus alrededores. El caso es que, nada más llegar, la nueva
corporación se lo jugó todo al siete –será por lo del casino–: setecientos mil
euros más de sueldos públicos y siete asesores para gestionar un municipio a la
medida de sus valores.
Su alcaldesa
también se subió el salario un poquito –casi siete mil euros, de hecho– y su
concejala de Servicios Sociales adujo que aquello era “justicia social” y
municipalismo frente a la externalización. Y así, a saco, arrancaron la
legislatura estas personas tan previsibles como sus currículums, con una vida
académica y laboral que siempre les sale a pagar. Tal es la meritocracia
serrana madrileña, donde una vale lo que se gastaron sus padres en aprobados.
El caso es que la
segunda y más sonada medida ha sido, por supuesto, antifeminista, poniendo de
nuevo la violencia machista en el punto (violeta) de mira. En concreto,
anunciando con solemnidad la desaparición de los puntos morados, o violetas,
que se colocaban desde hacía años en los espacios públicos: fiestas de pueblo,
conciertos, festivales, lugares donde se concentra mucha gente y, por tanto,
funcionan como una herramienta de sensibilización y también de seguridad. De
seguridad feminista.
Ellas no lo sabrán,
pero los puntos violeta son un precioso y bastante exitoso ejemplo de políticas
públicas donde converge lo local y cercano con los grandes mecanismos de Estado
que se han ido construyendo en contra de las violencias machistas. Son una
puerta abierta a los recursos y a los servicios que prestan asesoramiento y
actuación ante las agresiones contra las mujeres en los espacios públicos, y
sirven también para lanzar un mensaje muy claro a quienes allí acuden: estamos
alerta, no os pasaremos ni una. No es casual que nacieran en las fiestas
populares, que son, siempre lo han sido, el lugar donde el verano deja de ser
asfixiante por un ratito. Donde se canta a gritos, donde se pela la pava, donde
se reencuentran las vecinas, donde se disfruta el teatro y la feria. Por eso
hay que disputarlas: porque no hay nada más nuestro que una buena verbena.
Los puntos violeta son un precioso y bastante
exitoso ejemplo de políticas públicas donde converge lo local contra las
violencias machistas
Como alguien que
tiene unos cuantos puntos violeta a sus espaldas, yo no tendría el valor de
reírme de ellos, ni de minusvalorar su función. Empezaron siendo una iniciativa
autónoma, un espacio de autodefensa y de organización de las asociaciones
feministas para cuidarse, informarse y protegerse, y ha costado mucho conseguir
que sean las administraciones las que asuman su gestión y entiendan que era tan
fundamental ubicarlos como poner un puesto de Protección Civil o de primeros
auxilios, porque también salvaban vidas.
Y claro, claro que
salvan vidas. Sitúan el debate de la violencia sexual en la calle, a pie de
escenario y de verbena, y llegan allí donde otros mensajes no llegan,
precisamente ahí donde la gente se divierte, baila, bebe o goza para poder
hacerlo sin miedo a que te jodan la noche, o la vida. Que se lo digan a esas
dos chavalas que en unas fiestas de San Isidro acudieron a uno de esos puntos
contando que un grupo de tipos las había rodeado cuando habían ido al baño en
la oscuridad de una calle cercana. O a esa mujer que vino desencajada durante
un festival de música buscando ayuda porque el conductor de BlaBlaCar con el
que había compartido trayecto se había masturbado frente a ella mientras
conducía. O esa mujer mayor que llegó curiosa, a ver qué ofrecía aquel
tenderete, y terminó revelando a mi compañera una vida entera de maltratos y se
llevó consigo la información y la escucha profesional que no había tenido en su
vida; ojalá aquello le sirviera para por fin, comenzar a arañar una salida. Que
se lo digan también a aquella víctima de violencia de género que vio entre el
público de un concierto a su maltratador, con orden de alejamiento en vigor, y
vino a buscar ayuda superada por una situación que no imaginaba que podría
pasarle. Pienso en mi adolescencia y en cuánto hubiera cambiado si aquella vez
que unos cuantos mozos se llevaron a mi vecina a lo oscuro hubiera habido
alguien para defenderla y apoyarla, para no convertirla, para siempre, en la
puta del pueblo. Y otras docenas de situaciones similares que podrían contar
todas las voluntarias y profesionales que las atienden y que lo hacen casi
siempre en condiciones bastante complicadas; compañeras que no solo tienen que
escuchar historias durísimas, sino que también tienen que aguantar a algún que
otro librepensador pasado de copas que va a confrontarlas y a darles una turra
insoportable.
En esta política de
aniquilación de todo lo hermoso, aducirán recortes presupuestarios, como si un
tenderete con folletos fuera tan caro de mantener. ¡Ojalá! Eso significaría que
las trabajadoras cobran salarios justos y que la acción no termina en la
verbena, sino en los centros municipales, en los servicios sociales y en los
recursos asistenciales. Argumentarán también que eso de los puntos violeta es
ideología, como si eliminarlos no fuera también profundamente ideológico, una
ideología que tiene claro lo que promulga: que la violencia ni es machista ni
de género, que el feminismo es de una radicalidad intolerable, y que las cosas
de cama, en casa se quedan.
Porque quienes
ponen la violencia sexual en la diana quieren fiestas de guardar de las de toda
la vida, la zorra pobre al portal, la zorra rica al rosal y el avaro a la
divisa. Ahora que está de moda la nostalgia de cualquier tiempo pasado y para
invocarla se acusa a las feministas de haber llevado las cosas demasiado lejos,
estaría bien recordar que precisamente quienes amamos bailar bajo los faroles
hemos querido que las fiestas, las verbenas, el calor en la espalda mientras
bailamos un agarrao, que son del pueblo, que son de todas las personas, lo sean
de verdad. Y por eso ha merecido la pena pelear para que fueran seguras y
felices.
Así pues, este
verano Torrelodones no tendrá punto violeta ni arcoíris, ni Valdemorillo podrá
representar el Orlando de Virginia Wolf; la Seminci de Cine de Mañueco no
tendrá ideología porque él es más de Raza y Ana y los siete, y algunas fiestas
y verbenas, y hasta los macrofestivales insoportables que en su día se
vistieron de morado –llamémoslo feminismo Beyoncé– renunciarán a hacerlo para
no alimentar el estruendo ultra y para no meterse en demasiados líos. Y en el
centro de la mirilla siempre, siempre, los derechos y las vidas de las mismas.
Pero estoy segura de que en Torrelodones ya hay vecinas organizando su punto
violeta, y que ese Orlando que alguna concejalucha censura en su ignorancia se
representará en otros muchos escenarios, como estoy segura de que hay muchísima
gente buena –que al final de eso va todo, carajo– que hará cultura y fiesta,
arte y periodismo y hasta política pese al censor y a sus camisas negras y a
sus escuadristas de mechas rubias y máster del CEU. Menos mal que en este lado
de la feria tenemos más coraje que presupuestos y más amigas que enemigos; más
principios que gastos de representación y más ganas que vergüenza. ¡Vamos
compañeras! vamos subiendo la cuesta, que arriba mi calle se vistió de fiesta.
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